Despedida a Federico Peltzer, poeta, ensayista y novelista que supo armonizar su vocación por el derecho con su perfil de artista.
Federico Peltzer nació en Buenos Aires el 13 de abril de 1924 y murió el pasado 3 de agosto, a los 85 años. Abogado en 1948, fue profesor de Derecho Civil en la Universidad Católica Argentina y de materias vinculadas a la literatura en las universidades de La Plata, Lomas de Zamora y del Salvador.
Fue jurado en la Argentina y en el exterior, dictó cursos en casi todas las universidades del país y en España, colaboró con revistas y diarios y fue miembro de la Academia Argentina de Letras y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Recibió múltiples premios por su narrativa –novelas y cuentos–, poemas y ensayos, los tres géneros a los que se dedicó.
Escribió treinta libros entre 1955 y el 2004. Gladys Marín, su mujer y lectora primordial, quien en los últimos años ordenaba cuentos y poemas para la publicación (“Lo hace mucho mejor que yo”, afirmaba él) tiene en imprenta un poemario que quedara corregido e inédito, Mareas.
Peltzer trabajaba de escritor. Escribía en su Remington o en letra manuscrita e ilegible muchas horas por día. Corregía incansablemente, al punto de reescribir varias veces una novela. Es el caso de Carrera de postas, que dejó inédita. Me pregunto si quedan escritores de este temple, si no muere un poco con él el oficio de escribir, artesanal y sencillo, como él lo vivía. Nada de grandilocuencias, puro trabajo, pura dedicación. Dijo: “El escritor ha de servir a su vocación, este doloroso oficio de decir, como una necesidad, la palabra o el silencio de cada uno”.
Su mesa de trabajo en el despacho de la Academia vivió atiborrada de libros pendientes. Su biblioteca, de aproximadamente 15 mil volúmenes, dice elocuentemente su pasión y explica aquel asombro de nuestra adolescencia ante el Juez que sabía tanto de literatura. Recordaremos al profesor de las clases magistrales, preparadas hasta el detalle, íntegramente escritas, repletas de citas de autores que no habíamos oído nombrar siquiera, donde los rusos convivían con los franceses, los ingleses, los españoles e italianos, y sobreabundaba el amor por el sueco desconocido, Pär Lagerkvist.
Era paciente para enseñar, pausado para exponer, cálido y a la vez algo distante detrás del humo de su pipa, siempre puntual, generoso con su tiempo, solícito para las preguntas fuera de hora.
Perteneció al grupo de escritores argentinos que tuvo el privilegio de conocer y tratar a los grandes maestros de nuestra literatura –Borges y Mallea, por nombrar sólo a dos– pero también padeció ese cono de sombra que produce ser contemporáneo de titanes.
Su territorio es el de los grandes temas: la muerte, el amor, el misterio del corazón humano, la justicia. No claudicó en las temáticas: este es su mérito.
De la estirpe de los que honran la palabra, estudió y enseñó, infatigable, sobre los clásicos: San Juan de la Cruz, Cervantes, Quevedo, Dante; y los contemporáneos, los de sus libros oraculares: Unamuno, Mauriac, Lagerkvist, Greene, Kafka, Bernanos, Kazantzakis, Dostoievsky, Gide, Durrell, Bassani, Salinas, Camus, Juarroz.
Sus estudios enseñan que comentar la obra de un escritor no puede tener más propósito que generar el deseo de leerlo. Cultiva el arte de quedar por debajo y por detrás de la palabra que analiza. Hay un admirable pudor en su palabra crítica.
Si un tema ocupó sus páginas y sus desvelos fue el tema de Dios. Me animo a decir que pocos nombres en nuestra literatura han hecho, como él, de Dios, su tema. Y si algo supo decir de Él, fue su silencio. El silencio se titula su mejor libro de cuentos; también el cuento que relata la historia trágica de Abel y Caín. De silencio están repletos los cuentos “Las Arcas” y “El Filisteo” (Fronteras).
