Más allá de las virtudes cristianas de este gran jesuita, en Jean-Yves Calvez florecieron los dones de la claridad y la síntesis. Para quien ha tenido el privilegio de practicar activamente con Calvez “el trabajo intelectual” (un concepto de Jean Guitton que recordaba con frecuencia) estos atributos reaparecían constantemente en un pensamiento que cobró vuelo en el campo de la cultura desde que publicara en 1956 La Pensée de Karl Marx, su impactante libro de juventud convertido pronto en un texto clásico de la filosofía política del siglo XX.
La claridad caracteriza a quien despeja el camino de piezas accesorias y va directamente a lo esencial; la capacidad de síntesis, a su vez, es la marca de aquellos que no circunscriben su tarea a una mera acumulación erudita de textos. Para responder a esta última exigencia, Calvez puso manos a la obra mediante una prosa transparente, austera sin mayores concesiones verbales, robusta como su propia personalidad, bien plantada en el debate de las ideas y siempre abierta a la fascinante variedad del mundo. Fui testigo de ello cuando entre 2003 y 2004 escribimos en colaboración El horizonte del nuevo siglo, un conjunto de reflexiones en forma de diálogo acerca de la justicia, la paz y la legitimidad en el contexto internacional. En aquel momento, a medida que intercambiábamos correos electrónicos entre París y Buenos Aires, tuve el sentimiento de estar en presencia de alguien como Erasmo, al mismo tiempo sabio en el gabinete y viajero en su circunstancia.
En el gabinete de trabajo nacieron y maduraron sus libros. Si bien podría hacer una enumeración exhaustiva de ellos, me contentaré con señalar que, casi medio siglo después de publicar el libro sobre Marx, Calvez dio a conocer un fascinante análisis crítico de la historiografía alemana en el siglo XIX (Politique et histoire en Allemagne au XIXème siècle, Paris, P.U.F., 2001). En este estudio que pone nuevamente en escena a Ranke, Droysen y Mommsen, entre otros historiadores de genio, sobresale asimismo la figura de G. G. Gervinus. Cuando me permití apuntarle que Gervinus había servido de soporte teórico a Bartolomé Mitre para escribir la Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana, Calvez imaginó de inmediato un ensayo en colaboración acerca de las influencias de estas maneras de pensar la historia —de Hegel a Marx pasando por Gervinus— en la historiografía latinoamericana.
Lamentablemente el proyecto no pudo cuajar, pero esta pequeña anécdota nos muestra la extraordinaria curiosidad y percepción que brotaba de un viajero en el mundo: viajero en la geografía (Calvez practicó la globalización antes de que los anglosajones inventaran el término); viajero a través de las lenguas y las culturas; viajero, en fin, en un tiempo sujeto a fáusticas mutaciones. Nada le fue ajeno a Calvez en la segunda mitad del siglo XX. Esta presencia en el mundo tuvo desde luego múltiples expresiones y como en cualquier recorrido fecundo hubo estaciones relevantes, en especial aquella que se refiere a la historicidad y la persona en relación con su destino trascendente y a la acción de la libertad como agente creador de la historia humana.
En el cruce de estos dos caminos se encuentra la concepción que tenía Calvez de la política y la democracia, ambas expuestas en el libro Política, una introducción que tradujo al español en 1999 su amigo en Buenos Aires, Fernando Storni, como él sacerdote jesuita, defensor de la civitas democrática y miembro de la comunidad del Centro de Investigación y Acción Social.
En la línea de reflexión de Hannah Arendt y Eric Weil, varios conceptos clásicos intervienen en la definición de Calvez acerca de la política: la violencia, la libertad, el reconocimiento y la finalidad inscripta en esa acción humana. En muy pocas palabras −otra ilustración patente de su estilo− Calvez sostuvo que “lo específico o punto de partida de la política es un reconocimiento mutuo entre libertades arrancadas de la violencia”. Esto significa que la dimensión trágica de la existencia jamás permanece ajena a la política tanto como el esfuerzo por superar ese estadio de radical deshumanización mediante un reconocimiento mutuo entre esas libertades previamente inmersas en la violencia.
El reconocimiento es pues el pasaje de la libertad natural a la libertad civil, pero esa trayectoria contiene además un propósito, una finalidad que debe arraigar en el bien común de una comunidad pactado entre seres libres. La libertad no es por consiguiente una realidad moral estática sino una realidad que se hace y rehace en la historia. Por un lado el reconocimiento mutuo entre libertades quiere durar con el auxilio de los atributos de la legitimidad de las instituciones y de la autoridad de los gobernantes, por otro, los enfrentamientos y la autoafirmación absoluta ligada a esas mismas libertades para desviarlas de su cometido político están siempre al acecho.
¿Cómo superar entonces los frágiles arreglos que derivan de estos comportamientos? Según esta perspectiva, la democracia no es tan solo una forma de gobierno entre varias
conocidas, sino que, a la vuelta del trabajo de los siglos, constituye el régimen mejor adaptado a esa definición de la política. La democracia es esencial a la búsqueda incesante del reconocimiento mutuo entre libertades, del mismo modo que los derechos
inscriptos en las constituciones democráticas (derechos individuales, derechos políticos, derechos sociales) adquieren su verdadero sentido en la medida en que los asista el derecho efectivo a una plena participación en los asuntos públicos.
Calvez, a la par de impulsar la democracia representativa, fue un teórico empeñado en encontrar nuevas formas de ciudadanía y nuevas esferas de participación. A veces esa búsqueda se centraba en el análisis de la democracia dentro de las fronteras de los Estados nacionales (en los últimos años su preocupación mayor al respecto era identificar en China las posibilidades del desarrollo de una Justicia de más en más independiente); en otras oportunidades, esa exploración del porvenir desembocaba en una adhesión a los procesos de integración regional capaces de superar el sistema de la soberanía absoluta de los Estados. Calvez era un ferviente europeísta y, por carácter transitivo, un ferviente latinoamericanista. Creía que la “doble legalidad” o “las legitimidades superpuestas”, como él las llamaba, propias de los tribunales regionales e internacionales eran un prudente resguardo para impedir la recaída de las sociedades en la espiral del terror y la violencia. Por tanto, el reconocimiento no sólo concernía a las personas y a los grupos sociales sino también a las unidades estatales en que el planeta aún permanece dividido.
En los términos de la encíclica Pacem in terris, se trata del arco de la inteligencia y voluntad humanas que se tensa entre el bien común del ciudadano y el bien común de las naciones. Con estas preocupaciones remató su Epílogo a El horizonte del nuevo siglo. Las preocupaciones, en suma, de un hombre universal. Extrañaremos su voz siempre atenta al matiz, su afecto sin estridencias, su inagotable generosidad, pero en el silencio de las bibliotecas sus libros renovarán el dialogo interrumpido y colmarán la ausencia.