Tenemos una invitada en esta entrega de Mayo. Miranda Lida es Doctora en Historia, Investigadora del Conicet y Profesora en la Universidad Torcuato Di Tella y en la Universidad Católica Argentina. Es autora de una novedosa biografía del Deán Gregorio Funes: Dos ciudades y un deán. Biografía de Gregorio Funes (Eudeba, 2006).
Las invasiones inglesas sacudieron fuertemente Buenos Aires. La formación improvisada de milicias alteró el ritmo normal de la ciudad, amenazando con disolver las jerarquías sociales, de por sí bastante menos rígidas en la ciudad porteña que en otros enclaves del antiguo imperio español. Los festejos por la Reconquista se hicieron en la calle: hubo bailes y juegos en la plaza, en un estilo netamente popular. Gabriel Di Meglio ha mostrado en una contribución anterior en esta columna la vitalidad que tenían los sectores populares porteños. Veremos a continuación, y por contraste, lo sucedido en Córdoba.
Aquí, los festejos por la Reconquista afianzaron todavía más las tradicionales jerarquías sociales. Era una ciudad donde algunas pocas familias controlaban los cargos en el cabildo, ocupaban posiciones centrales en las iglesias haciéndose lucir en las primeras filas del templo y manejaban a discreción los puestos públicos a través de una red de relaciones que vinculaba a sus familiares y protegidos. Las ceremonias sagradas eran una excelente ocasión para hacer ostentación de su posición social. Era fundamental, pues, que se respetaran las formas rituales y se hiciera exhibición de un fasto que sólo las familias más conspicuas de la ciudad podían poner en escena. Así, el pueblo permanecía en un segundo plano, al punto de “ahogarse consigo mismo”.
Con estas últimas palabras describió Ambrosio Funes el papel del bajo pueblo en las fiestas cordobesas por la Reconquista. Era un hombre de gran peso en la sociedad local durante el Antiguo Régimen y ocupó reiterados puestos en el cabildo de la ciudad. Era, además, un ferviente devoto de la Virgen del Rosario, a cuya protección solía atribuirle cualquier hecho “prodigioso” que ocurriera en su vida. En cambio, cuando se trataba de prevenir peligros y conjurar males, apelaba a la mucho más férrea figura de San Vicente Ferrer.
“Continuaron las músicas de españoles y pardos por más de quince días, empezando y terminando casi siempre en lo del Señor Alcalde de primer Voto Don Ambrosio Funes, el más electrizado con estos prodigios de la Augusta Madre de Dios Nuestra Señora del Rosario, gran devoto de esta advocación. No satisfecho con estas demostraciones, […] solicitó del Gobierno permiso para celebrar las fiestas que se verificaron el 23 de Agosto siguiente. La principal se redujo a dar gracias al Dios de las batallas por medio de su Divina Madre.
[…] Entonces se manifestó más el decoroso aparato y el gusto de su invención. Se colocó al Sacramento en la parte superior del nicho del altar principal, en el centro de un óvalo de esmaltes de diversos colores que variaban en cada momento, según variaban las luces artificiales y los puntos de vista a donde despedían los reflejos. Estaba circundado de rayos bien formados y todo el óvalo se sostenía en una graciosa nube investida de los rayos inferiores, diseminada de Serafines. En la parte de arriba, al ancho del cornijón, se puso una gran corona que hacía las veces de un dosel, adornada de flores y de pedrería artificial, todo sobre el campo de color de caña de que lo era el tafetán destinado a este efecto. Partían de sus lados dos largas cortinas celestes que se asemejaban a un pabellón. Al pie de la nube se puso el famoso simulacro de Nuestra Señora, con un vestido de rico brocato encarnado con flores de plata y sus joyas comunes, sobre un sencillo y vistoso pedestal proporcionado a su tamaño, cubierto de vestido de raso que remendaba al jaspe liso de claro amarillo con fajas y filetes de esmaltes violados. Tenía dos ángeles pequeños a los lados, que mostraban en sus banderas los nombres de Jesús y de María, que son escultura facultativa. Todo lo demás lo ocupaban velas de bello adorno, jarras de flores acomodadas con simetría y buen orden, seis banderas de seda de distintos colores que cubrían los costados del altar hasta el friso y las dos inglesas que consagró por trofeos a la Divina Señora a los pies del altar, sueltas hasta el pavimento. Las pilastras de la nave principal se cubrieron de tapices y todo respiraba gravedad, sencillez, gusto y devotos afectos, pareciendo que entonces el Santísimo y la Soberana Emperatriz despedían más destellos de sus bondades y su gloria. Precedidos los repiques y salvas que tan bien se imitaban con camaretas concurrió el Cabildo Eclesiástico […] y un inmenso pueblo que parecía ahogarse consigo mismo«.
La escena descripta, qué duda cabe, expresaba un fasto propio del Antiguo Régimen. Sin embargo, conviene eludir las generalizaciones rápidas del tipo los cordobeses son devotos y oscurantistas; los porteños, ilustrados y progresistas. Catolicismo e Ilustración se combinaban de muchas maneras. Claro que los códigos barrocos tradicionales se hacían sentir en Córdoba con mucha más fuerza que en Buenos Aires. Eso no quita, sin embargo, que incluso la elite local de la provincia tuviera sus voces ilustradas. Sin ir más lejos, basta con señalar que Gregorio Funes, hermano del anterior y deán de Córdoba, participó de los festejos de las invasiones con un discurso donde expresó su rechazo por el barroquismo y la superstición ¡de su propio hermano!
“Cuando afirmo que en las victorias adquiridas por nuestro ínclito reconquistador se dejó ver el brazo de María, no pretendo poner estos sucesos en el orden de aquellos milagrosos en que obediente la naturaleza ve con respeto quebrantadas todas sus leyes. Lejos de mí esa falsa piedad, que siempre tímida, indecisa, escrupulosa y limitada, se forma una virtud de su misma debilidad y cree honrar a Dios viendo milagros en las hechuras de su fantasía.”
Nada dijo sin embargo el ilustrado deán sobre el bajo pueblo cordobés. Seguramente coincidiría con su hermano, pese a todo, en que aquel se ahogaba consigo mismo.