Por primera vez en la historia, un rabino fue oficialmente invitado a pronunciar una de las tradicionales conferencias de Cuaresma de la Catedral de Notre Dame de París, organizadas este año sobre el tema: “El Concilio Vaticano II, brújula para nuestro tiempo”.

El acto, que tuvo lugar el domingo 21 de marzo, fue momentáneamente interrumpido por un pequeño grupo de jóvenes católicos integristas. Tras la presentación del arzobispo de París, cardenal André Vingt-Trois, el rabino Rivon Krygier se acercó al micrófono, pero un hombre se puso de pie y exhortó a los presentes a recitar en voz alta el rosario “para reparar el ultraje”. Mientras el servicio de seguridad de la catedral hacía salir al grupo, el cardenal Vingt-Trois acompañó al rabino Krygier a la sacristía, desde donde éste pronunció su conferencia, que fue transmitida, como estaba previsto, por radio y televisión. Al finalizar, el rabino volvió a la nave central, y se llevó a cabo un interesante debate con los asistentes, que colmaban la catedral.

Los disturbios fueron reivindicados en sitios de Internet vinculados a organizaciones  lefebvristas francesas. En nombre de la diócesis de París, monseñor Jérôme Beau declaró que esos perturbadores pertenecían a “un grupo que no tiene ningún vínculo con la Iglesia católica”. El rabino Krygier recibió el apoyo y la solidaridad de numerosas católicos. La comisión directiva de la Amistad Judeo-Cristiana de Francia emitió un comunicado para condenar los incidentes. Reproducimos aquí la conferencia del rabino Rivon Krygier:

 

Monseñor André Vingt-Trois, señoras y señores: con una emoción apenas contenida, tomo la palabra en este importante lugar de la cultura y de la fe cristiana. Debo agradecer, en primer lugar, a Su Eminencia, así como a todos los que me otorgaron su confianza. Más allá del privilegio que me honra, soy plenamente consciente de la magnitud de este acontecimiento. Sin duda, invitar a un rabino a dar una conferencia de Cuaresma en esta catedral no es algo que se dé habitualmente, ni tampoco, como pueden imaginarse, que un rabino se aventure a hacerlo.

Si no me equivoco, es la primera vez que esto ocurre, y dice mucho sobre los vínculos de amistad y, más aún, de fraternidad, que se ha logrado establecer entre judíos y cristianos a partir de la declaración Nostra Ætate del Concilio Vaticano II.

Nostra Ætate será mi tema. No reseñaré su historia ni haré su panegírico, sino que me concentraré en su herencia. Estoy seguro de que muchos de los que hoy están aquí valoran sus decisivos avances. A esto hay que agregarle los actos simbólicos del papa Juan Pablo II hacia el pueblo judío, que marcarán nuestros corazones para siempre. Por supuesto, no hay que dormirse sobre los laureles, e ignorar las dificultades de “recepción” que aún hoy experimenta el acercamiento judeo-cristiano, tanto de un lado como del otro.

Tampoco ignoramos que algunas decisiones muy recientes de la Iglesia católica han reavivado profundas heridas. Pero, en realidad, no pienso hacer hincapié en esas inquietudes, pues me gustaría aprovechar esta generosa invitación para llevar nuestra reflexión a una cuestión teológica (pero también ética) que nos concierne tanto a cristianos como judíos. Porque estos pequeños  contratiempos suscitan una pregunta de fondo: ¿Hasta dónde puede llegar nuestro reconocimiento de la espiritualidad hermana? ¿Cómo situar nuestra propia fe, que consideramos como “verdad”, frente a la del otro? En síntesis –y este sería el título de nuestra conferencia–: ¿de qué margen de maniobra disponen nuestras respectivas pertenencias para progresar en la apertura, sin contradecirse?

En el lado cristiano, la pregunta surgió tras el Concilio Vaticano II, precisamente como consecuencia del movimiento de apertura. El cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI, dijo que el Concilio había provocado una “inmensa conmoción que aún debía transmutarse en realidad positiva”. “Conmoción” es un término que se relaciona en primer lugar con el desconcierto. Abrirse al otro es salir de la propia autosuficiencia y por lo tanto, fragilizarse, correr un riesgo. Pero ese peligro ¿no es inherente al ejercicio de la fraternidad? No hay amor sin tener en cuenta al otro y, por lo tanto, sin adaptar la “agenda personal” en función de él, y más aún, sin entregarse a cierta confianza. Por eso el amor no sólo es apertura: también es valentía.

