El dossier de tapa de Ñ del 7 de noviembre estuvo dedicado a la polémica, por enésima vez resucitada, en torno de la existencia o no de Dios. El punto de partida es la publicación de una antología de textos “de pensadores y escritores de todas las épocas” que ha compilado Christopher Hitchens con el título de Dios no existe. El dossier incluye una nota introductoria de Gustavo Varela, una “reflexión” de Salman Rushdie dirigida a un “habitante del mundo que acaba de nacer” y un texto breve del siempre sensato Gianni Vattimo.
El autor refuta los argumentos de Salman Rushdie y Christopher Hitchens, ya que considera que, a diferencia de Gianni Vattimo, confunden a los lectores con argumentos inconsistentes en el renacido debate sobre la existencia de Dios.
El libro de Hitchens se suma a otras iniciativas editoriales similares, entre ellas Dios no es bueno. Alegato contra la religión (2008), también fruto de su prolífica pluma, y la reedición de Doce pruebas de la inexistencia de Dios (2008) del anarquista Sébastien Fauré (1852-1942), con prólogo de Alejandro Kaufman e ilustraciones de León Ferrari. Todas obras que no han sido producidas con la voluntad de alimentar la reflexión del prójimo acerca de un problema filosófico y teológico complejo, sino, como dice Varela en su nota al referirse al espíritu que anima a Hitchens, con “ateísmo militante”.
Llaman la atención en la nota introductoria de Varela y más aún en el artículo de Rushdie los deslices entre harinas de diferentes costales.
En el texto de Varela es recurrente el que lleva de Dios a la religión y viceversa, como si de una misma cosa se tratase. En el de Rushdie la confusión impera sin obstáculos: el tema de la existencia de Dios se confunde con los de las narraciones de la creación, las religiones positivas, las instituciones religiosas, las actitudes de los creyentes –en general, como si fueran todos iguales–, la normatividad religiosa, el clero, el terrorismo islámico. Ese caos conceptual conduce al escritor británico a supuestos lógicamente absurdos. Así, por ejemplo, la existencia de “fundamentalismos”
y el carácter mítico de los relatos de la creación parecen constituir, en su opinión, pruebas irrefutables de la inexistencia de Dios. Por otro lado, los ejemplos de manifestaciones o experiencias religiosas que evoca en defensa de sus peregrinas afirmaciones son los de los llamados “fundamentalistas”: los estadounidenses, los mulás iraníes, los talibanes afganos, los fundamentalistas” hindúes. Suponiendo que son todos lo mismo, Rushdie les endilga una supuesta causa común que es a la vez la de “los sacerdotes”, la del “fanatismo del devoto” y la del “delirio inconexo de la religión”.
En suma: Rushdie despliega sobre el mantel una suerte de revuelto gramajo intelectual.
Llama la atención también, en estos autores neoiluministas, la recurrente relación que establecen entre la existencia de Dios y la libertad del hombre. Hitchens y Rushdie, como otros apologistas del ateísmo, señalan que la fe comporta un recorte para la libertad y para demostrarlo ponen como ejemplos las restricciones que impone la normatividad de algunas tradiciones religiosas. De nuevo, como si fe, religión y normatividad fuesen inseparables, cuando basta una superficial familiaridad con la historia, la antropología y la sociología de las religiones para saber que el supuesto es falso por completo. No todas las tradiciones religiosas norman las conductas, y las que han elaborado sistemas normativos no las regulan del mismo modo ni en la misma dirección ni con la misma intensidad. Aún si supusiéramos con Rushdie que sí lo hacen, todas y en el mismo sentido, ¿ello comporta la inexistencia de Dios? Supongamos que su existencia efectivamente implica un límite a mi libertad, ¿sólo porque yo rechace la normatividad religiosa Dios no existe? Absurdo. Con respecto a la fe, no todas las concepciones de Dios inciden de manera restrictiva en las vidas de los hombres: Rushdie, Hitchens y compañía piensan evidentemente en la tradición judeo-cristiana y en la islámica, y a partir de ellas generalizan sin que se les cruce una sombra de duda. Pero, además, la libertad siempre tiene límites: Dios, la ley, la sociedad, el otro, las convicciones éticas, de raíz religiosa o no. En este sentido, el artículo de Vattimo aporta al fin algo de luz: el iusnaturalismo o la ciencia, “el orden objetivo” que la razón es capaz de descubrir en la realidad, son tan restrictivos como el Dios de algunas tradiciones religiosas.
La cuestión de la razón nos conduce por último a otro equívoco que campea en estos textos. Es el de la oposición mecánica, automática, de los binomios racionalismo/modernidad/ libertad e irracionalismo/tradición/ Dios. Conviene detenerse un momento en ellos, porque su coherencia interna es por demás discutible: también este esquema responde a un espíritu militante que no aspira tanto a describir el proceso histórico cuanto a prescribir determinadas lecturas de él, creando modos de comprensión que están lejos de ayudarnos a pensar con libertad. Sirve para delinear una fisonomía sesgada de lo que estos autores llaman “modernidad”.
