A finales de 2009 y al comienzo de 2010 gestos y palabras de Benedicto XVI mostraron la vigencia del camino del diálogo magistralmente expuesto por Pablo VI en Ecclesiam suam. Nos detendremos en el discurso a la Curia Romana del 21 de diciembre y en la visita a la Sinagoga de Roma del 17 de enero. 

En su mensaje anual a la Curia el Papa hizo hincapié en los viajes realizados en el año. En el de la República Checa encontramos una imagen evangélica fuerte y original: el diálogo con los que no creen en Dios, una preocupación de Pablo VI y del Concilio. El Papa Montini se propuso comprender “en el íntimo espíritu del ateo moderno los motivos de su perturbación y de su negación”. En la constitución pastoral Gaudium et spes la Iglesia comparte las “alegrías y tristezas, dolores y angustias de los hombres”, sin distinción. Con palabras que podrían ser escritas hoy, se constata que “muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión… La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las  ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos”.

Pablo VI creó el Consejo Pontificio para el Diálogo con los No Creyentes, a cuyo frente puso al entonces arzobispo de Viena, el cardenal König, una de las grandes figuras del Concilio y de la Iglesia del siglo XX. Este organismo subsistió hasta 1993 en que Juan Pablo II lo unió al de Cultura, con lo que perdió su identidad.

Benedicto XVI en la República Checa señaló que ese país, impregnado de cristianismo en su historia y cultura, tiene una población que mayoritariamente se profesa agnóstica o atea. Esta realidad que por difícil y dolorosa que sea hay que reconocer, se reflejó en las palabras: “…considero importante sobre todo el hecho de que también las personas que se declaran agnósticas y ateas deben interesarnos a nosotros como creyentes. Cuando hablamos de una nueva evangelización, estas personas tal vez se asustan. No quieren verse a sí mismas como objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la cuestión sobre Dios sigue estando también en ellos, aunque no puedan creer en concreto que Dios se ocupa de nosotros. En París hablé de la búsqueda de Dios como motivo fundamental del que nació el monacato occidental y, con él, la cultura occidental. Como primer paso de la evangelización debemos tratar de mantener viva esta búsqueda; debemos preocuparnos de que el hombre no descarte la cuestión sobre Dios como cuestión esencial de su existencia; preocuparnos de que acepte esa cuestión y la nostalgia que en ella se esconde. Me vienen aquí a la mente las palabras que Jesús cita del profeta Isaías, es decir, que el templo debería ser una casa de oración para todos los pueblos (cf. Is 56, 7; Mc 11, 17). Él pensaba en el llamado “patio de los gentiles”, que desalojó de negocios ajenos a fin de que el lugar quedara libre para los gentiles que querían orar allí al único Dios, aunque no podían participar en el misterio, a cuyo servicio estaba dedicado el interior del templo. Lugar de oración para todos los pueblos: de este modo se pensaba en personas que conocen a Dios, por decirlo así, sólo de lejos; que no están satisfechos de sus dioses, ritos y mitos; que anhelan el Puro y el Grande, aunque Dios siga siendo para ellos el “Dios desconocido” (cf. Hch 17, 23). Debían poder rezar al Dios desconocido y, sin embargo, estar así en relación con el Dios verdadero, aun en medio de oscuridades de diversas clases.

Creo que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de “patio de los gentiles” donde los hombres puedan entrar en contacto de alguna manera con Dios sin conocerlo y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio está la vida interna de la Iglesia. Al diálogo con las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido”.

Subrayamos el concepto un “patio de los gentiles” y lo imaginamos como espacio para la búsqueda, el diálogo y el servicio. Sería una forma de acercarse respetuosa de los tiempos de cada uno, mirar con comprensión a tantos hombres y mujeres, entre ellos muchos jóvenes, que buscan “con sincero corazón”, a través de espejos que sólo “confusamente” (1 Cor 13, 11) permiten avizorar a Dios y el misterio de la Iglesia.

A veces las circunstancias tornan dificultosa una evangelización explícita y solamente pueda hacerse la invitación de la religiosa al protagonista moribundo de la película Las

Invasiones Bárbaras: “No se cierre al misterio”.1 Por cierto, el diálogo es diálogo de salvación, el amor es in veritate, comprender al otro no es asumir los criterios del mundo ni rebajar las exigencias del Evangelio, es caminar con él, abrirse a la silenciosa acción del Espíritu que puede obrar aún en quienes no conocen a Dios, personas e instituciones de Iglesia aunque no siempre comprendidas, han encarnado este programa. La propuesta de Benedicto XVI es un desafío para llevar adelante en los areópagos de nuestro tiempo.