Irónicamente, la apertura de una tradición religiosa a otra, “competidora”, es percibida por algunos como una muestra de debilidad, como una negación de sí misma. Dialogar fraternalmente, es reconocerle dignidad y valor al otro. Esto induce a ubicarse humildemente, si no en un mismo plano, por lo menos en una misma escala. Pero si la verdad última puede encontrarse en otra parte, aunque sea en forma parcial, ¿por qué encerrarse, por qué seguir siendo judío o cristiano, por qué definirse en una identidad singular? El espectro que se perfila, como un pequeño demonio malicioso, es el que el papa Gregorio XVI en 1832, y más tarde, frecuentemente, en nuestra época, Juan Pablo II y Benedicto XVI, han llamado “indiferentismo”, y luego, “relativismo”. Se trata de la posibilidad de cumplir la voluntad divina y obtener la salvación mediante una conducta recta y honesta, sean cuales fueren las concepciones o convicciones metafísicas, es decir, en este caso, sin adherir a los dogmas y las normas de la Iglesia católica.

Es cierto que en una sociedad multicultural, desideologizada y fuertemente secularizada, existe un oportunismo consumista que alienta a que cada uno compre su propio producto espiritual. Se picotea  aquí y allá, sin involucrarse de un modo consecuente en nada. Es comprensible la preocupación frente a esta religiosidad sincrética de los tiempos posmodernos, que coquetea y sobrevuela, y no se compromete. Pero la apertura hacia la religión hermana plantea una cuestión completamente distinta. Nosotros compartimos valores fundamentales, y tenemos un canon de Escrituras en común. Sin embargo, hasta ayer, los judíos y los cristianos se miraban con hostilidad. La fraternidad viciada entre Jacob y Esaú consistía en saberse hermanos, pero considerando que, evidentemente, era el otro quien representaba el papel de Esaú, tosco y degradado… ¿Podemos mirarnos hoy como vías de salvación convergentes? ¿Admitimos que compartimos algo de la verdad revelada que les otorga una absoluta legitimidad a ambas? Esta es, más que nunca, la gran pregunta.

El papa Benedicto XVI fue a la sinagoga de Roma a confirmar “la irrevocabilidad” del diálogo judeocristiano. Este diálogo no debe considerarse como algo adquirido sino como un desafío. En mi opinión, la mayor esperanza suscitada por el Vaticano II fue poner en marcha un proceso para salir de esa lógica infernal predominante en la mayoría de las religiones, según la cual fuera de la propia parroquia, no existe una verdadera salvación. ¡Si hay una “conmoción que merece seguir transmutándose en realidad positiva”, es esta! No debe verse aquí una negación de sí mismo, sino, por el contrario, la expresión de lo más interior y admirable que posee el cristianismo. Al tender resueltamente la mano a las otras religiones monoteístas, hasta derribar antiguas y tenaces condenas conciliares, la Iglesia católica colocó las virtudes teologales por encima de toda dogmática.

El Concilio Vaticano II reveló algo que es fundamental para cualquier religión digna de ese nombre, y cuyo impacto aún no alcanzamos a medir: que el cuestionamiento de algunas antiguas certezas puede llegar a ser el acicate de la verdad, no su cuchilla; que la verdad es una conquista permanente, no un depósito clausurado; que el cuerpo de doctrina heredado por nuestras respectivas tradiciones no es vano, de ninguna manera, pero ciertamente, no es un fin en sí mismo. Es, más bien, la base sobre la cual debemos apoyarnos para elevarnos cada vez más hacia la verdad, hacia Dios. Cualquier retroceso en esta materia dejaría el gusto amargo de un sueño profético abortado, de un falso mesianismo…

