En todo el mundo las universidades ya no son lo que eran. O por lo menos, ya no son esos tranquilos enclaves de otras épocas, esas “torres de cristal” en las que su responsabilidad social se agotaba en el cumplimiento, intramuros y a su modo, de las funciones básicas de docencia e investigación que por definición tienen asignadas.Las universidades de hoy, mucho más complejas y abiertas a los reclamos de su sociedad, sin desconocer sus funciones sustantivas de docencia e investigación, están obligadas a definirlas y llevarlas a cabo, no en función de sus propios intereses corporativos, sino teniendo en cuenta las necesidades y requerimientos de la sociedad que las ha creado y las sostiene. Hay incluso quienes hablan de “una tercera función sustantiva”, la de innovación y transferencia del conocimiento a la sociedad, expresión algo más concreta pero también más limitada que la conocida función de extensión de la tradición universitaria latinoamericana.
Que las universidades de hoy deban estar mucho más atentas a las señales y carencias de su medio y tener en él una presencia mucho más activa y más fuerte no significa reincidir en la vieja idea de una “universidad militante”: aquella que cree que su función social sólo se cumple cabalmente si sale de sí misma, extramuros, tomando posición frente a cuanto conflicto o cuestión sensible existe y asumiendo funciones de acción social directa, confundiéndose así con otras instituciones cuyo cometido básico es precisamente ése.
Tanto en las avanzadas sociedades del conocimiento como en las que están camino de serlo o incluso las que están bastante lejos de ella, lo que se requiere de la universidad son aportes significativos y pertinentes para resolver los grandes problemas y desafíos que plantea el funcionamiento y desarrollo de esas sociedades en las que el conocimiento ha venido a ser la base y condición para su desarrollo. Pero no se trata simplemente de inmiscuirse de cualquier modo en todos los problemas y conflictos que aquejan a la sociedad, sino de hacer aportes concretos que deriven sustancialmente de lo que a la universidad le corresponde específicamente hacer, que es generar conocimientos, comunicarlos a través de la enseñanza, y transferirlos a la sociedad que la contiene y la sostiene.
Lo que domina, hoy
Algunos de esos aportes, que por lo general responden a requerimientos del sector productivo o del sector público, se expresan en la forma de consultorías, peritajes, contratos de investigación, patentes, participación en parques tecnológicos, acompañamiento de emprendedores que inician nuevas empresas, programas de actualización y capacitación a medida, participación en redes y alianzas diversas, y muchas otras expresiones de su compleja vinculación con los sectores mencionados, impensables hace no muchos años. Hay incluso reconocidos autores que han investigado las características, el quehacer y los efectos o impacto de un nuevo modelo al que llaman “universidades emprendedoras”.
Todas estas nuevas respuestas de la universidad a los requerimientos y demandas de la sociedad compleja de hoy, sin duda necesarias, plantean sin embargo problemas y dilemas complicados. Por un lado, es sabido que en la mayoría de los casos el desarrollo de esa función de transferencia está muy asociado a la necesidad de las instituciones universitarias de conseguir recursos para complementar presupuestos escasos que el Tesoro Público o los aranceles en muchos casos ya no logran cubrir plenamente: sin ese
complemento, es verdad, difícilmente podrían sobrevivir. Y, por otro lado, es legítimo preguntarse si ese tipo de respuestas, con ser múltiples y sin duda importantes, agotan la responsabilidad social de las universidades. Hay orientaciones inteligentes para considerar estos problemas en Más allá de la torre de marfil, un delicioso libro de Derek Bok, presidente de la Universidad de Harvard durante dos décadas.
El libro es parte de una valiosa colección de textos sobre la universidad que está presentando la universidad de Palermo, en una iniciativa que nos acerca, en español, la más importante tradición universitaria angloamericana, no muy difundida entre nosotros, que ha sabido construir un sistema universitario considerado hoy, si no el mejor, entre los mejores del mundo. Frente a las múltiples demandas y presiones que el mercado plantea a la universidad, o frente a las muchas oportunidades que se abren para ella, Bok enuncia dos condiciones que se comportan al modo de principios orientadores. Una es que, para aceptar involucrarse en proyectos vinculados a esas demandas, la universidad debiera ser el único, o casi el único, actor social que puede realizar la tarea que se le propone, porque no se dispone de instancias de gobierno, empresas, profesionales, ONG u otras organizaciones que puedan realizarla competentemente. Y la otra condición es que la tarea debe dejar algo sustantivo a la institución: un aprendizaje, una oportunidad de formar a sus estudiantes que no puede ser igualada o sustituida, un desafío a sus profesores e investigadores para que adquieran una experiencia que no se logra en los claustros, en suma, una oportunidad de hacer más efectivo su compromiso con la pertinencia. Por lo tanto, no basta con que el proyecto sea rentable o útil para conseguir fondos, aunque ellos sean necesarios y haya que conseguirlos.
