Con fina ironía y la amenidad de siempre, en conversación con el consejo de redacción de CRITERIO, el historiador argentino más reconocido tanto en el ámbito nacional como internacional teje una trama de observaciones sobre la política y la historia.
– ¿Cómo encontró esta vez al país?
– Tengo la impresión de que si bien todo el mundo anda desorientado, en la Argentina se suman elementos gratuitos de crisis… Además de los problemas inevitables, hay otros perfectamente evitables pero que aquí nunca se evitan.
– En las últimas páginas de sus Memorias escribió que el gobierno de Kirchner le recordaba el segundo gobierno de Perón. ¿Sigue pensando lo mismo?
– Sí, me refería al período que termina en el ’55. Quizás porque en situaciones normales se aburría, Perón eligió entonces la manera más complicada de resolver sus problemas. El enfrentamiento con la Iglesia no fue ciertamente una idea feliz, ya que lo obligó a enfrentar a una coalición opositora que unos meses antes nadie hubiera imaginado posible. Hoy hemos visto demasiadas cosas para sorprendernos, como cuando Berlusconi se proclama víctima de una despiadada campaña difamatoria de inspiración católico-comunista; algo, por otra parte, en buena medida cierto.
– Y ya que menciona a la Iglesia, ¿qué opinión le merece la figura de Benedicto XVI?
– Debo decir que me cae bastante bien, porque me recuerda a los profesores de Berkeley, que también habían sido muy liberales hasta el arribo de The Free Speech Movement: cuando descubrieron que su autoridad estaba amenazada, y también ellos cambiaron. Al Papa le pasa algo perecido; evidentemente hay cosas que a un profesor alemán no le causan gracia.
– Usted habló del fin del peronismo…
– No hablé del fin del peronismo sino del fin de la sociedad peronista. El peronismo sobrevivió destruyendo o, más bien, readaptando la sociedad peronista al mundo del fin del milenio. En 1946 comenzó por arraigar en los sectores populares de la Argentina modernizada, y sólo conquistó sus abrumadoras mayorías en el interior armando una maquinaria, muy tradicional, apoyada en un Estado mucho más fuerte y eficiente que en el pasado… En 1983, una parte no desdeñable de la clase obrera sindicalizada votó a Raúl Alfonsín, y fueron los sectores populares menos organizados y más pobres los que se mostraron totalmente refractarios a sus propuestas. En ese momento, como dirían los marxistas, Alfonsín no comprendió su papel histórico. Su idea de que el perfil de sociedad forjado por la revolución peronista seguía siendo viable estaba sencillamente equivocada. Menem, en cambio, se apoyó en el sector que permanecía férreamente fiel al peronismo, con un costo económico mucho más manejable. Ya sea en el marco clientelista favorecido por el peronismo, o fuera de él, una de las cosas sensatas que suelen hacer el populismo y la izquierda es repartir leche gratis a las familias con niños; es una medida poco costosa, que refleja una sincera preocupación por el bienestar de las masas y el futuro de la raza… y que favorece a los tamberos. Mientras se mantuvo la desindustrialización del último cuarto del siglo XX esa receta política conservó su eficacia, el problema se complicó para los Kirchner con la reactivación económica, que favorece el resurgimiento del movimiento sindical, menos en el sector industrial, incapaz de absorber aumentos muy fuertes, a diferencia de los sectores de trasporte y servicios.
– Comparativamente, ¿ve continuidad o ruptura entre el gobierno de Néstor Kirchner y el de Cristina Fernández?
– El problema básico actual es el cambio en el clima económico. En la medida en que les iba bien podían ofrecer servir su receta política con cualquier salsa, llámese la reconstrucción de la institucionalidad democrática o cualquier otra cosa. Pero apenas la economía comenzó a crujir, aparecieron los problemas. Y los Kirchner los agudizan por su manera de reaccionar.
– ¿Cree que Kirchner planea ser candidato en el 2011?