Tratemos entonces de establecer el punto exacto en el que nos encontramos hoy. En la declaración Nostra Ætate, puede leerse: “La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones [judía y musulmana] hay de santo y verdadero. […] No pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres”. En Lumen Gentium, se dice ya que “los que todavía no recibieron el Evangelio, también están ordenados al Pueblo de Dios”. Y se agrega de inmediato que “si ignoran el Evangelio sin culpa de su parte”, “pueden también ellos recibir la salvación eterna”. Observo con interés que la “ignorancia del Evangelio” no significa ignorancia de su contenido, sino la no adhesión de la conciencia: lo que Pío IX denominaba “ignorancia invencible”. Observo además que en Gaudium et Spes (que también emana del Concilio Vaticano II), se considera que “la Gracia obra de manera invisible en el corazón de todos los hombres de buena voluntad”, y que “el Espíritu Santo les ofrece a todos la posibilidad de que, en una forma sólo conocida por Dios, se asocien al misterio pascual”.

Todas estas formulaciones traducen, sin ninguna duda, la voluntad sincera de la Iglesia de reconocer valores espirituales y morales fuera de su propio ámbito. Sin embargo, parecería que al decir que las otras religiones están “ordenadas” al pueblo de Dios, las relega al “limbo” de la única verdad crística. Nos encontramos así en una concepción casi hegeliana, en la cual la historia del Espíritu es una sucesión de aproximaciones que, como un andamiaje, terminan por ceder para que resplandezca la verdad crística última.

Según esta concepción, el hombre de buena voluntad es un proto-cristiano, un catecúmeno inconsciente, o un “cristiano anónimo”, para tomar la expresión del teólogo Kart Rahner. El otro reconocido es, a la sombra de uno mismo, un satélite. Específicamente con respecto al judaísmo, he leído en algunos textos recientes del Magisterio que los judíos todavía están “bajo el dominio del pecado”, porque desconocen la fe en Cristo, “y creen más bien en la observancia de la Ley”, a pesar de que ésta “nunca fue suficiente para justificar a quienes se le sometían, y se volvió ella misma un instrumento de la codicia”. Leo en la pluma de un teólogo autorizado que “querer reconocer en esas religiones (judaísmo, islam) una mediación de la salvación independiente de la de Cristo, equivaldría a justificar sus obras”, y esto sería contrario a “la afirmación imprescriptible de la justificación sólo por la gracia de Dios a través de la fe”. Seguimos en la dificultad no superada que señalé antes.

Para ser franco, tampoco hay demasiados avances en el lado judío. Por cierto, el judaísmo rabínico –que suele ser tildado de etnocéntrico– parte de un punto de vista más universal, ya que desde muy temprano, y en forma general, admitió que existían vías de salvación eficaces fuera de la conversión al judaísmo: por ejemplo, en el concepto talmúdico de “justos entre las naciones”, que se aplica a todos los hombres de buena voluntad que actúan con rectitud, especialmente en el mundo cristiano o musulmán. Pero, como ustedes saben, los judíos no tenemos, ya no tenemos, un gran Sanedrín (un magisterio supremo), y en muchas cuestiones, un texto o un maestro puede contradecir a otro. De modo tal que a algunas corrientes radicales aún les resulta muy difícil reconocer vías de justicia y de fe auténtica en otras grandes religiones, y creen que fuera de la Torá no hay una verdadera salvación o, en todo caso, una que es sólo secundaria, periférica. A otros también les cuesta otorgarle al cristianismo el carácter de religión monoteísta, en razón de la doctrina de la Trinidad y de la encarnación divina.

Por último, les resulta difícil entender que la adoración a Jesús puede convertirse en gracia y salvación, y hasta en un poderoso móvil de amor y de justicia, cuando ellos sólo creen en el cumplimiento de las prescripciones de la Torá… La virtud más importante del diálogo interreligioso es, sin duda alguna, dejar atrás la vanidad que consiste en querer vencer a toda costa al otro. Uno tiende a reírse de la futilidad de sus propios clichés, a liberase de ciertas premisas de un razonamiento que,  inconscientemente, llevan a formular juicios implacables.

