Una propuesta a propósito del Año sacerdotal: repensar la obra maestra de Bernanos y la figura a veces incomprendida del cura de Autricourt.

Georges Bernanos (1888-1948) pertenece a una generación brillante de escritores cristianos franceses que marcaron profundamente la cultura de su tiempo, como Paul Claudel, François Mauriac, Gabriel Marcel y varios otros.

Diario de un cura rural, la obra maestra de Georges Bernanos, publicada en 1936, como suele suceder con los grandes textos, no ha perdido actualidad. Las vicisitudes del cura de Autricourt, a pesar de responder a otro contexto y a otra época, parecen extremadamente vigentes. Además, el género “diario” utilizado como marco para su novela se revela sumamente apropiado para el argumento que el autor tenía entre manos.

No es fácil entrar en la psicología del sacerdote y rendir cuenta de los vaivenes de su personalidad y las resonancias que en su interior despierta el ministerio, la relación con sus feligreses, los vínculos con sus camaradas o con otros sacerdotes, su misma evolución interior. Uno de los mayores méritos de la obra es el haber superado ampliamente los clisés más o menos habituales sobre el sacerdocio y haber brindado un cuadro complejo, lleno de matices, sin concesiones ideológicas y extremadamente rico sobre la psicología del protagonista. Otro de los méritos o valores no menores del Diario reside en su esencial “credibilidad”, es decir, la lógica interna por la cual se supera toda forma de artificiosidad y se brinda una imagen auténtica del protagonista. Se trata de un hombre auténtico y el Diario, aun en sus páginas arrancadas, en sus “raspaduras” y en sus silencios, nos lo presenta como tal. No es un héroe ni un antihéroe. En pocas palabras, es un hombre que lucha por llevar adelante su vida y por cumplir con su misión.

Nada de esto le resulta fácil. Proviene de una familia muy humilde y con frecuencia fue o se sintió discriminado. No sabemos demasiado sobre los orígenes o las razones profundas de su vocación. Podemos suponer que, como otros casos de la época, el seminario significaba para la familia la posibilidad de que uno de sus hijos pudiera estudiar y tener una formación superior. De su estadía en el seminario se nos dice que fue un alumno destacado, aunque un tanto aislado de los demás por su temperamento.

Ya sacerdote, a los treinta años fue destinado a una parroquia rural. En principio, asume el aburrimiento de la pequeña aldea y sus campos, donde la gente parece mezquina y no demasiado benévola. El aburrimiento es fruto de la chatura del pueblo, de la monotonía de la vida y de la rutina diaria. Con el tedio hace alianza muchas veces la soledad, sobre todo en los momentos de conflicto.

Por otra parte, el cura parece dominado en muchas ocasiones por la tristeza, como él mismo lo confiesa. Hay en esto algo de temperamental, de frustración personal por no obtener los resultados que quisiera y por la malignidad de la gente, que no termina de comprenderlo y aceptarlo. Y también las consecuencias de la enfermedad que lo llevará en poco tiempo a la tumba. Sin embargo, esta situación no deriva en resentimiento o en escepticismo. El cura sigue con su misión, aunque tal vez los resultados pastorales no sean brillantes. Pero la cumple consciente y generosamente. Es un hombre verdaderamente “jugado” por su fe y su vocación.

El incipiente alcoholismo pone de manifiesto la contradicción que anida en su personalidad: por una parte su frustración, porque la realidad de su vida y la de su servicio no responden a sus expectativas y a sus ideales y, por otra, su dedicación generosa a la tarea pastoral y a la vida espiritual. Porque el cura parece castigarse excesivamente en su introspección. El es un hombre profundo, que puede ir al fondo de las cosas y rastrear las causas. En sus reflexiones revela una notable agudeza y lucidez. Es sincero, se conoce a fondo y no se esconde ni busca excusas ante lo que le pasa. Es capaz de dejarse guiar y aprender de la gente que le inspira confianza, como el cura de Torcy, con quien va haciendo su acompañamiento espiritual. Y aprende también de quienes tienen una concepción de la vida muy distinta de la suya, como los médicos con quienes trata. Es un hombre que se preocupa por sus feligreses y trata de entenderlos. Es un hombre pobre, que apenas alcanza a sobrevivir en una parroquia sin recursos. Pero todo esto lo percibimos de manera indirecta, ya que él aparece siempre incriminándose.

