¿Qué significado histórico y qué proyección en el presente tiene la Revolución de Mayo de hace doscientos años?Quien escribe estas líneas recuerda en su niñez los títulos de la legendaria revista Billiken referidos a la gesta histórica; anunciaban: “Nace la Patria”. Esta es precisamente la respuesta que suelen dar muchos chicos cuando se les pregunta qué celebramos el 25 de mayo de 1810, fecha que a menudo confunden con la de la ruptura explícita que los representantes de las Provincias Unidas del Río de la Plata reunidos en el Congreso de Tucumán el 9 de julio de 1816.

Si bien la Revolución porteña de Mayo impulsó el proceso que llevó a la independencia, no debería confundirse con la fecha de ruptura emancipatoria: el 25 de mayo se constituyó una Junta de Gobierno Provisional que decidió gobernar provisoriamente en nombre del rey español Fernando VII, por entonces cautivo de las fuerzas francesas que habían invadido la península ibérica, hasta que el “Rey Deseado” retornase a su trono. Esta decisión siguió el camino que habían recorrido las Juntas de ciudades españolas como Sevilla y Cádiz ante el vacío de autoridad en la metrópoli. Entre los representantes de esa Primera Junta de Buenos Aires convivieron miembros que procuraron mantener la figura del virrey español Baltasar Hidalgo de Cisneros al frente de la Junta, con otros que deseaban la independencia del Río de la Plata.

Esta última opción no tenía un significado unívoco; cubría un amplio espectro, que incluía la candidatura de príncipes europeos, de la Infanta Carlota Joaquina o la figura de un Inca como conductor de las provincias rioplatenses; las dos últimas contempladas por un porteño que resistió las invasiones inglesas de 1806 y 1807, participó de la gesta de Mayo y fue el creador de la Bandera y la Escarapela de la futura nación: Manuel Belgrano.

La afirmación que sostiene que la Revolución de Mayo de 1810 en Buenos Aires es sinónimo del nacimiento de la Patria requiere, como paso previo, contestar tres interrogantes encadenados entre sí en los que están en juego mitos nacionales largamente anclados en nuestro inconsciente colectivo por medio de la educación: ¿qué significaba patria en la década iniciada en 1810?, ¿qué significaba ser argentino en ese mismo período? Y ¿qué importancia tuvo Buenos Aires en el proceso histórico transcurrido entre la Revolución de Mayo en Buenos Aires y la Declaración de la Independencia en el Congreso de Tucumán seis años más tarde?

 

Patria en 1810

En los tiempos coloniales los habitantes de Buenos Aires contaron con dos niveles diferenciados de identidad: la estrictamente local –que comprendía la ciudad-puerto y sus alrededores– y la de mayor alcance, la hispanoamericana.

La identidad local de “patria” está presente en estas afirmaciones de Esteban Echeverría, figura clave de la generación de 1837, en su Dogma Socialista (1846): “La patria para el correntino, es Corrientes; para el cordobés, Córdoba… para el gaucho, el pago en que nació. La vida e intereses comunes que envuelve el sentimiento nacional de la patria es una abstracción incomprensible para ellos, y no pueden ver la unidad de la república simbolizada en su nombre”. Si tomamos en cuenta esta afirmación de Echeverría, el concepto de “patria” que nace en mayo de 1810 –y vigente aún en el momento en que escribe el autor de El Matadero– no era equivalente al conjunto del territorio de la República Argentina (pues no hubo Estado nacional argentino hasta la década de 1860), ni tampoco el heredero del espacio del ex Virreinato del Río de la Plata (que entre las décadas de 1810 y 1860 sufrió un proceso de fragmentación política del cual emergieron muchas de las actuales provincias del Interior mediterráneo y del Litoral argentino como mini- Estados con pretensiones de autonomía frente a los vanos esfuerzos centralizadores de Buenos Aires en ese período de guerras civiles).