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Hace veinticuatro años se realizó la primera visita de un Papa a la Sinagoga, en cuya organización tuvo peso decisivo nuestro ex director, el hoy cardenal Mejía. El edificio que se alza desde principios del siglo XX sobre el Tíber dentro de los límites del antiguo ghetto ha acogido a Benedicto XVI. Esta vez la Comunidad de San Egidio tuvo la responsabilidad de hacer posible la visita, justamente a pocos días de que el Papa compartiera un almuerzo con los pobres similar a los que realiza este movimiento en otras ciudades del mundo, entre ellas Buenos Aires.

No cabe duda de que la presencia del Papa en la Sinagoga “se inserta en el camino trazado, para confirmarlo y reforzarlo” a partir de la Declaración Nostra Aetate. Es el “compromiso de recorrer el camino irrevocable de diálogo, de fraternidad y de amistad

que se han profundizado en estos cuarenta años con pasos y gestos importantes y significativos”. Con este sentido de fraternidad reencontrada citaba el Salmo 133: “¡Vean qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos juntos”.

Quienes seguimos a través de la RAI la histórica jornada fuimos testigos de la solemnidad de la ceremonia, pudimos ver emoción en muchos rostros, escuchar los aplausos que rubricaron varios pasajes del discurso papal y la mención de personas presentes como la premio Nobel Rita Levi Montalcini y sobrevivientes del Holocausto, y también las ausencias respetuosamente comprendidas. Acompañaban al Papa el secretario de Estado y el  cardenal Kasper, bien conocido y apreciado entre nosotros, cerca ya de la culminación de su trascendente servicio en el Pontificio Consejo para las relaciones ecuménicas y con el judaísmo, y el cardenal Jorge Mejía, enfocado cuando el Papa lo saludaba y luego, indirectamente mencionado al referirse a la Comisión mixta de la Santa Sede y del Gran Rabinato de Israel, que nuestro compatriota co-preside y que se reunía al día siguiente. Fue conmovedor el recuerdo de otro argentino, el recientemente fallecido Samuel Hadas, primer embajador de Israel ante la Santa Sede a poco de la visita de Juan Pablo II a este lugar.

Benedicto XVI retomó las palabras de la oración de Juan Pablo II insertadas en el Muro de los Lamentos en Jerusalén con el pedido de perdón a Dios por las actitudes que a lo largo de la historia han podido favorecer las heridas del antisemitismo y el antijudaísmo. Además del documento Nosotros recordamos: Una reflexión sobre la Shoah, de 1998, en diversas oportunidades los dos últimos Papas se refirieron a esa inmensa tragedia, por ejemplo en el campo de la muerte de Auschwitz-Birkenau y el Memorial de Yad Vashem. La expresión del mal absoluto desatado por el nazismo fue, en la expresión del Papa, el intento a través de la aniquilación del pueblo judío de matar a aquel Dios que llamó a Abraham y habló en el Sinaí. Cabe señalar que Benedicto XVI a su llegada había rendido homenaje a los judíos deportados ante la placa que los recuerda, así como, en gesto muy valorado, ante la del niño asesinado por un atentado terrorista ocurrido en las puertas de la Sinagoga en 1982. En el discurso2 el Papa se refirió a los judíos romanos conducidos al exterminio, momento en que hubo indiferentes pero también otros, muchos de ellos católicos, que arriesgaron su vida para salvar a los hebreos perseguidos, así como la acción de socorro “a menudo discreta y oculta de la Santa Sede”.

Sin nombrar allí a Pío XII, a diferencia de Juan Pablo II que sí lo hizo, daba respuesta al discurso del presidente de la Comunidad Judía de Roma, cuando habló del “silencio” de Pío XII, quien, se dijo, quizás no hubiera logrado frenar los trenes de la muerte pero debió al menos haber alzado su voz. Puede ser; y puede que esa voz hubiera provocado aún más muertes dentro de la demencial obra de exterminio como ocurrió cuando los obispos holandeses protestaron contra la deportación de judíos en ese país. En diciembre último el anuncio de la finalización del proceso de beatificación de Pío XII suscitó resquemores en sectores del judaísmo. Cabe señalar que ese proceso se inició junto a la del ya Beato Juan XXIII como una de las primeras decisiones de Pablo VI. Este Papa fue durante años, inclusive los de la II Guerra Mundial, estrecho colaborador de Pío XII y supo como pocos de la santidad de su vida y del sufrimiento intenso producido en él por el dominio de los totalitarismos nazi y comunista en vastas regiones del mundo.

