El 11 de enero nos dejó el padre Calvez. Tenía casi 83 años, pero no se había divorciado de la juventud. Era francés, de origen bretón, y se convirtió en ciudadano universal, categoría anhelada por Erasmo de Rotterdam hace cinco siglos. Para sus amigos de aquí era un franco-argentino. Vino por primera vez hace medio siglo. En las dos últimas décadas permanecía un mes todos los años, dando cursos y conferencias en Buenos Aires, San Miguel y el interior. En una ocasión le pregunté: ¿De dónde vienes? De China, me respondió. ¿A dónde irás? A los Estados Unidos, añadió. Para recibirlo comprábamos una variedad de quesos y un buen vino, que nos ayudaban a conversar largas horas, en compañía de Fernando Storni –de nuevo juntos en el cielo– y de otros amigos del CIAS, el Centro Social de entonces.
Pero no hasta muy tarde, porque a las seis de la mañana salía a trotar por las calles del barrio de Belgrano, en pleno invierno.
Entre la fe y la cultura.
En la historia de la Iglesia quedará como uno de los grandes pensadores que abrieron horizontes conciliares en doctrina social, similar a Karl Rahner en teología. Lo que significó Teilhard de Chardin para la relación entre la fe y las ciencias de la naturaleza, lo fue Calvez para la relación entre la fe y las ciencias sociales. No se limitaron a exponer el pensamiento de la Iglesia, ya que los auténticos teólogos son creadores.
Estos tres jesuitas tuvieron en común el ir a las fronteras de la cultura y de la religión, donde con frecuencia se producen fracturas, como en el caso Galileo. De Ignacio de Loyola heredaron la pasión por dialogar con gente de mundos desconocidos, como Francisco Javier, que viajó a la India, llegó a Japón y murió cuando intentaba ingresar en China. Y este año se cumplen los 400 años de la muerte de otro jesuita, Matteo Ricci, sabio europeo que se convirtió en sabio chino, homenajeado ahora por el gobierno de Pekín.
Cuando los Aliados desembarcaron en Normandía, en 1944, el joven Calvez era novicio jesuita, en una ciudad no muy distante del frente. En esa época, las noticias no corrían como hoy. Pero al ver que los alemanes les requisaban el enorme edificio, para convertirlo en hospital, y que éste se llenaba rápidamente de heridos graves, comprendieron que la lucha era feroz. Ese fue uno de los tantos relatos que le escuché. Le tocaron tiempos difíciles, como las penurias después de la guerra, el puente aéreo de Berlín en 1948, el triunfo de Mao en 1949, la guerra de Corea en 1950, la caída del Vietnam francés en 1954, la guerra de Argelia. Pero el riesgo de una tercera guerra mundial no frustró su vocación intelectual. Sin embargo, no miraba hacia otro lado, para poder pensar serenamente. Observaba la realidad, no sólo para comprenderla sino sobre todo para mejorarla. Siendo joven, escribió El pensamiento de Karl Marx, obra tan objetiva que era utilizada por los marxistas mismos como libro de texto.
En las trincheras sociales.
En una ocasión fue invitado al Vietnam ya unificado para dar unas charlas a los jóvenes jesuitas. Ingresó como turista y estuvo unos días alojado en la casa de los estudiantes, bien controlada por los comunistas. Cuando un seminarista concluía sus estudios, el obispo necesitaba autorización del gobierno para ordenarlo, la que era concedida a unos pocos cada año.
Los demás debían esperar. Ordenarlos ocultamente, era ir a un rompimiento total. Por todo eso, las charlas las daba el padre Calvez en la capilla. Si se producía una inspección policial en forma repentina, los encontrarían a todos orando piadosamente, como monjes budistas. Pero si lo veían “adoctrinando” a los seminaristas, lo expulsarían del país. Lo notable es cómo nuestro hombre se movía siempre dentro de la legalidad, pero con una gran habilidad para lograr lo que se proponía.
En 1974 Pablo VI les habló a los jesuitas como a hombres de fronteras, que están “en los cruces de las ideologías”, en las “trincheras sociales”, expresiones retomadas hace dos años por Benedicto XVI. En realidad, todo cristiano está llamado a ser creyente de fronteras, porque la Iglesia nació en Pentecostés con peregrinos de todos los países, que podían comunicarse a pesar de la diferencia de idiomas. Pero el Papa veía que la Compañía de Jesús había hecho una pasión de lo que otros sentían como vocación genérica.
Y el padre Calvez encarnaba esa pasión. Estudió el idioma ruso para ir a Moscú, no como turista que colecciona imágenes sociales sino como europeo que se desplaza en su propia área cultural. Pudo entrevistarse con autoridades rusas y conversar con gente sencilla. En China no encontró la misma facilidad de comunicación, pero tampoco se limitó a ser fotografiado en la Gran Muralla. Tuvo méritos suficientes para ser designado obispo y aun cardenal, pero él prefería vivir así, como hombre de corbata y apariencia común que llega a todos los rincones, y no como miembro de la jerarquía, con las formalidades inherentes al protocolo.
En la Compañía de Jesús.
