Los obispos católicos ingleses y escoceses advierten que el proyecto de ley sobre igualdad que se halla en consideración del Parlamento plantea una amenaza contra la libertad religiosa. El presidente del Comité Responsabilidad Cristiana y Ciudadanía explica por qué es importante objetar el statu quo secular.

Sería extraño un mundo donde no existiera tensión alguna entre la Iglesia y el Estado: o bien la Iglesia se habría convertido en la herramienta de queja de un régimen totalitario, o el Reino de Cristo habría llegado a la Tierra sin que lo advirtiéramos. Pero si proclamamos el derecho a ser “buen siervo del Rey, pero primero de Dios”, como dijo Santo Tomás Moro en el cadalso, la tensión resulta ineludible.

Por cierto, la tensión puede ser creativa, pero para que esto ocurra es preciso que el Estado secular asuma otro modo de entender la religión en general y de la Iglesia Católica en particular. Y los católicos tienen que ser más claros y firmes al momento de proclamar la visión evangélica de qué significa ser humano y cómo esa visión nos ayuda a todos a servir al bien común.

Hoy, la Iglesia enfrenta una lenta pero persistente presión sobre la libertad religiosa, y me preocupa de manera creciente el impacto acumulativo de sucesivas medidas. En los últimos años, hemos sido testigos de los cuestionamientos de la Comisión de Caridad en torno al “beneficio público” de las obras de caridad; de las advertencias en la actual Ley sobre Igualdad contra el derecho de la Iglesia de designar personas cuyas vidas concuerden con sus principios; de la reiterada objeción a las imágenes o las prácticas cristianas en el ámbito laboral; e incluso de incidentes donde funcionarios locales han intentado suprimir expresiones tradicionales de Navidad. Y sin embargo, es un país que se jacta de valorar la diversidad y la libertad religiosa.

Los problemas que se nos plantean tienen muchas facetas, pero permítanme destacar dos. Por un lado, es cada vez más frecuente que quienes ocupan altos cargos en la vida pública son personas que han crecido en una profunda ignorancia acerca de lo que la religión es, cómo opera y qué impacto tiene en los creyentes y en la comunidad más amplia. Por otro lado, una definida corriente de pensamiento en la sociedad británica actual rechaza activamente la religión en todas sus formas. Lo presenta de modo articulado y con habilidad. Busca denigrar tanto  la creencia como la práctica religiosa, y crear un clima de intolerancia en lugar de conocimiento y discusión razonada.

No permitamos que esto nos haga perder la perspectiva: se trata únicamente de la actitud de algunos, y los ataques contra la Iglesia no son nada nuevo. Pero tampoco deberían los católicos ignorar sus responsabilidades: gozan de la libertad en democracia para exponer sus argumentos, y no deberían dejar de hacerlo con caridad y apertura. Sin embargo, es importante entender por qué los católicos tienen esta responsabilidad y por qué tienen que empezar a educar sobre su fe a la cultura secular, incluso a pesar de su intransigencia.

Tal educación es esencial. La ignorancia no es una forma de neutralidad benigna. Puede representar un perjuicio cultivado, una mala interpretación de la vida de la fe que la desacredita en la esfera pública y subestima su aporte al bien común de nuestra sociedad.

 

La vida cristiana se vive en la responsabilidad hacia la comunidad de fe, su tradición y su esperanza futura. Esta comunidad no es tan sólo un fenómeno sociológico. Con todas sus obvias y dolorosas falencias, se concibe sustentada por la gracia de Cristo. Y si ha de ser fiel a Cristo, entonces también debe ser fiel a lo que es el bien humano universal perdurable. Por eso la Iglesia dedica gran parte de sus energías a obras y prácticas de caridad reales que no sólo buscan cambiar la condición de los pobres, marginados, indefensos y aquellos que no tienen voz, sino que además procuran construir una cultura en la cual pueda florecer la persona humana.

Por eso, la Iglesia se involucra con pasión en las cuestiones que enfrenta la sociedad y en los debates que las rodean. No puede mantenerse al margen cuando el debate público está condicionado únicamente por cuestiones utilitarias, económicas y tecnológicas. Porque existen cuestiones morales y humanas más profundas en torno al significado y el propósito de nuestras vidas y de nuestros actos. La respuesta que les demos reflejará la clase de sociedad que deseamos ser.

Y por ello debemos resistir la situación en la que la religión se considere una excentricidad privada legalmente permisible, que puede admitirse a puertas cerradas una vez por semana, pero de ningún modo puede expresarse en la vida pública o laboral. Esto es inaceptable. Tampoco es consistente con el derecho a la creencia y práctica religiosas que estipula el artículo 9 de la Convención Europea sobre Derechos Humanos. Sin embargo, nuestra respuesta debe formularse de manera apropiada ante situaciones controvertidas: argumentar donde hay mentes abiertas al razonamiento; exponer objeciones ante  restricciones injustificadas; cuando en el espacio público se rechacen los valores de nuestra verdadera identidad como contribuyente al bien común.

El argumento racional da resultados. Como consecuencia de los debates con la Comisión de Caridad, mejoró mucho su consideración final acerca de cómo las obras benéficas religiosas pasan la prueba del beneficio público. En el proyecto en tratamiento, los obispos católicos están discutiendo estos puntos exhaustivamente. Hemos puesto en claro nuestras preocupaciones en encuentros con funcionarios, en una presentación escrita formal ante el comité evaluador del proyecto en Westminster, en el testimonio oral brindado al comité, y en continuas discusiones con el gobierno.