Comencemos por la relación racionalismo/ modernidad. La modernidad ha dado como frutos no sólo corrientes racionalistas de pensamiento, sino también otras más o menos críticas de ellas. Por ejemplo, las impregnadas por la sensibilidad romántica del siglo XIX, que sin ser antirracionalistas propusieron otras formas de conocimiento a la par de la razón. Incluso esgrimieron críticas de la concepción prometeica del hombre que anidaba en algunas vertientes de la Ilustración dieciochesca. En 1817 Mary Shelley imaginó una pesadilla en la cual un “pálido estudiante de ciencias impías” como lo llama en su diario) crea un ser viviente con partes de cadáveres. Esa pesadilla se desarrolló hasta dar forma a Frankenstein o el moderno Prometeo, una suerte de parábola en la que reflexiona –proféticamente– acerca de las catástrofes a que puede conducir la omnipotencia humana.
Pensar las ideas no racionalistas o irracionalistas como “excepción” a la regla, como “resabio” del pasado o como “reacción” a la modernidad implica decidir de manera apriorística y completamente arbitraria que la modernidad es una cosa y no la otra. En otras palabras: establecer un dogma. Contrariamente, las religiones no tienen por qué ser relacionadas mecánicamente con el antirracionalismo.
En un sentido hasta puede afirmarse que los teólogos escolásticos eran más racionalistas que los philosophes de la Ilustración: sostenían la creencia de que la mente humana es capaz de escrutar el mundo invisible, capacidad que los ilustrados negaron de plano. En el universo ilustrado el radio de acción de la razón se limitaba a los fenómenos de la naturaleza y se detenía ante las realidades sobrenaturales, en las que algunos creían y otros no.
Asociar modernidad a Ilustración, a racionalismo y a ateísmo es una muestra de ignorancia o de mala fe. De hecho, ¿de dónde sacan esos autores que la Ilustración puede considerarse antónimo de religión? Rushdie, con su confusión habitual, cita el anticlericalismo de Voltaire como ejemplo de la lucha que los hombres de hoy deberían librar contra las religiones.
Dejemos de lado que el anticlericalismo reúne un amplio abanico de posiciones entre las que predominan las que lo conjugan con profesiones de fe de las que no tenemos motivos para dudar –es justamente el caso de Voltaire–. ¿Por qué la Ilustración de la que hablan estos autores remite a autores anticlericales o ateos dejando de lado a los que nunca negaron la existencia de Dios y a menudo tampoco la validez de las religiones positivas ni la utilidad de las Iglesias? ¿Por qué los ejemplos ignoran la Ilustración germánica –la aufklärung puede decirse que nace en ámbito religioso–, la italiana y la española? Se argumenta que la religión pone un límite a la indagación científica, que ha de detenerse frente al misterio y al dogma.
Pero a diferencia de los hombres del siglo XVIII, sabemos que los paradigmas científicos también ponen límites al conocimiento, muestran y ocultan realidades, recortan el ángulo de una observación que tampoco es objetiva ni ilimitada.
Subyace otro “equívoco” en el tratamiento que estos militantes ateos hacen de la Ilustración: la de considerarla una ideología o un sistema filosófico cuando los ilustrados, si algo puede decirse en general de ellos, desconfiaban por principio de los “sistemas”. La Ilustración no es una ideología, es una actitud. Ante la pregunta acerca de su naturaleza, Kant respondió señalando una actitud: sapere aude, animarse a conocer. Por eso entre los llamados ilustrados, como luego entre los románticos, encontramos personas que piensan de manera radicalmente distinta en temas no menores. Los comuna una actitud ante el mundo, una praxis, no una ideología o un sistema filosófico.
Por último, ¿de dónde han sacado que la religión conduce a la violencia y la racionalidad moderna a la convivencia y a la tolerancia? La asociación, si no explícita, emerge en el ánimo del lector desprevenido cuando lee acerca de hombresbomba islámicos o directamente los ve en la única foto que ilustra el dossier de Ñ. Basta recordar que íconos de la lucha no violenta fueron a la vez líderes religiosos, como Mahatma Gandhi o Martin Luther King, y que Benedicto XV pronunció una de las pocas voces que llamaron a terminar con la carnicería de la Primera Guerra Mundial. Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki y miles de otras expresiones de violencia extrema no pueden disociarse de la modernidad. ¿La bomba atómica es un resabio del Medio Evo oscurantista? Stanley Payne ha señalado las raíces ilustradas del nazismo, claras, a su juicio, en su concepción omnipotente del hombre. El nazismo no apeló precisamente al cristianismo ni a la religión para llevar a cabo el genocidio de los judíos: acusó al cristianismo de ser una religión de débiles y de esclavos y exterminó a sus enemigos sobre la base de lo que Rushdie llama una “ética secular”.
Los nazis, por lo demás, fueron modernísimos: industrialistas, cientificistas, vanguardistas, idólatras de la tecnología, cultores del hombre prometeico.