El drama que vive la familia del conde es el nudo del conflicto. El conde le es infiel a la condesa con la institutriz. La hija, que ha sido siempre su mimada, advierte esta situación y vive en conflicto con sus padres. La condesa, consciente de la infidelidad de su marido, campea la situación, tolerándola y camuflándola. Los tres elementos del conflicto (exceptuado el conde) van en busca de ayuda y consejo al párroco. Después de una charla a fondo, en la que éste la cuestiona severamente, la condesa muere de un síncope cardíaco. Flota en la familia la sombra de la sospecha de que fue la imprudencia del párroco la causa última de su muerte.

Esto lo pone casi al borde de la desesperación. Llega a decir: “Me esfuerzo en evocar angustias parecidas a la mía. Pero no acierto a sentir ninguna compasión por esos desconocidos. Mi soledad es perfecta y yo la odio. ¡No siento piedad alguna por mí mismo!” Y en otro momento: “el pecado contra la esperanza… el más mortal de todos y, sin embargo, el mejor acogido, el más halagado. Se necesita mucho tiempo para reconocerlo y ¡es tan dulce la tristeza que lo anuncia y lo precede!”. Dios mismo parece hacer silencio y estar lejos. La angustia se abate sobre el joven sacerdote, que parece no encontrar salida. Es más: estará, como hemos dicho, a muy poco trecho de la desesperación. Pero hay dos fuerzas que lo sostendrán hasta el fin: una es la oración, aun cuando a veces se sienta devastado o imposibilitado de llevarla a cabo como quisiera, porque considera que la voluntad de rezar es ya oración; y la otra fuerza es el servicio pastoral y la sincera búsqueda del bien de los demás, que aparecen claramente en todos sus contactos humanos que, aunque puedan parecerle frustrantes, su intención profunda siempre está dirigida a la comprensión y al bien del otro.

Se podría pensar que, por momentos, nuestro protagonista tiene rasgos de masoquismo: no cuida su salud, tiene una bajísima autoestima, tropieza con parroquianos que no terminan de aceptarlo, él mismo no se cree digno o suficientemente preparado para la misión que le han asignado. Pero, al mismo tiempo, aparece siempre como un hombre de fe que, como decíamos, vive sin concesiones su vocación.

Afronta la enfermedad con aceptación y sin hacerla “pesar” entre sus feligreses. Ante la perspectiva de la muerte, reacciona ambigua y contradictoriamente. Hubiera imaginado morir de tuberculosis y no de cáncer. Finalmente termina aceptándola. Su encuentro final con un ex compañero de seminario que ha dejado los hábitos es, de alguna manera, paradigmática. Hay algo profundamente fraternal en esta decisión de pasar los últimos momentos de su vida con este camarada y hablar con la mujer con la que él convive. De alguna manera, es un acto “redentor”.

Con su personalidad extremadamente intuitiva y razonadora, al mismo tiempo que percibe inmediatamente la verdadera situación de las personas, nunca las condena sino que les concede un margen de comprensión y magnanimidad. Incluso en el caso de la niña que mientras se burla de él le manifiesta intenciones ambiguas y oscuras; trata de comprenderla y, en cierto sentido, de justificarla.

Finalmente, su muerte aparece signada por la oración y la serenidad. Las últimas palabras de su diario son: “Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo”.

Antes ha rezado el rosario. Y como testimoniará luego su camarada, lo pedirá nuevamente antes de su muerte para estrecharlo contra su pecho, con un hilo de voz solicitará la absolución y, finalmente, pronunciará con voz nítida sus últimas palabras: “¡Qué más da! ¡Todo es ya gracia!”

Hay que decir que el personaje, con todos sus defectos, limitaciones y debilidades, aparece profundamente “querible” a nuestra sensibilidad. Efectivamente, toda la vida de este cura rural que se tuvo a sí mismo por “mísero”, “ingenuo”, “incapaz” y que no destacó de sí ningún mérito, pareció estar sostenida tan sólo por el hilo de la Gracia.

Creo que éste es un mensaje especialmente válido para los sacerdotes que muchas veces, consciente o inconscientemente, estamos tan pendientes de los resultados de nuestra acción pastoral o tan sujetos a cierta visión de lo que tiene o no tiene que ser la Iglesia. O tan quejosos o atemorizados por el mundo en el que nos ha tocado vivir. Solamente desde el don de Dios puede entenderse nuestra pequeña vida y la historia grande de la humanidad.

En la maraña de los pecados y las contradicciones de los hombres, la Gracia siempre triunfa.

 

El autor es sacerdote salesiano, doctor en filosofía y especializado en literatura.

 

1 Readers Commented

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  1. La humildad es el camino a la gracia de Dios,,,,el desarrollo del Ego daña el corazon de la persona y la lleva al pecado de no servir a su projimo con amor, con desprendimiento,,,,,,
    Vamos por la humildad,,,,,,,y la gracia siempre triunfara

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