Una cuestión clave es la manera  en que el proyecto limita la definición de “tareas con fines religiosos”, de tal modo que únicamente abarcaría los actos litúrgicos o la enseñanza o promoción de la doctrina. No comprendería las funciones pastorales ni representativas, donde la credibilidad de quien ocupa el cargo se vería fatalmente socavada si su vida discrepara abiertamente con las enseñanzas de la Iglesia. Este es un problema que puede resolverse si hay voluntad política, como espero que haya.

El segundo enfoque consiste en objetar las conjeturas automáticas de la burocracia. A medida que la legislación se traduce en pautas prácticas, en cada etapa se torna más reacia a los riesgos, hasta que llega un punto en que las primeras líneas funcionan sobre instrucciones que van más allá de los requerimientos legales. En ciertos lugares, “diversidad” se ha convertido en una de esas palabras inconmovibles con precedencia sobre cualquier otra, como “salud y seguridad”, y que significan que no se admite discusión. Pero ¿quién dice que las primeras líneas la han entendido correctamente? ¿Están en condiciones de  mostrar la autoridad legal que respalde sus instrucciones? Y ¿qué atención han prestado al hecho de que la religión también forma parte de la diversidad con el mismo derecho a ser protegida por la ley?

Cuando esta ley entre en vigor estará acompañada de directivas oficiales. Es preciso que el gobierno preste una esmerada atención a este aspecto y a sus consecuencias. Y ello será especialmente importante respecto de la interpretación de “acoso”, ya que hoy un empleado ateo podría declarar que encuentra “ofensiva” la presencia de un crucifijo, por lo que el empleador sería potencialmente culpable de acoso.

La Conferencia de Obispos Católicos de Inglaterra y Gales trabajará juntamente con los encargados de formular las directivas para garantizar que se contemple este tipo de cuestiones. Pero al mismo tiempo, debemos elaborar nuestras propias directivas, con respaldo legal, que brinden a los católicos la confianza y los argumentos para cuestionar aseveraciones injustificadas sobre las exigencias de la ley.

También estamos trabajando estrechamente con la Comisión de Conferencias Europeas de Obispos para elaborar un documento equivalente que apuntale las discusiones sobre la próxima Directriz para la Igualdad de la Unión Europea, en Bruselas. Podemos evitar muchas de las áreas de conflicto potencial si logramos desarrollar un enfoque más pulido respecto de cuestiones de diversidad e  igualdad, que hoy juegan un papel tan destacado en nuestro discurso político y en nuestra legislación.

Necesitamos enriquecer la apreciación de estos valores a fin de que traduzcan en una  legislación que sirva al bien común y que no genere injusticias ni negación de la libertad religiosa. Encontrar este lenguaje no redunda sólo en el interés de la Iglesia Católica y de otras comunidades religiosas importantes; constituye un mejor servicio para todo nuestro pueblo.

Finalmente, por las razones positivas que mencioné al comienzo, tenemos que hacer oír nuevamente nuestra voz en la esfera pública. La Iglesia no existe por su propio bien sino por el bien de la humanidad. Nuestra motivación debe ser, fundamentalmente, el servicio al prójimo y la proclamación de la verdad, y la inconfundible voz católica en los asuntos sociales debe ser oída con claridad.

Como obispos, como sacerdotes y religiosos, y como laicos, debemos actuar con caridad en el servicio al prójimo, pero al mismo tiempo defender nuestras libertades, nuestros derechos y nuestro aporte a la sociedad. Muchos en nuestra sociedad desean escuchar más a una Iglesia marcada por la integridad y por un profundo respeto hacia la humanidad: un desafío para nosotros tanto hacia adentro como hacia afuera de la Iglesia.

Para hacer frente a ese desafío, hace falta que el mundo contemporáneo conozca mejor quiénes somos realmente y reconozca no sólo nuestro aporte en bien suyo, sino nuestro derecho a vivir la fe que lo inspira. La libertad para hacerlo no debería ser demasiado pedir a una sociedad que cree en la igualdad y respeta la fe de sus ciudadanos.

 

 

El autor es el arzobispo de Crdiff y presidente del Comité de Responsabilidad Cristiana y Ciudadana de la Conferencia de Obispos Católicos de Inglaterra y Gales.

 

Texto de The Tablet, 25 de julio de 2009.

Traducción: Silvina Floria.

 

 

1 Readers Commented

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  1. Luis Alejandro Rizzi on 6 noviembre, 2009

    Alguien escribió que cuando se deja de creer en Dios, se cree en cualquier cosa y hoy día «creer en cualquier cosa» es más respetado que creer en Dios por ese motivo en general «la diversidad» se ha convertido en un concepto equívoco que incorpora como legítima cualquier creencia menos la religiosa. Hoy habría libertad para todo menos para creer en Dios. Quienes defienden el aborto lo plantean más bien como una lucha contra la Iglesia o mejor dicho contra Dios. En nombre de la «diversidad» y los «derechos humanos» no sólo no se admite la defensa de la vida sino que se descalifica la opinión de cualquier cristiano. Parecería que en nombre del modernismo o post modernismo retornamos al más osucuro sectarismo y fundamentalismo laico propio de un fanatismo nihilista que está llevando al ser humano al límite de la desesperación. Por eso se habla de la sociedad del miedo porque la falta de creencias, de respeto a valores, nos lleva a perder día a día el sentido real de la existencia. Esta se confunde con el tener, con el acumular, ya que en la medida que mas tenemos creemos estar más cerca de la «infinitud», concepto que reemplaza a la noción religiosa de la «eternidad». Concluyo en nombre de la igualdad, de la diversidad, de la libertad, dia a dia se intenta castrar la dimensión religiosa de la persona. «Creer» es una discapacidad…

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