A Jean-Yves Calvez lo podemos observar en tres grandes áreas: en la Compañía de Jesús, en la Iglesia y en la sociedad. En cuanto a la primera, fue un pilar fundamental de la renovación posterior al Concilio. Para muchos, fue el brazo derecho del padre Arrupe, superior general carismático y candidato a ser declarado santo. Los jesuitas de entonces, como los demás religiosos, vivían la crisis producida por la renovación. Un sector importante deseaba continuar con el estilo tradicional, poniendo el acento en la espiritualidad. Otro sector, no menos importante, deseaba dedicarse más a la causa de los pobres. Las banderas que los representaban eran la “Fe”, para los primeros, y la “Justicia”, para los segundos. En este conflicto, el padre Calvez jugó un papel muy importante, vinculando ambos principios. Porque la Justicia que buscamos no es ante todo la del derecho romano, de dar a cada uno lo suyo, dejando a muchos sin nada, sino la Justicia de Dios, que como Padre ha destinado los bienes de la tierra para toda la humanidad. Estos principios no se oponen, sino que se complementan. La Fe nos impregna de la Justicia divina para encontrar así una justicia humana razonable.
En la Iglesia.
En la segunda gran área, la de la Iglesia, vemos al teólogo Calvez prestando un servicio destacado en las cuestiones sociales. Como nos contó en una ocasión, participó enteramente en la redacción de una encíclica social. Al concluir la tarea, fue invitado por Juan Pablo II a un almuerzo privado, junto con el cardenal responsable de los trabajos, para hacer un balance del camino recorrido. El Papa tenía sus propias ideas, pero al ver que coincidían con las de Calvez se sentía más seguro. Esto no significa que coincidieran en todo. Porque la Doctrina Social no es un bloque ya armado sino un mensaje evangélico que se va desarrollando, con la posibilidad de enfoques diferentes. Y los puntos de vista del padre Calvez eran siempre respetados, aunque alguna vez se optara por otro.
Él no se privaba de tomar iniciativas. Me refirió que en una ocasión le discutió a un cardenal de la Curia porque no quedaba claro si el representante del Papa en un congreso de las Naciones Unidas actuaba como embajador (nuncio) del Estado Vaticano o como representante religioso de la Santa Sede. Una sutileza que para Calvez tenía su importancia. Lo que yo admiraba, en todo su accionar, era la libertad con que se movía en la Iglesia. La obediencia ignaciana, mal equiparada por algunos a la obediencia militar, era en él un servicio radicalmente libre, evitando así toda obsecuencia y silencio cómplice. La llamada “obediencia ciega” se convertía en obediencia de ojos bien abiertos, para saber interpretar los “signos de los tiempos”, colaborando con los obispos en esa tarea profética.
En la sociedad.
La tercera gran área era la sociedad, tanto la francesa como la europea y la globalizada. En cierta forma, el mundo le quedaba chico y la vida le quedaba corta. Imaginando la sociedad del futuro, veía una reducción del número de trabajadores en el sector de la producción, reemplazados por robots, pero un aumento en el número de los que trabajan en el área de servicios, comenzando por la educación y la salud. Por eso, no consideraba que la desocupación fuera un mal inevitable. En el mundo que se globalizó a lo largo de su vida, no pensaba que fuéramos hacia un choque de civilizaciones o de religiones, después del enfrentamiento entre las ideologías del Este y del Oeste, mitigado tras el derrumbe del sistema soviético.
No era un profeta de calamidades, sin ser tampoco un intelectual ingenuo ni un idealista utópico. No hablaba de cómo debía ser el mundo sino de cómo podíamos mejorarlo. Otro mundo es posible, pero sin ignorar el que existe. Comprendía que las democracias latinoamericanas debían madurar y necesitaban tiempo, pero no a costa de violaciones de los derechos fundamentales.
Profeta de la humanidad.
En la encíclica sobre la esperanza, Spe salvi, Benedicto XVI formula unas 50 preguntas, en particular qué podemos esperar para nuestros nietos, lo que no es habitual en el estilo tradicional del Magisterio. Como otro Sócrates, hace preguntas a los de adentro y a los de afuera, que no son meramente retóricas, ya que algunas de las respuestas él mismo las está buscando.
De modo similar, el padre Calvez recorrió el mundo preguntando, no dogmatizando. En este sentido poseyó un auténtico espíritu profético. El don de profecía no consiste en adivinar lo que va a ocurrir y si tendremos que apagar la luz en el 2012. Es, más bien, el don de saber interpretar los signos de los tiempos. Lo que va a ocurrir no está escrito en los astros. Permanece siempre con un interrogante, porque depende de nuestra libertad, seducida por la bondad de Dios. La Unión Europea comenzó con el ideal de la libertad, derribando murallas. En la actualidad está muy preocupada por el ideal de la seguridad y tentada por construir muros contra los inmigrantes.
El padre Calvez, sin borrar las etapas precedentes de la libertad y la seguridad, trabajó proféticamente por un tercer ideal, el de la solidaridad. Al hablar de profetas, pensamos en hombres de la Iglesia. Ahora bien, en la Biblia encontramos profetas de otras religiones. En la sociedad actual podemos preguntarnos si no habrá también profetas entre los no creyentes.
Poco antes de Navidad, el Papa tuvo una expresión original. Así como el templo de Jerusalén tenía un gran patio exterior, el “Patio de los Gentiles”, en el que podían estar los que no eran de religión judía, de modo similar, dijo, la Iglesia debería contar con un patio de los gentiles, en el que pudiéramos conversar con los ateos, los agnósticos y los desvinculados de la religión. En realidad, ese patio existió siempre, bajo distintas modalidades. El padre Calvez lo recorrió en todas las direcciones, no sólo como un piadoso católico sino también como un profeta de la humanidad.