La debilidad y la falsedad de las afirmaciones esencialistas de estos “pensadores”, que meten en una misma bolsa etiquetada con el título de “religión” todo lo que no les gusta, desde Dios hasta la violencia, de los relatos creacionistas a las experiencias y tradiciones espirituales más diversas, queda al descubierto al recordar las dificultades que desde sus comienzos han enfrentado las ciencias sociales para definir de manera satisfactoria qué se entiende por religión. Los esquematismos que asocian una supuesta tradición racionalista, humanista e ilustrada enfrentada a otra de rasgos puestos representada por las religiones,no pueden sino ser el fruto de una supina ignorancia o de intencionalidades militantes disfrazadas de filosofía, transformadas oportunamente en pedestres negocios editoriales.
El autor refuta los argumentos de Salman Rushdie y Christopher Hitchens, ya que considera que, a diferencia de Gianni Vattimo, confunden a los lectores con argumentos inconsistentes en el renacido debate sobre la existencia de Dios.
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Join discussionLos autores que refuta Roberto Di Stefano, también procuran encontrar nuevo fundamento humanista para una moral atea, superando al materialismo contemporáneo y la deconstrucción nietzscheana de verdades metafísicas, religiosas y del humanismo moderno. Lo que puede relacionarse de su pensamiento, es que ideales como el amor, la justicia, la libertad, etc. son universalmente aplicables haciendo posible el acuerdo para la moral. Se trataría de ideas universalmente lógicas, sin considerarlas platónicas o metafísicas. Ni propias de la naturaleza divina. Así, desde el ser humano son “trascendencias lógicas”. Hay una trascendencia para la aplicación de valores como- por ejemplo- sucede frecuentemente con los derechos representados con la denominación de “humanos o del hombre”. Para el caso, es consecuencia de la deducción lógica entender la aplicabilidad de criterios análogos, a diferentes especies o formas de vida. Valores como la solidaridad, la compasión y la libertad, existen sin que deban estar dirigidos con exclusividad a una forma de vida. Este puede ser un ejemplo de trascendencia lógica en la aplicación de ideales desde el ser humano, no obstante estos valores nunca dejan de estar fundamentados metafísicamente. Es sobrenatural el fundamento ético que justifica dar la propia vida por un amigo, un justo o simplemente por el prójimo; el fundamento que puede sustentar la decisión de 100 individuos para dar voluntariamente sus propias vidas temporales y así salvar sólo la de uno. Así es la razón del sentimiento puro que permite superar una lógica elemental en la aplicación de normas.
Valores como el amor, la verdad, la justicia y la belleza, nos vienen impuestos desde afuera, son valores que nos llegan desde la realidad que nos trasciende. No son inmanentes a nuestra subjetividad. Esta es una abstracción difícil de asimilar, porque todo ser humano recibe de Dios el conocimiento moral y su libre albedrío para resolver ante opciones éticas. El hombre tiene conocimiento moral aunque no crea en la existencia de Dios ni medite en su posibilidad.
El amor es más fuerte que la lógica en ética.
El fundamento de esta verdad obviamente supera la trascendencia lógica de valores desde el ser humano. El ser humano recibe estos valores desde la sobrenaturaleza que lo trasciende.
(De pág. 25 y 26 en “Existencia y Dios”, blogdelafe.com).
En lo que se refiere a la fuente principal de la fe cristiana, que es el Nuevo Testamento, con su corazón en los cuatro Evangelios, jamás podrá decirse que puede ser la raíz de donde toman forma las diferentes formas de discriminación, violencia e irracionalidad, imperantes en tantas conductas que atentan contra los seres humanos, y que muchas veces son realizadas por los mismos adeptos a nuestras iglesias.
Comprender así la Palabra de Dios sería manipular los textos malintencionadamente, con el fin de justificar ideologías que están totalmente alejadas del mensaje de Cristo.
Pero también debemos ser realistas: los textos se han utilizado muchas veces, y se siguen utilizando, en pos de posiciones que sólo intentan la dominación del otro y la transformación de su conciencia con mandatos ajenos a la propia voluntad y al mensaje de amor de Jesús.
Personas que no hacen honor a la fe que dicen profesar y a los dones que han recibido, los hubo y los habrá siempre. Pero las conductas de esas personas, irracionales, inescrupulosas, culpables, de ningún modo pueden ser prueba alguna de la existencia o la inexistencia de nada más que de sus vidas incoherentes.
Es por eso que, de allí a tildar a las religiones «en bloque», no sólo de irracionales, sino de ser las pruebas más directas de la «inexistencia de Dios», como han hecho los diversos autores criticados por Roberto Di Stéfano, es realmente infantil, y produce el efecto contraproducente de quitar autoridad a estos escritores, ya que justamente son sus afirmaciones inconsistentes las que quitan peso a lo que declaran como verdadero, en cuanto que no siguen la lógica «racional» que tanto reclaman de las instituciones religiosas.
Queda flotando la pregunta esbozada por Di Stéfano al final del artículo: ¿»supina ignorancia o intencionalidad militante disfrazada de filosofía», y mezclada con turbios objetivos económicos…?
Creo que ambas posibilidades se conjugan, y bastan para omitir estas obras y a estos autores de nuestras bibliotecas y sugerencias de lectura.
Saludos cordiales,
Graciela Moranchel