Por su parte, la identidad hispanoamericana puede rastrearse en los versos de la primera versión del Himno Nacional argentino, compuesto en Buenos Aires por el porteño Vicente López y Planes (letra) y el catalán Blai Pareia i Moret –Blas Parera– (música) y aprobado como “Marcha Patriótica” el 11 de mayo de 1813 por la Asamblea del Año XIII. En sus estrofas aparecen mencionadas localidades como México, Quito, Potosí, Cochabamba, La Paz, Caracas, La Colonia; y regiones como la Banda Oriental, que no pertenecen actualmente a la República Argentina, pero tienen en común su pasado como colonias hispanoamericanas. A su vez, esa mención convive con la referencia tanto a sitios del territorio nacional, como San José, San Lorenzo, Suipacha, ambas Piedras, Salta y Tucumán, como a las Provincias Unidas del Sud, entidad de la cual Buenos Aires pretendió ser la cabeza rectora, como lo había sido del Virreinato del Río de la Plata entre los años 1776 a 1810, y que culminó con el fin de este experimento centralista en 1820.

Esta convivencia de identidades en el papel refleja dos nociones diferentes de patria. Por un lado, la vinculada a Buenos Aires y el territorio que las autoridades porteñas podían llegar a controlar en su pretensión de restaurar la autoridad centralizada del ex Virreinato rioplatense; y por el otro, la más amplia, vinculada a la identidad hispanoamericana. No es casual que el primer gran conflicto internacional del gobierno de Buenos Aires como entidad independizada de España fuese la guerra con el Imperio de Brasil entre 1825 y 1828: la ex colonia portuguesa era para los porteños el “otro” cultural, en tanto entidad no hispanoamericana.

Otro sugestivo indicador de la existencia de una “patria” de alcance hispanoamericano –y de la voluntad de liderazgo porteña en el proceso emancipador– aparece en la siguiente estrofa de la antigua Marcha Patriótica: “Buenos Aires se pone a la frente de los pueblos de la ínclita unión/y con brazos robustos desgarran/al ibérico altivo León”. Y una tercera pista podría hallarse en la coincidencia de los colores elegidos por Manuel Belgrano en 1812 para crear la Bandera y la Escarapela del nuevo gobierno con epicentro en la ex capital del Virreinato del Río de la Plata, los escogidos por French y Beruti para repartir entre los vecinos porteños ese lluvioso 25 de mayo de 1810, y los tomados por varias naciones hispanoamericanas, entre ellas Uruguay, Nicaragua, Guatemala y Honduras.

¿A qué se debió la coincidencia? ¿Todos ellos se inspiraron en el azul del mar y el blanco del cielo, como reza el aria de ópera Aurora devenida en canción de la Bandera? ¿Por qué French y Beruti utilizaron los mismos colores en los que Belgrano se inspiraría dos años después? ¿Y por qué son los mismos de otras naciones? La respuesta es que tomaron como patrón de referencia los colores azul y blanco de la Casa de los Borbones españoles, reinante en el siglo XVIII.

 

Ser argentino en 1810

Así como el concepto de “patria” no era unívoco, sino que reconocía un alcance local y otro regional hispanomericano, lo propio ocurrió con el de “argentino”, que ni en 1810 ni en 1820 era equivalente al término tal como lo usamos a partir de la década de 1860. De acuerdo con José Carlos Chiaramonte en su libro Ciudades, Provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800- 846), en aquellos primeros tiempos el nombre de “Argentina” sólo era aplicado con referencia a una jurisdicción mayor que la de Buenos Aires, cuando se daba por supuesto que ese territorio se encontraba bajo la égida de dicha ciudad. Esa “Proto-Argentina” era: Buenos Aires más el territorio circundante que la ciudad-puerto estuviera en condiciones de controlar. Chiaramonte recupera una anécdota de José María Paz, quien cuenta en sus memorias que en 1839 una hija del general Ignacio Álvarez Thomas (peruano de Arequipa, pero Director Supremo Interino de una Buenos Aires independiente) le había dicho a su sirvienta: “Tú, Gertrudis, eres argentina y no debes emplearte en servicio de una familia provinciana, pues eres mejor que ella”. Los Álvarez se consideraban “argentinos” por haberse “avecindado” en Buenos Aires. En cambio, un nativo de Córdoba que

no viviera y poseyera casa en Buenos Aires era cordobés (siempre que poseyera casa en Córdoba, es decir, fuese “vecino”), y era asimismo “español americano”, pero no “argentino”, concepto reservado para los vecinos de Buenos Aires y sus inmediaciones. Chiaramonte aclara que en las décadas de 1810 y 1820 los provincianos del Litoral y del Interior rechazaban el uso del término argentino por considerarlo sinónimo de porteño, y algunos porteños tendían a utilizarlo como reflejo del supuesto de su hegemonía en el futuro Estado nacional. Pero al producirse el vuelco del sentimiento predominante en Buenos Aires, que llevó a la provincia a ser la más fuerte partidaria del autonomismo luego del fracaso de los sucesivos intentos centralizadores y recreadores del espacio ex virreinal por parte de las autoridades porteñas, la aplicación del término argentino sufrió una inversión: pasó a ser rechazada por los nativos de Buenos Aires y reclamada por los hombres del Litoral y del Interior, quienes criticaban a los porteños por esa exclusión que juzgaban discriminatoria.

