100_2519En el marco de la presentación del libro Las políticas de los caminos, publicado por Editorial Rioplatense, con ensayos de Laura Estrin, Oscar Blanco y Miguel Vitagliano, la escritora Milita Molina rinde un homenaje a Nicolás Rosa y analiza sus huellas.

100_2528Me invitaron a presentar el libro Las políticas de los caminos luego de escribir un texto breve en ocasión del tercer aniversario de la muerte de Nicolás Rosa, doctor en Literatura Comparada de la Universidad de Montreal, profesor consulto de la UBA y profesor permanente de la Universidad Nacional de Rosario. Lo titulé Maestro del irse, anotando esas microescenas en las que Nicolás intempestivamente se iba: de un café, de una reunión, de una charla después de sus clases o seminarios. No amenazaba con irse al estilo argentino que escribe Osvaldo Lamborghini de “Mirá que me voy”: No, simplemente: se iba. Este año me asaltaba particularmente ese aspecto de Rosa, y recordaba el modo que tenía él (puro instinto y sorpresa, nada de psicología) de escabullirse y desaparecer y pensaba: “Nicolás sí que sabía irse”. Todo lo que anoté tenía que ver con que Nicolás fue para mí un maestro del movimiento, una asociación movimiento y política que arrastraba mareas de tiempo, como arrastra tiempo su trabajo inmenso sobre el movimiento que se llama Una Teoría del naufragio.

Escucharlo es poder estar ahí en ese lugar excéntrico (literalmente fuera del centro) donde lo grande y lo pequeño, el gran movimiento y el pequeño (la historia, la antropología, el psicoanálisis) se iluminan uno a otro y no hay síntesis sino un tercer movimiento que siempre inspira a seguir o un extraño vacío intermedio.

De la erudición de Nicolás Rosa no tengo nada que decir: está en sus libros y es un milagro para la crítica argentina tener un genealogista de la cultura así, alucinado lector que, como en la genealogía de la moral, levanta capas y capas (como geólogo, como antropólogo, como historiador, como cartógrafo, como urbanista, como archivista) y cruza series inmensas y mareas de tiempo con la experiencia así llamada propia del gran lector y gran viajero del detalle, de la menudencia, de la trivialidad, del chisme, del chiste, del susurro, del bla-bla-bla, de la anécdota, de la nadería, del bodrio, de la mezcla de todo eso. Una erudición tan consistente, abarcativa e inmensa, como insistente y focal y reducida. No le importaba ser el que cuenta el chiste que los demás ya saben y repetía que no había que tener muchas ideas y que él tenía pocas, una sola, decía. Hay un destilado de la influencia de Nicolás Rosa en mí y para él la influencia era una cosa física como para Henry James (material); y como escribe Kierkegaard en sus estudios estéticos acerca del hombre que quiere aprender a ser pastor (no de ovejas pero podría serlo, da igual). La elección de un maestro tiene que ver con una transformación radical que no pasa por la ética (cumplo en ser el mejor pastor) ni por la estética (soy el más bello pastor, el más amable) sino por el acto, por la transformación: ser pastor.

Nicolás, maestro del movimiento, nunca necesitó que lo animaran: era él mismo un movimiento incesante que encontraba en la repetición siempre lo nuevo: moverse es no cometer acedía. Le gustaba repetir que había sido un pecado capital del que ahora se habla poco: el pecado de la pereza espiritual, de la ceguera, de la apatía, y de la distracción –muy especialmente– y enfatizaba que la acedía era una especie de tristeza. Hasta llegó a decir que era el pecado de no desear, porque así lo entendía él, como un pecado contra el movimiento mismo. La acedía le importaba mucho, al modo de las cosas que repugnan e intrigan por ser la contracara de nuestra naturaleza y, como lo hizo Kierkegaard con la Melancolía, Nicolás, al insistir con la acedía, hacía también una descripción feroz de nuestro tiempo.

Nicolás Rosa amaba el llamado lugar común. “¿Usted digiere lo que le enseñan?”, solía preguntar en sus clases o “¿Usted asimiló?”. El alumno se afectaba –escuchaba por primera vez–, y con un pase de manos se le revelaba que las supuestas preguntas cursis de una maestra ciruela podían ser algo muy importante si se levanta la lápida al lugar común. Para experimentar la palabra como nueva, o como propia, Nicolás hacía el recorrido de la palabra: le daba un espacio, una música, contaba su genealogía en microescenas con sonsonete, todo para preguntarse –y fue la última pregunta que le escuché repetir en sus seminarios–: “¿Qué cambia y que persiste?” Sus preguntas no esperaban respuestas. Un enigma deja de serlo si tiene explicación.

Pensaba que la comunicación es indirecta, fallida, desviada, errática y no creía en un aprender ligado al progreso. El erudito insistía en el desaprender y se asombraba de las pavadas a las que conducen las sofisticaciones de los doctos. Su alegría y su gracia afectaban, y ése era su modo de enseñar: elemental en la vuelta completa desde la sofisticación, porque son los elementos los que se afectan: los metales cuando se corroen, los órganos cuando se comprometen. Y otra vez, el erudito era el que repetía: “Aprendan a ser estultos”, y lo repetía paladeando la palabra y reclamando ser escuchado “como se escucha a los hechiceros, a los charlatanes, a los magos, con esa exquisita mezcla de  estupidez y locura que le dice a los sabios que cometan alguna tontería o extravagancia” (Erasmo).

