En el término de pocas semanas hemos sido testigos, a través de los medios de comunicación, de dos catástrofes de enormes proporciones: los terremotos de Haití y de Chile. Para los creyentes se abre el abismo de un interrogante: ¿cómo conciliar los desastres naturales y el amor providente de Dios?
Hemos contemplado imágenes escalofriantes de la devastación que los terremotos, primero de Haití y luego de Chile, han causado en cuestión de segundos. Hemos recibido noticias sobre el número ingente de muertos y sobre los daños materiales, que son incalculables. Nos hemos angustiado ante escenas de sufrimiento extremo, de desorientación y desamparo de los sobrevivientes en las zonas más castigadas. Apenas podemos imaginar las secuelas materiales y psicológicas que marcarán, quizás para siempre, la vida de innumerables personas.
Ante esto, los creyentes no podemos dejar de cuestionarnos: ¿Cómo conciliar lo que ha sucedido con la fe en un Dios bueno y amoroso? ¿Cómo seguir hablando de la Providencia cuando la realidad nos muestra de modo irrefutable que estamos a merced de una naturaleza ciega y brutal? ¿Acaso la esperanza de que Dios un día “enjugará toda lágrima”, tal como promete el libro del Apocalipsis retomando al profeta Isaías, puede justificar el sufrimiento de tantos?
Estas preguntas no son nuevas; tampoco los intentos de dar una respuesta. El capítulo 13 del evangelio de Lucas, lectura del tercer domingo de Cuaresma, ofrece la ocasión de reflexionar sobre este tema. Se trata de una conversación que mantiene Jesús con algunas personas acerca de dos tragedias de la crónica de aquel momento: una masacre perpetrada por los romanos en el Templo y el derrumbe de una torre en Jerusalén. Frente a ellas, la gente encontró un modo conveniente de justificar a Dios (y de justificarse, por contraste, a sí misma): eran castigos de Dios; las víctimas habían pagado por sus pecados. Es la misma mentalidad que, tras el estallido del SIDA, llevó a muchos creyentes a afirmar que esa enfermedad era la condena de Dios a las prácticas homosexuales.
Jesús rechaza de plano estas mistificaciones: “¿Creen acaso que esas personas eran más culpables que los demás? Les aseguro que no”. Si se tratara de castigos, ¿por qué motivo Dios los impondría sólo a algunos, y no a todos los que pueden merecerlos igualmente, o más aún? Quizás en estos días estemos presenciando un resurgimiento de esta mentalidad primitiva, bajo una retórica pseudo-científica, en la prédica de algunas personas que, sin prueba alguna, sostienen que los recientes terremotos son consecuencia del calentamiento global (y por lo tanto, se entiende, serían un castigo natural a nuestros pecados ecológicos). Sin embargo, sólo una obcecación desesperada podría llevar a negar que exista el sufrimiento, y el sufrimiento inocente. Por ello, la filosofía y la teología han debido buscar explicaciones más elaboradas al “problema” del mal.
Surgen entonces las refinadas construcciones de la así llamada teodicea, una disciplina empeñada en demostrar la compatibilidad entre un Dios todopoderoso y bueno, y un mundo afectado por la presencia del mal. La respuesta de la teodicea podría expresarse del siguiente modo: cuando Dios crea, crea en serio. El universo no es una fantasmagoría. Dios pone las cosas en la existencia y les da leyes estables que rigen su devenir. Es inherente, por lo tanto, a su designio creador, el respeto por el funcionamiento de dichas leyes y regularidades, absteniéndose de intervenir a cada paso para corregir sus efectos naturales. ¿Cómo sería un mundo cuyas leyes fueran permanentemente suspendidas de manera milagrosa? ¿Seguiría siendo un mundo real? En el fondo, el escándalo ante las catástrofes naturales, ¿no se origina precisamente en la renuencia a considerar el absurdo en que caerían nuestras pretensiones referidas a un hecho particular si las proyectáramos sobre el conjunto del universo?
No obstante toda la solidez metafísica, esta respuesta no satisface. Ante el sufrimiento de un solo niño, los argumentos racionales se derrumban como un castillo de naipes, tal como observó alguna vez Jean–Paul Sartre. ¿Debemos resignarnos entonces al absurdo, a que el mal constituya un enigma sin salida, capaz de privar a nuestra existencia de toda certeza y de todo sentido? De ningún modo: el mal, y en particular el sufrimiento del inocente, no son un enigma impenetrable por definición. Por el contrario, constituyen un misterio que puede y debe ser iluminado (aunque no “resuelto”) por la fe.
Jesús no ha revelado el por qué del mal, sino que ha hecho algo más: lo ha cargado sobre sí en la cruz por amor a nosotros. Jesús, para los cristianos el inocente por excelencia, ha tomado sobre sus hombros todo el dolor de la humanidad, y de ese modo se ha hecho solidario hasta el extremo con el sufrimiento de cada hombre. Ha asumido incluso la pregunta, o más bien, el grito que el hombre lanza desde la oscuridad de su propia angustia en dirección al cielo: ¿Por qué? Jesús llevó aquel “porqué” a la cruz. Hasta en ese no saber, en ese quedar envuelto en el silencio de Dios, se hizo hermano nuestro. Pero no como quien se resigna pasivamente al mal sufrido, sino como un místico, es decir, manteniendo una indestructible confianza en la victoria de Dios, a quien corresponden la primera y la última palabra en el drama de la historia. Y esa palabra definitiva la pronunció Dios, resucitándolo de entre los muertos.
De este modo, Jesús reveló un Dios que no permanece impasible ante el sufrimiento humano, un Dios que com-padece y con-sufre con nosotros. El teólogo Juan L. Ruiz de la Peña evoca en este sentido el testimonio de un superviviente de Auschwitz: “Las SS colgaron a dos hombres judíos y a un joven delante de todos los internados en el campo. Los hombres murieron rápidamente, la agonía del joven duró media hora. Alguien detrás de mí preguntaba: “¿Dónde está Dios?”. Y en mí mismo escuché la respuesta: “Aquí… Está ahí, colgado de la horca”.1
1. Wiesel, E., Night, citado por J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca 1975, 393; también en J.B. Metz, “Teología cristiana después de Auschwitz”, en Concilium 195 (1984), 215. La reflexión precedente está inspirada en J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la Creación, Santander, Sal Terrae, 1986, 168-172.
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Join discussionNo podemos destruir el mundo que nos rodea, vivir de espaldas a Dios y luego no querer ver consecuencias de nuestros actos. Sería infantil. Resulta que si en el futuro, como consecuencia del calentamiento, desaparece la isla donde vivo, es culpa de Dios. Qué infantil, ¿no?