– Desde luego que sí, y eso refleja una tendencia que avanza en todas partes. La reelección indefinida es un problema que ni siquiera se plantea en esos términos en los países de tradición parlamentaria: mientras Berlusconi conserve la mayoría en el Parlamento italiano, nadie se escandaliza de que se perpetúe en el poder. Pero es un problema que existe en todas partes, inclusive en los Estados Unidos, donde constantemente se dice, paradójicamente, que si no estuviera prohibida la reelección, Clinton hubiera ganado un tercer período. Allí el argumento de que la prohibición de la reelección indefinida limita la libertad del ciudadano puede muy poco frente al respeto supersticioso tributado a la obra de los padres fundadores, pero en Latinoamérica, donde ese freno no existe, encuentra eco más favorable; así en Colombia su aspiración a un tercer período no ha privado a Uribe de un nivel de popularidad que Chávez sin duda ha de encontrar envidiable. Y lo mismo ocurre en Rusia, en Georgia, en Irán, en las repúblicas surgidas en el que solía conocerse como Turquestán, en las que, como por otra parte en Libia, Egipto y Siria, se insinúa un gradual deslizamiento hacia la sucesión hereditaria. Eso lleva a un progresivo anquilosamiento de los regímenes así liderados, como lo conocimos en la Argentina entre 1946 y 1955, donde el primer gabinete de Perón estaba formado por figuras muy presentables, paulatinamente reemplazadas en su mayoría por otras que lo eran bastante menos. Es que la gente que tiene algo en la cabeza no resulta muy convincente en el papel de admiradores en permanente estado de arrobo místico en el coro que acompaña al líder, y tiende a ser reemplazada por otra más limitada en sus talentos, pero no en sus ambiciones. Aún en un marco democrático la gravitación prolongada de un líder fuerte tiene consecuencias negativas en el largo plazo. Así hoy en el Uruguay, hay quienes dicen que si el Partido Colorado está en terapia intensiva es porque a la sombra de Sanguinetti no pudo crecer ningún nuevo liderazgo.
– ¿Cómo ve a la Argentina en el panorama político de América latina?
– La situación aquí está en sintonía con lo que sucede en otros países, pero se le suma un plus de agresividad y de conflicto muy argentinos. En cuanto a América latina, se oye decir que un retorno al pasado anterior al renacimiento democrático del fin del siglo XX es del todo imposible. Yo diría más bien que lo que es difícil es que se vuelva a una situación en que las fuerzas armadas tengan control corporativo del monopolio de la violencia, que es la ultima ratio en el arsenal de recursos de los que dispone el Estado para imponer su autoridad. En este punto, no creo que debamos temer el retorno de un episodio como el protagonizado por el general Onganía cuando en West Point definió ante sus colegas de las Américas los límites de la lealtad que estaba dispuesto a ofrecer a quien era su comandante en jefe.
– ¿Qué situaciones podrían volver a darse?
– Por ejemplo, lo que sucedió en Perú entre 1919 y 1930 con el gobierno de Leguía, que fue una dictadura civil con apoyo militar, pero tan inestable que Leguía vivió suprimiendo unas veinte conspiraciones hasta que estuvo tan confiado que no advirtió que la última le estaba ganando. Fue ésa una dictadura en un marco constitucional, que se parecía bastante a las que vinieron luego, por ejemplo, bajo el gobierno de Fujimori. Otro ejemplo es la dictadura instaurada en el Uruguay por el presidente Gabriel Terra entre 1933 y 1938, que el ejército apoyó pasivamente sin ejercer funciones de gobierno.
– ¿Cómo nos ve Brasil?
– Creo que Brasil ya ni nos mira. En la época en que nos tenía como un modelo difícilmente alcanzable (es triste recordar que la Argentina de Juárez Celman fue eso para el Brasil que derrocó la monarquía) eran muchos entre nosotros los obsesionados con el peligro brasileño. Ahora, que ya es mucho más que eso, parece que se decidió aquí muy sensatamente no tocar más el tema.
– ¿Y los Estados Unidos?
– Nunca nos han mirado mucho, y en este momento tienen demasiados problemas para interesarse en los ajenos mientras no los tocan muy de cerca, sobre todo porque hay un sector que recién ahora se da cuenta de que fue elegido un presidente negro y lo encuentra totalmente intolerable. Los efectos de esa oposición, sin duda minoritaria pero irreductible y cada vez más desesperada, se hacen sentir más debido a que la democratización del funcionamiento de los partidos, que pone la decisión en manos del electorado que participa en las primarias (internas) donde predominan los más militantes, que no suelen ser los mas moderados.
– ¿Qué tanto se siente la crisis global?