Y, al mismo tiempo, entiende mejor la especificidad de cada uno, la riqueza de su propia tradición y su tesoro irreemplazable. Pero ¿qué hay que hacer si se quiere ir más allá del respeto y la amabilidad? Dos cosas. La primera nos es sugerida, una vez más, por un decreto del Vaticano II, con su exigencia de “emulación fraternal”. Es lo que corresponde en el judaísmo al majlóket le-shem shamáim, la controversia “sólo por el nombre de Dios”, desinteresada y cordial, que es elogiada por su asombrosa fecundidad. Para practicarla, es necesario salir de la lógica binaria, del tercero excluido, como lo señala este conocido relato talmúdico: “Durante tres años las escuelas de Shamái y de Hillel estuvieron enfrentadas, ya que cada una de ellas pretendía ser la verdadera poseedora de la halakah (la regla a seguir), hasta que una voz celestial proclamó: “¡Lo que dicen unos y otros son palabras del Dios vivo!” Atención: esto no significa que todo es lo mismo… El cuento talmúdico prosigue diciendo que, sin embargo, prevaleció la vía de Hillel, por ser más humilde, más humana, por estar más a la escucha del otro. Se privilegió esa vía, pero no por eso se excluyó a la de Shamái. Por otra parte, fue el debate con Shamái lo que forjó la vía de Hillel. No se sale “indemne” de una verdadera confrontación de ideas, sino más afilado y más sagaz, más cerca de los hombres y de Dios.

Lo segundo que hay que hacer para avanzar es repensar la idea de verdad revelada. Nuestras respectivas tradiciones comparten una convicción fundamental: Dios se hizo “logos”. Para los cristianos, ese logos se hizo carne en Jesús, y para los judíos, palabra viva de la Torá. Debemos admitir que las tradiciones religiosas son declinaciones de ese logos (del “Espíritu Santo ofrecido a todos”), pero que su sentido último todavía está lejos de todas. Así es el valor de verdad de cada  una: como un vector con una trayectoria distinta, orientada hacia una misma cumbre. No tanto lo que las religiones han dicho y establecido, en el pasado o en el presente, sino ese camino que las lleva hacia lo absoluto. He encontrado en diversos teólogos cristianos contemporáneos formulaciones muy sutiles, que intentan realizar la articulación entre las vías particulares y universales de las religiones.

Lamentablemente, no puedo desarrollar aquí sus reflexiones, pero creo que su análisis constituye una tarea prioritaria a la que deberemos sumarnos. En esas reflexiones aparece la idea común de que lo universal se implantó en lo particular, lo absoluto en lo relativo, lo divino en el espíritu humano. Es, sin duda, una “kénosis”, pero la de un capullo en gestación. “La verdad brotará de la tierra”, dice el salmo (85,12). La Iglesia aún es “peregrinante”, y sufre “dolores de parto”, confiesa Lumen Gentium. La obra espiritual consiste ahora en hacer eclosionar lo universal del seno de lo particular. Y sólo el diálogo interreligioso puede y debe hacerlo, urgentemente. ¿Por qué? Porque uno solo no puede hacer lo universal.

Permítanme cerrar este intento de reflexión con una figura mítica de lo que acabo de esbozar, a partir de mi tradición (pero que también es la de ustedes). Recordemos que en el relato de la torre de Babel, Dios destruyó la pretensión dominadora de una humanidad pagada de sí misma, confundiendo su lenguaje, de todo que desde ese momento cada uno sólo pudo entender la lengua de su clan. Durante mucho tiempo estuvimos en esa situación, y así estamos todavía, en gran medida, al querer imponer nuestro propio vocabulario.

Pero desde hace 50 años se hace oír un “kol demamá daká, un hilo sutil de voz divina”, como dice el Libro de los Reyes, una “glosolalia”, como dicen los Hechos de los Apóstoles: un lenguaje todavía inarticulado, pero que incluye ya a todas las lenguas de la tierra. De la torre de Babel, sólo quedan algunas piedras dispersas. Los constructores deben volver a comunicarse. Sólo con esa condición podrán construir, no ya una torre, sino un Templo: su piedra angular, otrora desechada, será colocada al final por el conjunto de las naciones y de las religiones, al unísono. “Casa de oración para todas las naciones”, ese Templo será erigido porque se cumplirán las extraordinarias palabras del profeta Sofonías: “Entonces, les daré a los pueblos un lenguaje puro, para que todos invoquen el nombre del Eterno, y lo sirvan de común acuerdo”.

 

Traducción del francés: Silvia Kot

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