Estos principios tienen una ponderable utilidad práctica, porque ante los diversos requerimientos para intervenir en este tipo de problemas o para aprovechar las oportunidades que suelen surgir, ayudan a los responsables de las instituciones a orientar sus decisiones, lo mismo que ayuda mucho contar con un proyecto institucional claramente definido y razonablemente compartido por la comunidad académica.
Lo que domina no es todo
La responsabilidad social de la universidad moderna, sin embargo, va mucho más allá de lo que suele hacer, aun cuando lo haga bien, respondiendo a las demandas y requerimientos del mercado o del sector público. Bok menciona, en este sentido, una serie de respuestas académicas y no-académicas, que en el fondo son compromisos y obligaciones de carácter ético, a los cuales la universidad moderna no puede sustraerse o renunciar. Entre ellas menciona algunas que raramente, al menos entre nosotros, suelen
considerarse como parte de la responsabilidad social de las universidades.
Las políticas de admisión, por ejemplo, que sin dejar de seleccionar debieran asumir un carácter más inclusivo, para que las minorías (y en nuestro caso las nuevas cohortes de ingresantes, que son en sus familias la primera generación que tiene ante sí la opción de la universidad) puedan aprovechar efectivamente la oportunidad que se les abre.
La responsabilidad social también tiene que ver con la atención que se debe prestar a los efectos o impacto de los nuevos conocimientos que se generan. El desarrollo científico y las innovaciones tecnológicas nunca son neutros, y cabe a la universidad indagar en sus posibles efectos sociales o ambientales negativos o perversos antes de transferirlos alegremente y sin evaluación alguna en cumplimiento del contrato firmado.
También es parte de la responsabilidad social la transparencia de su propia gestión, la corrección en el trato con sus alumnos y su personal, el ejemplo institucional del que también se aprende, la existencia de reglas de juego claras y equitativas para todos miembros de la comunidad académica, la atención a los grandes problemas colectivos que son muchos más que los que derivan de su relación con el sector productivo o con el Estado, la mirada objetiva y de largo plazo a la que no puede renunciar aun cuando
todos estén enfocados en las urgencias cotidianas.
¿Y qué decir de la responsabilidad por la formación moral de los estudiantes, a lo que solemos prestar tan poca atención? En un capítulo cuya lectura me permito aquí recomendar, Bok da cuenta de que ello ha sido siempre una preocupación importante de la universidad norteamericana, que ha habido intentos diversos a lo largo del tiempo para favorecer el desarrollo moral de los estudiantes, aun cuando no se puede decir que las respuestas hayan sido contundentes. Y al repasar cuidadosamente los argumentos y razones que lo dificultan, recuerda que las disciplinas hace tiempo que se han ido independizando de la ética y que ello es parte de la cultura académica dominante; que en la sociedad pluralista en la que vivimos no sólo hay filosofías políticas en conflicto sino que el “código moral común” de otras épocas tiene cada vez menos vigencia; que el poder de la educación formal es ciertamente limitado porque la formación en valores depende más del ejemplo de los pares y de las figuras públicas que del plan de estudios; que siempre está el riesgo, que todos tememos, de que la educación en valores sea confundida con el adoctrinamiento ideológico o sea aprovechada para ello; que podemos dudar, en fin, de la calificación o competencia de muchos profesores para hacerlo bien. Todo esto es ciertamente parte del problema, pero debiéramos ser conscientes de que las universidades deben necesariamente ser parte de la solución. Si en la universidad norteamericana ha habido y hay, como dice Bok, diversos intentos para responder al desafío, da la impresión que entre nosotros no hay siquiera conciencia de ello. Y es por aquí, en mi opinión, por donde cabría empezar, generando espacios donde el tema se debata seriamente y sin dogmatismos, como corresponde a toda universidad: hacerse cargo, por lo pronto, de la formación ciudadana de los futuros graduados, tan ausente en nuestros días; crear para ello ámbitos donde sea posible trabajar en el desarrollo del razonamiento moral en los estudiantes; saber, en fin, que en esta materia importan las perspectivas conceptuales pero sobre todo importan los ejemplos, tanto personales como institucionales. Y ser conscientes de que todo ello es también parte de la responsabilidad social de las universidades.
El autor es rector de la Universidad Blas Pascal.