El Papa presentó luego a las Sagradas Escrituras (citando el nombre hebreo Sifre Quodesh) como el fundamento más sólido y perenne de lo que une a judíos y cristianos, y destacó el “renovado respeto por la interpretación judía del Antiguo Testamento”.3 Seguidamente, y tal como lo hiciera en la sinagoga de Colonia, los Diez Mandamientos fueron propuestos como un programa común, que se resume en el amor a Dios y la misericordia para con el prójimo. Citó el Shemá (“Escucha. Israel”) tomado del Antiguo Testamento, a Jesús en el Evangelio de Marcos, pero también, y esto es novedoso viniendo del Papa, palabras de los padres de Israel, es decir, que están en la tradición judía posterior a la Biblia y que durante siglos la Iglesia ha ignorado.

Este programa lleva testimoniar juntos la dignidad de la persona humana, la santidad de la familia (el lugar por excelencia de la celebración de las fiestas judías), el valor de la vida para hacer posible el shalom– la paz y el cuidado de la Creación. “Con la práctica de la justicia y de la misericordia, judíos y cristianos están llamados a anunciar y a dar testimonio del reino del Altísimo que viene, y por el que rezamos y trabajamos cada día en la esperanza”.

Desde la propia identidad, sabedores de todo lo que une pero también de lo que separa, “cristianos y judíos tienen en común gran parte de su patrimonio espiritual, rezan al mismo Señor, tienen las mismas raíces, pero con frecuencia se desconocen mutuamente. Nos corresponde a nosotros, respondiendo a la llamada de Dios, trabajar para que quede

siempre abierto el espacio del diálogo, del respeto recíproco, del crecimiento en la amistad, del testimonio común ante los desafíos de nuestro tiempo, que nos invitan a colaborar por el bien de la humanidad en este mundo creado por Dios, el Omnipotente y el Misericordioso”. Con las palabras en hebreo del Salmo 117, rubricadas con el Aleluya, culminaba este encuentro que es un jalón en la historia de dos comunidades que conviven en Roma hace dos mil difíciles años. Y nada nos impide suponer que estas visitas papales fueran precedidas, en tiempos de Nerón, por la del Apóstol Pedro a sus hermanos judíos.

Conocerse más, superar siglos de recelos y prejuicios, unir las voces en lugar de inmovilizarse en las recriminaciones del pasado, son lecciones de esta visita que afortunadamente no es un hecho aislado. En la Argentina tenemos sobrados ejemplos para sentirnos orgullosos. Por ejemplo, la celebración anual en una iglesia católica de la Kristallnacht, el Seder de Pesaj para el que la B´nai B´rith invita a cristianos, el Seminario organizado por la Facultad de Teología de la UCA, la Confraternidad Argentina Judeo Cristiana y la Secretaría de Culto sobre las consecuencias teológicas del Holocausto, el memorial de la Shoah en la Catedral porteña junto a los restos del cardenal Quarracino, y el homenaje allí realizado en febrero del año pasado a León Klenicki, el juramento a la Bandera por alumnos judíos, cristianos y musulmanes, el cardenal Bergoglio predicando en la Sinagoga B´nei Tikvá, innumerables actos y encuentros no sólo en Buenos Aires sino también en el interior, como la participación judía en el COMIPAZ de Córdoba. No podemos omitir la colaboración de entidades judías a través del rabino Alejandro Avruj con el padre Pepe Di Paola, ni los cursos de Valores Religiosos o la actividad interconfesional del Seminario Rabínico Latinoamericano, en las huellas de Marshall Meyer, y la infatigable labor formativa de la hermana Alda de Nuestra Señora de Sión hacen ya algunos años. Y la lista podría continuarse fácilmente.

1. Les invasions barbares, director Denys Arcand, Canadá y Francia, 2003.

2. El discurso de Benedicto XVI que

citamos merece leerse en su integridad: http://www.vatican.va/holy_father/ benedict_xvi/speeches/2010/january/

documents/hf_ben-xvi_spe_20100117_ sinagoga_sp.html

3. Pontificia Comisión Bíblica, El Pueblo Judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia Cristiana, 2001. La Presentación, espléndido pórtico al documento mismo, es del cardenal Joseph Raztinger. http://www.vatican.va/roman_curia/

congregations/cfaith/pcb_documents/ rc_con_cfaith_doc_20020212_popoloebraico_ sp.html

 

 

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