libro-marai-diariosPor Sándor Márai. Salamandra, Barcelona, 2008.

 

En agosto de 2000, con la firma de Alberto Espezel, CRITERIO comentaba la edición italiana de la novela El último encuentro del escritor húngaro Sándor Márai (Le braci, Adelphi, Milano 1998). Era la primera traducción después del largo silencio de medio siglo en el que había caído uno de los grandes escritores mitteleuropeos. Esos que tan bien conoce Claudio Magris y que van desde Joseph Roth  (La marcha Radetzky, La leyenda del santo bebedor) hasta Franz Werfel (Una letra femenina azul pálido) o Gregor von Rezzori (Memorias de un antisemita).

En septiembre de 2001, en ocasión de la traducción española en Barcelona, volvimos a esa gran novela y publicamos un anticipo antes de su llegada a la Argentina. Recordábamos entonces que Márai (1900-1989) “cercano a los 90 años, ya viudo y muerto su hijo, se quitó la vida en San Diego, California, pocos meses antes de la imprevista caída del muro de Berlín”. En efecto, otro hubiera sido su ánimo de haber presenciado ese gigantesco cambio político.

La obra que hoy nos ocupa, de publicación póstuma, son sus últimos diarios, que van de 1984 a 1989: la conclusión de la trilogía que abarca Confesiones de un burgués y ¡Tierra, tierra!

Una oscura nube ensombrece todos esos apuntes, tan bien escritos y tan agudos, que reflejan un escepticismo por momentos agobiante: la idea del suicidio (“Sería tranquilizador saber que todavía puedo disponer mi propia muerte y que no estoy obligado a someterme al proceso de la impotencia y la descomposición”).

Sándor Márai acompaña durante la dolorosa enfermedad a su mujer (amadísima compañera durante más de 60 años), la asiste en la muerte y esparce sus cenizas en el océano Pacífico. La noticia de la desaparición, ese mismo año, de tres hermanos del escritor y de varios intelectuales de su generación lo hunden en la tristeza y en la desesperanza: “Al océano. Dos horas en la orilla, entre la niebla. En algún lugar está L., en medio de las aguas, donde Caronte esparció sus cenizas. Más indiferencia que tristeza. La indiferencia de la existencia desesperada”.  

En el largo exilio voluntario (rechazó tanto al nazismo como al comunismo) su única patria fue la lengua húngara, ese extraño idioma que no se reconoce en la común raíz indoeuropea: “La patria horizontal se desmorona, se altera. La patria vertical es sólida, más perenne que el bronce. A veces es tan sólo un verso”; “Mi hermosa patria, la lengua húngara”. Su terreno, donde se mueve con maestría y sabe dictar cátedra, es la descripción de la sociedad burguesa. Baste recordar como ejemplo la notable novela La mujer justa. Escribe en su diario el 29 de febrero de 1984: “Una revista hecha en Gyor publica un largo estudio sobre un escritor húngaro, un tal S. M., último representante del mundo burgués ya desaparecido, prácticamente desconocido para la joven generación húngara, etc. El escrito expone los diversos momentos de mi vida, como si el autor –yo- todavía creyera que la burguesía representa el progreso e impulsa el desarrollo, etc. Tratándose de una pregunta, la respuesta sólo puede ser un sí: la forma y el estilo de vida burgueses, tanto hoy como en todos los tiempos desde la Edad Media, son el catalizador que impulsa el progreso y el desarrollo de las masas”.

Márai, a pesar de las dificultades de la vista, al referir sus lecturas nocturnas presenta un panorama original y valioso de la poesía y la novela húngaras. De hecho, el libro concluye con un índice onomástico elaborado por los traductores (Eva Cserhati y A. M. Fuentes Gaviño) que da cuenta de esos escritores. Además, el autor escribe al pasar sus apreciaciones sobre Virgilio, Shakespeare, Cervantes, Voltaire, Goethe, Hölderlin, Conrad, Balzac, Leopardi, Poe, Keats, Pushkin, Byron, Shelley, Malraux y el mismo Borges (“Ha muerto Borges a los ochenta y seis años; éramos de la misma quinta. Falleció de cáncer de hígado en Ginebra, donde, según el periódico, había elegido morir. Fue un escritor genial, un talento original de este siglo (…) Borges observó al hombre argentino con la dedicación de un ontólogo, y descubrió en él al animal religioso”).

A pesar de su incredulidad y de su náusea (“la realidad es un burla obscena”) Sándor Márai no deja de preguntarse por Dios. Recurre a Spinoza y rechaza toda iglesia o institución, tanto en la fe como en el arte. El “sinsentido” de la vida lo atormenta. La misma literatura, finalmente, le parece por momentos inútil y absurda. Se refugia fugazmente en la historia y en la poesía. Recuerda a Oscar Wilde, indaga en El Quijote. Abre juicios políticos sobre el gobierno comunista de su país. Reflexiona sobre el proletariado chino. Critica la ridiculez texana y el capitalismo de los Estados Unidos, en particular su perverso sistema de salud. Al mismo tiempo reconoce la bondad y honradez de muchas personas de ese país y la libertad que le permitió escribir sin censura.

Para él los intelectuales progresistas son parásitos y el verdadero escritor es como un santo estilita expuesto en lo alto de una columna.

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