de William Shakespeare. Nuevo Teatro Apolo.
El Nuevo Teatro Apolo, en el remozado teatro Lorange, abrió sus puertas con una propuesta poco habitual en el circuito de la Avenida Corrientes. Para su protagonista, Alfredo Alcón, éste es el cierre de un proyecto que –aunque luego lo retomó en España con otra dirección– quedó interrumpido hace tres años, cuando la obra finalmente subió al escenario del Teatro San Martín con Jorge Urdapilleta en el rol protagónico y la dirección de Jorge Lavelli (ver Criterio Nro. 2318 ).
En esta oportunidad, Rubén Szuchmacher, también responsable de la adaptación junto a Lautaro Villo, tiene a su cargo la puesta en escena con una mirada bastante distinta de la que rigió la recreación anterior ya que, aunque también privilegia el impacto visual, lo hace desde la condensación y mesura propias de lo trágico, pero sin descuidar el ritmo dramático y la inteligibilidad de los múltiples sucesos que conforman la trama. Los cinco actos del original quedan eficazmente compendiados en las dos horas que dura la puesta sin solución de continuidad. En lo escenográfico hay un uso acotado de elementos que, sin embargo, no deja de ser sugestivo: unos cuantos bancos de metal como toda utilería se combinan con varios paneles corredizos, delgadas columnas móviles y finos haces de luz, para generar los múltiples cambios de escena. La iluminación, la música y el vestuario, en gamas grises y negras, sugieren ese mundo en estado de desequilibrio e incertidumbre que tan acabadamente presenta el texto.
De la experimentada mano de Szuchmacher, con quien ya trabajó en temporadas anteriores en La muerte de un viajante y Enrique IV, Alfredo Alcón recorre con una notable composición el camino que desde el error y la ceguera espiritual lo conducen a la sabiduría. Lo secundan en roles principales y con notables actuaciones, sólidos puntales: Roberto Carnaghi, que nuevamente recrea al Conde de Glocester; Horacio Peña como Kent y Roberto Castro como el Loco. Merece destacarse el trabajo de Juan Gil Navarro como Edmund, el hijo bastardo: caudal de voz, dicción y expresividad le permiten lograr una arrolladora interpretación.