“Como dos buenos provincianos nos encontramos en Buenos Aires” escribe Laura Estrin en el ensayo “El viaje del provinciano”, retocando y dando un salto sobre el comentario de Carriego al padre de Borges: “Qué bueno es que dos entrerrianos nos encontremos aquí en Buenos Aires”, y precisando más el sentido de lo provinciano, porque es verdad que los provincianos acentuamos nuestras mañas en la capital y aprovechamos de ese centro para ser aun más descolocados y foráneos y extraños. La excentricidad y la extranjería como locura de doble destierro como en los gauchos judíos, verdadera exageración de destierro, como dice Estrin. Extremo, escribe. Esas alucinaciones de distintos tipos y modos y estilos de extranjería que Estrin va mostrando en su viaje del provinciano insiste y redobla la apuesta (el discípulo sabe traicionar) del Nicolás que le decía a los alumnos en sus clase “Buenos aires no existe”, contando un viaje que es el propio y es el de la literatura argentina.

Es minucioso el recorrido de Estrin y revela una lectora voraz de la literatura argentina que desliza en un enunciado una síntesis perfecta que puede tocar a Sarmiento o a los autores contemporáneos, cuyo viaje sigue y ésa es otra lección de Rosa: no rehuir lo vivo. Es importante en la perspectiva del tiempo ver que fue el primero o uno de los primeros (no es un ranking) en escribir sobre Néstor Sánchez o sobre Perlongher o sobre Leónidas Lamborghini. Laura Estrin sigue ese gesto y se mueve con gran comodidad entre muchos autores argentinos (es consistente también en su genealogía) y todo sin necesidad de argumentaciones tediosas, sino acercando siempre la cita precisa y el adjetivo justo, en una escritura que cuida cada palabra y la valora y la pesa como a las piedras, como le gusta decir. “Se nace en un paisaje no en un país. La idea de localidad es diferente de los conceptos de capital, nación, patria, que corresponden a universos diferentes”, escribe.

Para hacer local a Buenos Aires, muestra a un Correas barrializando Buenos Aires o a Ricardo Zelarayán (provinciano de muchas provincias) que no entiende el tiempo de los porteños como no lo entiende ningún provinciano. Hay una concentración, un estirar el tiempo y darle espesura, un abrir el tiempo en el tiempo que es ocioso, feliz, gratuito y también arrastra el vacío del tiempo en su goce. “Lo provincial es la obsesión del espacio, en la irrevocable, infinita caída del tiempo” –escribe Estrin sobre Zelarayán–. “Como un retorcijo, el tiempo en las provincias se hace espacio en ese modo lento en que se alargan las respuestas de los hombres que charlan en el norte con las coyas”. Y de ahí a una teoría de la lengua no menos local “una lengua corta para el porteño que no piensa con formas regionales sino nacionales, es decir capitalinas”.

Cuando decía que en todo viaje hay un naufragio, Rosa no se refería en principio a un crack up existencial sino a que la gente antes se moría de naufragio, idea que Vitagliano, citando a Virilio, despliega prolongando a las imágenes del tren y el descarrilamiento y al estrellarse del avión para detenerse en esa figura particular del avión, en un recorte en que el avión es despegue y modernidad y fugacidad y sueño de Perón, pero también es el avión negro, el que trajo a Perón y la masacre de Ezeiza y mucho más.

Oscar Blanco es discípulo de la literalidad y también de la extranjería y lo descolocado. Cuando dice que el viaje de Groussac a Norteamérica es un viaje invertido respecto del de Sarmiento no hace metáfora sino que hace decisivo que ese viaje empiece por el oeste y no por el este: “Entrar a Estados Unidos por México y el paso del norte y en tren, además, no sólo es la inversión de la entrada triunfal de Sarmiento por la costa este, por Nueva York, sino que es entrar por los suburbios, por la puerta trasera, el costado anexado, el flanco latino, la futura ruta de los “espaldas mojadas”. Tanto lo repite que casi se podría decir que hace de la geografía un destino: “La naturaleza, el paisaje es clave de lectura de lo histórico social”, señalando el método de Groussac que hace propio con citas alucinadas como el Groussac que en la cordillera invierte la fama de las cumbres y los logros para escribir: “Pero la cumbre no es más que un peldaño final, el menos interesante de todos”. “Así en lo físico como en lo moral, el último paso ni conmueve ni sorprende”, y Blanco sigue la geografía de ese viaje repitiendo y describiendo, disociando, descolocando más que interpretando, tal como hacía Rosa, enumerando, siguiendo, insistiendo, machacando frasecitas como la repugnancia de Groussac por “la democracia niveladora” o señalando detalles como Groussac asqueado de Hispanoamérica, “de estómago delicado”.

Tanto Oscar Blanco como Laura Estrin aprendieron algo fundamental de Nicolás Rosa, algo que hoy está muy perdido y es eso de pensar con la literatura. Hoy la gente piensa todo espectacularizado, mediado, ya formateado por los periódicos, por los ensayos de opinión, por los críticos, por la teoría: no se piensa con la literatura sino sobre la literatura que no es para nada lo mismo.

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