Así, el caudillo cordobés José María Paz le advirtió al porteño Juan Lavalle en 1829: “Cualquiera que sea la acepción en que Ud. ha usado la voz ‘argentino’, también debo yo decir que lo soy”. Asimismo, en el cuestionamiento de 1832 del gobierno correntino de Pedro Ferré a la tesis de la soberanía absoluta de Buenos Aires y los intereses económicos a ella vinculados, expuesta por Pedro de Angelis, el caudillo de la provincia litoraleña no dudó en utilizar una invocación intencionalmente significativa: “Argentinos: habéis tenido a la vista la contestación…” del gobierno de Corrientes a Buenos Aires).

 

Buenos Aires, antes y durante la Revolución de Mayo

Desde el período colonial Buenos Aires se destacó no sólo por su ubicación geográfico-económica privilegiada como ciudad-puerto, situada en la intersección del tráfico comercial hacia Europa por el Atlántico, por un lado; y hacia los mercados del Litoral e Interior mediterráneo, por el otro. Dicha ubicación naturalmente privilegiada fue tempranamente advertida por los comerciantes porteños y por autoridades españolas residentes en ella, pero no por los reyes Austrias o Habsburgos de los siglos XVI y XVII, más sensibles a los intereses de México, Perú y el Alto Perú por su aporte de oro y plata que a los de Buenos Aires, la cual no contaba con esta fuente de riqueza. El evidente contraste entre la ubicación privilegiada de Buenos Aires como llave del tráfico comercial entre los ríos de la Cuenca del Plata y el Atlántico, y el desinterés de una Corona de Madrid muy influida por las presiones del lobby de comerciantes limeños, estimuló en los comerciantes porteños –mucho antes de la Revolución de Mayo de 1810, e incluso de las invasiones inglesas de 1806 y 1807– un sentimiento de rebeldía respecto de las regulaciones comerciales impuestas por la Corona.

Durante este período, los comerciantes porteños no aceptaron el status secundario que Madrid otorgó a Buenos Aires, ni el sistema de flotas y galeones, que para los bolsillos porteños implicaba un costo de entre 500 y 600% por encima de los costos originales. Al contrabandear productos británicos vía la Colonia del Sacramento (hoy Colonia, Uruguay), ubicada al otro lado del Río de la Plata, comerciantes porteños y autoridades españolas residentes en la ciudad-puerto asociadas a dichos intereses ante la lejanía de la Corte hispana, pasaron por alto la ilegalidad de origen de estos bienes, cuyo comercio estaba expresamente prohibido por la política de monopolio comercial vigente  durante los siglos mencionados.

Con el nuevo siglo, también cambió la dinastía real y el lugar ocupado por Buenos Aires en los planes de la nueva familia real, los Borbones, de origen francés, la cual, a diferencia de sus antecesores, puso sus ojos en la importancia estratégica y económica de la región rioplatense, objeto potencial de la expansión portuguesa y ascendente centro de comercio de contrabando. Como fruto de este cambio de prioridades, acentuadas por las urgencias fiscales derivadas de la participación militar española en la Guerra de los Siete Años (1756- 1763)1, Buenos Aires pasó de ser un oscuro puerto ilegal dedicado al contrabando, a capital del Virreinato del Río de la Plata. Pero a pesar de este nuevo status –consagrado por la Real Cédula del 1º de agosto de 1776– y del cambio de política económica de Madrid hacia sus colonias (por el Reglamento de Libre Comercio del 12 de octubre de 1778), el espíritu rebelde de los porteños no amenguó. Más bien, lo contrario: aceleró el camino que condujo a la Revolución de Mayo primero y a la independencia después.