Este hombre austero y entrañable, reservado para los sentimientos, vivió peleando con Dios y contra Dios. Con el Dios de las prohibiciones y supercherías: “Para hacer a Dios hay que matar primero a mil dioses plurales heredados”. Y contra un silencio y una ausencia de Dios que no podía aceptar ni olvidar. Creo que algunas veces él mismo ignoraba qué batalla peleaba. Los reproches al Dios silencioso (“Inquisidor de mí, no me responde”) y los versos de amor se alternan agónicamente (“Yo no supe a Dios sino a su rayo / e imaginé un infierno donde estaba / la gloria de su amor trazando soles / y su blandura cincelando pétalos”).
Lo medular, a mi juicio, de su personalidad literaria, es su experiencia religiosa. En primer lugar, la sinceridad de sus dudas y sus rechazos, la libertad y franqueza con que se dice y dice lo que cree y lo que no puede creer. Muy pocas veces he leído sobre las dudas con tanta hondura y coherencia y con el deseo de creer con tan desesperado afán, vivir esta congoja y poder expresarla con tanta modestia y honestidad en primera persona. No he conocido a nadie que en este clima religioso atormentado pueda escribir versos como: “Tan silencioso Tú, mi bienhablante, / tanto decir desde tu voz callada”.
En segundo lugar, su tribulación tiene dos sagrarios: el del silencio de Dios y el de su ausencia. A veces son pregunta: “¿Es verdad que en la ausencia estás conmigo?”; otras, queja cargada de espanto: “Con el amor pregunto y no hay respuesta. / La voz tanto calló que está olvidada: / Es un recuerdo apenas y me muerde”. Esta poesía, que de pronto toca lo místico y recupera la marca de San Juan de la Cruz –a quien Peltzer enseñaba con intuición incomparable– pasa a aullar lo incomprensible: “Maldecir a Dios es una forma de reconocerlo, de seguir encadenado a Él, como decía la Sibila”; o estalla en deseo de amor: “¡Ay, poderte querer, cuánto quisiera! […] A la fuente se llega de rodillas”.
Este homenaje desea rezar con sus versos: “Para acercarse a Dios hay que afinarse,/ tajar la copa, ser apenas flecha,/ rozar el aire hasta que asome el rostro/ y mecerse no más, eternamente”.
XXII
Como el desnudo Adán de la Sixtina,
me siento ya flotante y desprendido;
miro en antiguas nubes confundido
al hombre que ayer fue, mientras declina
el sol, por sombra oblicua ensombrecido.
La tarde cae. En el ocaso erguida
se apaga la otra luz que llamé vida,
el fuego que se amansa en el olvido.
Como el Adán desnudo miro el rayo
de aquel Rostro de luz que en mi desmayo
imagino llegar, aunque no viene.
Y ya en la noche del temblor oscura,
creo escuchar al ángel que murmura:
“El dedo que te suelta te sostiene”
Federico Peltzer
(de El silencio y la sed)
4 Readers Commented
Join discussionhoy 26 de enero de 2011 a las dos de la mañana mecièndome en internet,descubro y estoy segura de comerme sus libros, encontrè a alguien que,seguramente, mi alma en estos momentos «desamparada de Dios», estaba buscando.
Por otro lado quiero saber si se pueden adquirir sus libros, enusados o a muy buen precio pues estoy pasando por un momento, ya bastante largo, por muy mal momento econòmico.
En otro link me encontre con TIERRA DE NADIE y me parecio importantìsimo para este momento del mundo que vivimos que mal tratamos al adolescente (que requiere de tanto cuidado). ´que hicimos nosotros los padres, o qué no hicimos. para que los adolescentes, casi niños hagan lo que hacen.
Y todos pensando cómo los tenemos que castigar. Serìa interesante escuchar a alguien en radio, television o libros., plantear esta veta que plantea F. peltzer.
Me apasiona lo poco que he leìdo. Grande Federico. maria margarita paz
Hermosa reseña a la obra de un gran poeta argentino que, como tantos otros, ha sido sistemáticamente olvidado por quienes ejercen su función de ejecutivos de la «cultura».
Estoy absolutamente con los comentarios anteriores los grandes escritores muchas veces nose dejan ver por la sombras do los famosos que muchas veces no son los mejores .
Qué hermoso recuerdo.Tuve la suerte de ser su alumna en 1986 en la carrera de Letras(UNLZ). La materia era anual y leímos El Quijote.Era un especialista,nos enseñó a amar la literatura del siglo de oro.