Jean-Yves Calvez no sólo era un extraordinario pensador sino también un profeta de su tiempo. Si bien analizaba rigurosamente y con espíritu crítico los acontecimientos, podía entrever las señales más hondas que marcaban. Y, como creyente, también aventuro que tenía un don sobrenatural para anticiparse a su tiempo.

Lo conocí intelectualmente cuando estudiaba sociología en la Universidad del Salvador de Buenos Aires, entonces en manos de los jesuitas. Su best seller sobre Marx me impresionó: era una invitación al diálogo en medios donde la “palabra santa” venía del dogmatismo, tanto a favor como en contra, por parte de estudiantes y estudiosos que ni siquiera habían leído al autor de El capital.

Mostró siempre su amplitud de criterio y su afán de diálogo en los coloquios de “Desafío Empresario” que se realizaron en la década del 90 en la Casa de Encuentros del obispado de San Isidro, donde lo invitamos por sugerencia de otro gran jesuita, Fernando Storni. En esos encuentros mostró capacidad de dialogar con hombres de empresa, generalmente “condenados” por muchos religiosos católicos. Luego organizamos junto con él coloquios similares en la Universidad de París, en donde puso de manifiesto ese mismo espíritu.

Cuando en la crisis de 2002 el director de Le Monde escribió un editorial bajo el título “La Argentina ya no existe”, Calvez reaccionó porque “conociendo el país, sé de todos sus males, pero sé también que con poco habría la posibilidad de obtener consensos y una recuperación de muchos recursos”.

Ese año un grupo de religiosos de distintas confesiones, dirigentes de empresas y ONG, catedráticos y personalidades de la cultura le pidieron que presidiera el Foro Ecuménico Social, que desarrolla una intensa actividad en la Argentina y en el exterior, particularmente en España. El padre Calvez encabezó la iniciativa con su consejo y su palabra en muchas reuniones en Buenos Aires, en el interior del país, y también en Madrid, Salamanca y Almuñecar, por citar sólo algunas ciudades españolas.

Había participado en una reunión inicial del Foro, en 2002, y en ese momento tan difícil para la Argentina recibió “la impresión de un gran afán de colaboración entre todos los integrantes de distintas confesiones cristianas y otras religiones. Ellos percibían la importancia cívica, política y social de tal colaboración para el buen estado de la comunidad política argentina, tantas veces amenazada en los decenios anteriores. Esto confirma que las religiones, cuando colaboran, son un factor positivo de paz social y cívica”.

Él inició la Cátedra abierta de responsabilidad social y ciudadana, mediante un convenio con la Universidad de Georgetown, cuyo board integraba. ¿Hasta dónde se puede llegar? se preguntó entonces, y sostuvo: “No hay muchos límites a priori; pienso en la reconciliación, la resolución de los conflictos en lo familiar, lo socioeconómico y lo cívico, la paz y la organización internacional, y la prevención de las guerras… Pero se requiere profundización filosófica y teológica. ¿Cómo, por ejemplo, llegar a decir que todos somos responsables de todos? ¿Con qué fundamento? O que todos los bienes están destinados a todos. Los temas de una cátedra pueden abarcar un gran número de problemas diversos, muy útiles para la formación del ciudadano. Nuestro esfuerzo en

Buenos Aires puede extenderse a iniciativas locales convergentes, coordinadas con intercambios de experiencias”. Un programa ambicioso que se cumplió a lo largo de los años, con un foro que alienta la responsabilidad social y el diálogo intercultural.

Allí marcó el camino, como buen profeta, hasta un par de meses antes de morir, en el acto de entrega del Premio latinoamericano a la responsabilidad de empresas, que otorga la institución en las cercanías de Madrid. Calvez llegó hasta allí con la misma vitalidad y lucidez de siempre y señaló: “La responsabilidad social debe estar en el corazón de la empresa”. Ese diálogo, franco, cordial y positivo con empresarios y dirigentes fue el último acto que presencié de una vida fascinante, feliz, la de un amigo que fue para mí fiel reflejo y encarnación del gran Amigo, difícil de percibir.

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