Pero, además, la nueva capital del Virreinato del Río de la Plata resistió con valor y eficacia dos invasiones inglesas en 1806 y 1807, ante la cobardía de su virrey residente (el marqués Rafael de Sobremonte) y la falta de reacción adecuada de los oficiales militares españoles a la situación de crisis. Este hecho, aunque circunstancialmente traumático, incrementó la autoestima de los porteños para decidir sus propios asuntos internos y también el peso de cuadros militares organizados para enfrentar al invasor. Uno de ellos, el regimiento de Patricios, cumplió un rol crucial en los agitados  días de mayo de 1810, y su jefe, Cornelio de Saavedra, fue elegido presidente de la Primera Junta Provisional de Gobierno que reemplazó al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros. Dicho cambio, a su vez, fue inducido por el vacío de poder monárquico en España provocado por la invasión napoleónica a la península ibérica, fue el primer capítulo de un proceso que llevó, el 9 de julio de 1816, a la declaración de independencia de las distintas provincias constituyentes del ex Virreinato respecto de sus lazos coloniales con España, formalizado en la histórica casa de San Miguel de Tucumán. Manuel Belgrano –un hijo de Buenos Aires que hasta había llegado a pensar en la entronización de la princesa Carlota Joaquina por considerar que su legitimidad de origen era más

sólida que la de una Junta Central erigida por el colapso de la monarquía española y no por la voluntad de la población–, desencantado ante contradicciones e intrigas, cambió su rumbo. En 1810 unió su camino al de otro hijo de esta ciudad rebelde, Mariano Moreno, quien, a pesar de haber apoyado la asonada del 1º de enero de 1809 y de no abrir la boca en el Cabildo Abierto de Mayo de 1810, pronto se convirtió en el alma intelectual de la Revolución porteña.

El 22 de mayo de ese año, Belgrano concurrió al Cabildo Abierto para votar la cesantía del virrey Cisneros, finalmente concretada en la histórica jornada del 25, de la cual el ex secretario de Comercio virreinal, impulsor del primer periódico del Río de la Plata y de la fisiocracia, emergió como vocal de la Primera Junta de Gobierno conformada en Buenos Aires. La presencia de focos de cuestionamiento a lo ocurrido en la ex capital del Virreinato en la Banda Oriental, el Litoral y Córdoba encontró a Belgrano, como en 1806 y 1807 frente a las tropas inglesas, empuñando otra vez la espada para defender el cambio ocurrido2. Así, el 4 de septiembre de 1810 es designado  comandante de las fuerzas destinadas a la Banda Oriental, y el 22 de ese mismo mes, General

en Jefe de la Expedición Militar a los pueblos de la Banda Oriental, Santa Fe, Entre Ríos y Paraguay. En una significativa carta escrita a Moreno en Bajada del Paraná el 20 de octubre, el futuro creador de nuestra Bandera le contaba al más ardiente revolucionario de los miembros de la Junta de Mayo que “anoche se han divertido los oficiales cantando una cancioncita patriótica, que me ha gustado mucho (…) ¿Y qué diré a V. (Ud.) para agradecerle los doscientos Patricios. Con este socorro ya nada hay que temer: créamelo V., amigo mío; su Belgrano hará temblar a los impíos que quieran oponerse a nuestro Gobierno, por los lugares donde vaya el Ejército que me ha confiado (…) Deje V. a mi cuidado el dejar libre de Godos el País de nuestra dependencia (…) Haré cuanto pueda para dar a V. pruebas de que pienso como V. por la Patria, no quedará un fusil, ni un solo hombre malo en la Provincia del Paraguay, y no dude V. que mi rapidez, si la Naturaleza no se trastorna, será como la del rayo, para reducir a nada, si es posible, a los insurgentes de Montevideo; me quemo cuando pienso en esa canalla (…)”. Apelando a los autores contractualistas como Jean-Jacques Rousseau y el padre jesuita Francisco de Vitoria, Moreno no dudó en avalar la postura independentista de Belgrano, otorgándole argumentación jurídica no exenta de vehemencia y