– O se siente demasiado o no se siente lo suficiente. No existe la sensación de vacío del estómago que hubo cuando asumió Roosevelt y dijo que “a lo único que tenemos que temer es al temor mismo”. Ahora que han logrado evitar la caída libre, los republicanos gritan que hay una deuda de trillones, sin mencionar que el 80% de esa deuda es consecuencia de su paso por el gobierno. Los gerentes de las grandes firmas financieras despliegan una notable desfachatez: se asignan premios de billones por haberlo arruinado todo, alegando que no usan para eso lo que el gobierno federal les ha transferido para salvarlos de la quiebra. Hay otra diferencia importante con la época de Roosevelt: mientras entonces la finanza privada tenía muy poco que ver con el Estado, ahora hay una relación casi incestuosa entre ambos… Pasó lo de siempre: las instituciones del Estado que debían vigilar a ciertos sectores privados han sido colonizadas por éstos. Es una situación muy de decadencia imperial: se parece bastante a lo que fue en Francia la de la nobleza togada, resultado de tribunales creados por la corona precisamente para controlar a los nobles. Y la presencia del control parlamentario no ofrece tampoco una barrera eficaz, sino más bien lo contrario. En los Estados Unidos ganar su buena voluntad requiere sumas sorprendentemente modestas. Ángel Rama, el crítico literario uruguayo, contaba que una vez, yendo de Caracas a Washington, se sentó a su lado un hombre de negocios norteamericano que le dijo que esa era su última visita a Venezuela. Se había propuesto hacer una inversión industrial de 90 millones de dólares, pero le explicaron que para que se la aprobaran tenía que gratificar a los cien miembros del Senado al tenor de un millón de dólares por cabeza. En los Estados Unidos, en cambio, con donar 10 mil dólares para el fondo electoral del presidente del respectivo comité senatorial, éste se encargaba de llevar la operación a buen puerto. Esa misma modestia contribuye a la solidez de ese modo de hacer política, mientras en Italia fue la creciente codicia de la clase política la que llevó a la crisis a la primera república.
– ¿Qué le espera a la Argentina en el mundo?
– No sé qué nos espera porque no sé qué mundo nos espera. Evidentemente tenemos un talento especial para rifar posibilidades. Y, por otra parte, las posibilidades son cada vez menos. Es un país que me temo que esté perdiendo una serie de ventajas que tenía. Por ejemplo: aún se jacta de tener mano de obra muy calificada, pero yo no estoy tan seguro de que sea así, porque quienes dejaron de ser trabajadores industriales hace diez años, probablemente hoy ya no sean calificados. El nivel de alfabetización real me parece que también se ha reducido con respecto a otras épocas.
– ¿Cómo ve la historiografía argentina contemporánea?
– Creo que se ha vuelto a una etapa de polémica muy poco interesante, sin nada de nuevo. Las posiciones revisionistas, a esta altura, son muy viejas, y muy reiterativas. Y en la medida en que se transforman en argumentos que se articulan en una suerte de historia oficial improvisada, un poco a los ponchazos, tienen aún menos que contribuir a la indagación de un pasado que como tal no les interesa. Yendo a la historia que tratan de hacer los historiadores, la profesionalización que ha hecho obra útil al imponer standards mínimos de competencia, se ha acompañado, como en todas partes, de una managerial revolution que desvía cada vez más tiempo de la investigación a la elaboración de pruebas de lo que en efecto se ha investigado, a través de exhaustivos currícula que en verdad dicen muy poco acerca del valor intrínseco de lo producido. Eso sin contar el prejuicio favorable a lo que se llama gestión, que es lo que hacen los managers, reflejada en los puntajes aplicados para la promoción en el escalafón del CONICET, que sugiere honradamente que en sus filas hay maneras más eficaces de hacer carrera que hacer bien su trabajo de historiador.
– ¿Es un fenómeno argentino?
– Las exigencias se redujeron en todos lados. De los Estados Unidos puedo contar la anécdota de una señorita llamada Julia Rodríguez que decidió escribir un libro muy foucaultiano sobre cómo en la Argentina la autoridad de la ciencia fue puesta al servicio del orden político, a la vez progresista y autoritario, instaurado por la generación de 1880, en el que invoca para dar una idea de la intimidad entre elite científica y política el hecho bien conocido de que Eduardo Wilde ocupó la presidencia de la República Argentina. Lo más grave es que el libro fue publicado por una editorial que no podría ser más respetable, la de la Universidad de Carolina del Norte, y que el profesor Jeremy Adelman, de la Universidad de Princeton, bien conocido por sus valiosas contribuciones a nuestro campo de estudios, certifica en el blurb que en él la autora ha abierto nuevos rumbos a la historiografía argentina.
– ¿En qué trabaja actualmente?
– Estoy tratando de terminar algo que empecé antes de que se pusiera de moda el tema, y ahora creo que ya pasó: una especie de estudio de cómo surgió la figura del intelectual en la América española en el siglo XIX a partir de autobiografías o memorias. Empiezo con Fray Servando y termino con Rubén Darío, pasando por el Deán Funes, Belgrano, Sarmiento, Alberdi, Lastarria, Guillermo Prieto, José María Samper, el colombiano que escribió un libro que se llama Historia de una (sic) alma, tan deliciosamente cursi como su título.
3 Readers Commented
Join discussionaquí tienes otro articulo con grandes fundamentos
que grande Halperin. Que buena nota con toda la actualidad.
Además de utilizar términos equivocados (ej: dice reeleccion cuando corresponde re- reelección) no se entiende nada. Flojito, flojito