pasión. En el número 24 de la Gazeta de Buenos Ayres del 15 de noviembre de 1810 afirma que “los pueblos, origen único de los poderes de los Reyes, pueden modificarlos, por la misma autoridad con que los establecieron á el principio”, y en el Nº 27 del 28 de noviembre, define como “una quimera” la pretensión “que todas las Américas españolas formen un solo estado” y, si bien no duda en calificar como “admirable” el “modelo federaticio” propuesto por Thomas Jefferson en los Estados Unidos y ejecutado en los Cantones Suizos, siente que “difícilmente podría aplicarse a toda la América”, expresando en cambio la convicción, extraña en un hombre de la ciudad de Buenos Aires, pero a la vez inequívocamente jeffersoniana, de que “las provincias (…) formasen separadamente la constitución conveniente á la felicidad de cada una; que llevase siempre presente la justa máxima de auxiliarse y socorrerse mutuamente: y que reservando para otro tiempo todo sistema federaticio, que en las presentes circunstancias es inverificable, y podría ser perjudicial, tratasen solamente de una alianza estrecha, que sostuviese la fraternidad, que debe reynar siempre, y que unicamente puede salvarnos de las pasiones interiores, que son enemigo mas terrible para un estado que intenta constituirse; que los exercitos de las potencias extranjeras, que se le opongan”.

Sabias palabras de Moreno, que lamentablemente la elite porteña no tuvo en cuenta: entre la Revolución de Mayo de 1810 y la caída del Directorio Supremo del Río de la Plata en 1820, intentó inútilmente imponer a las provincias su control y variantes de Constituciones centralistas por medio de la fuerza. El resultado: la fragmentación del ex espacio virreinal en mini-Estados provinciales, laxamente unidos entre sí. Precisamente el escenario sugerido por Moreno en la cita. Como advierte Luis Alberto Romero, director de Argentina 200 años (Volumen 1: La primera experiencia revolucionaria, 1810- 1819), la semana de Mayo fue una revolución en Buenos Aires cuya Junta de Gobierno fue reconocida por algunas de las ex provincias del Virreinato (entre junio y noviembre de 1810, Santa Fe, San Juan, San Luis, Corrientes, los pueblos misioneros, Salta Tarija, Tucumán, Santiago del Estero, Jujuy, Chuquisaca y La Paz), pero no por los cabildos de Córdoba y Paraguay, que reconocieron al Consejo de Regencia español.

Y aun entre las filas de las provincias que reconocieron el poder de Buenos Aires, no tardó en manifestarse el rechazo a los intentos centralizadores que emanaron del epicentro de la Revolución de Mayo.

 

¿Qué significado tiene o debería tener hoy la gesta de Mayo?

Contra lo que muchos argentinos creen, la Revolución de Mayo no gestó la patria argentina: consolidó la porteña, existente desde años antes. Pero ello no implica quitarle mérito a un proceso que, con su epicentro en Buenos Aires fue el detonante imprescindible del camino que llevó a la independencia declarada en Tucumán seis años después. Asimismo, el Bicentenario de la Revolución de Mayo debería hacernos reflexionar colectivamente sobre los proyectos e ideales de los hombres de la Junta, dos de cuyas expresiones más notorias proceden de dos hijos de la rebelde Buenos Aires: Belgrano y Moreno. Ambos actuaron con una falta de mezquindad que deberíamos tratar de imitar, al menos como aspiración, tanto gobernantes como gobernados de esta Argentina de hoy, para que el próximo Centenario de la Revolución de Mayo haga mayor honor al legado que éstos –y otros notables hombres que les sucedieron– nos han dejado.

 

El autor es profesor en las universidades de Buenos Aires, Di Tella y San Andrés y en el Instituto Superior del Servicio Exterior de la Nación y en FLACSO.

 

1. La Guerra de los Siete Años (1756-1763) es el nombre europeo de la Guerra franco-india en la historiografía norteamericana. Iniciada como producto del enfrentamiento entre las fuerzas británicas – comandadas por un colono americano nacido en Virginia, llamado George Washington– y las francesas en la frontera entre Estados Unidos y Canadá, esta guerra tuvo lugar en diversos escenarios: el americano, el europeo, el del sudeste asiático, lo cual hizo que el primer ministro británico Winston Churchill la definiera como la verdadera Primera Guerra Mundial de la historia. Si bien, a diferencia de España, Gran Bretaña finalizó este conflicto gananciosa desde el punto de vista territorial, pues arrebató a Francia Canadá e India, los enormes gastos derivados no sólo de la guerra sino del financiamiento de las fuerzas militares acantonadas en territorio canadiense llevarían a la Corte de Londres a incrementar la presión fiscal hacia las colonias angloamericanas, lo cual desencadenaría la rebelión de estas últimas y la independencia de los Estados Unidos.

2. En su Autobiografía Belgrano dice que después de las invasiones, para su sorpresa, las tropas de un regimiento lo eligieron comandante y tuvo que tomar clases para aprender a manejar armas.

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