El 25 de septiembre de 1973 un grupo de izquierda peronista asesinaba a José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT; dos días más tarde desde la derecha peronista partía el disparo que mató al estudiante Enrique Grynberg, militante de la JP. Por sugerencia de la lectora Lucila Peluffo de Moreno Hueyo reproducimos el texto que para la sección Crónica de la vida de la Iglesia, Criterio 1677, del 11 de octubre de 1973, escribió el entonces Pbro. Jorge M. Mejía, director de la revista.
Es instructivo leer los comunicados publicados con motivo del doble asesinato del señor José Ignacio Rucci y del señor Enrique Grynberg, últimos en una serie interminable de crímenes políticos ocurridos entre nosotros. Se los repudia, sin duda. Quien los aprueba, porque los hay, no publica comunicados. Pero se los repudia por razones políticas: es una reacción, el imperialismo, la derecha o la izquierda, si no con estos nombres con cualesquiera otros. Lo que parece importar ante todo es el hecho político de la muerte. Lo demás, la impresionante siega de vidas humanas, queda en la sombra. ¿Y llamaríamos a esto simplemente “lo demás”? Es el caso de examinar brevemente el hecho de estas muertes a la luz simplemente de lo que son: el término violento, impuesto por voluntad privada, a una vida humana.
La violencia
Querría comenzar por detenerme en esta palabra: violento. Se ha hablado y se habla tanto de la violencia que ésta corre peligro de perder su verdadera virulencia, que se manifiesta ante todo en la muerte, y en muerte como éstas. ¿Serían ellas causadas por la violencia “de arriba” o por la “de abajo”? O más bien, en el entrecruzamiento de violencias que se usaba como explicación en los días del gobierno militar ¿la de “abajo” sería efecto de la de “arriba”?
Aquí se ve bien claro cómo estas explicaciones son insuficientes y, en el fondo, bastante hipócritas. Ni el señor Rucci ni el señor Grynberg son víctimas de la violencia institucionalizada o de la violencia de los oprimidos. Son víctimas de la violencia, nada más. Una facción que se opone a otra, y expresa su disentimiento y su oposición de una manera objetiva, tangible, sangrienta. Matando. La explicación habitual reciente de la violencia no alcanza para esto. Esta es de otro orden. Significa que en nuestra sociedad se prefiere dejar de lado los canales normales de expresión de las divergencias y se recurre a las armas, como en cualquier sociedad primitiva, sin orden ni ley. El “alibi” de la violencia de “arriba” no sirve más, porque nadie puede argüir que se ejerce. Hasta hace poco ni siquiera la medida normal de represión, propia de una sociedad que se defiende, era ejercida. Pero ya ahora se empieza, y cabe preguntarse dónde se irá a acabar, cuando se habla ya de reformas al código penal. ¿Sería la violencia de “abajo” que trae la de “arriba”, a la inversa del esquema interpretativo clásico?
Quede esto dicho para mostrare qué poco valen tales explicaciones, cuando se las erige en absolutos. La verdad es que, nos guste o no, con elecciones o sin ellas (puesto que acaba de haberlas), la violencia se ha instalado en el seno de nuestra sociedad, pertenece a nuestro modo de vida, a nuestro modo de convivencia, o de falta de ella. La protesta, como el disenso, se expresa por la destrucción y la muerte. La culpa no la tienen las estructuras y las leyes, sino las personas. La violencia, como el pecado que ella es, antes de establecerse en las instituciones, reina en el corazón del hombre. Se resuelve allí que el adversario (el enemigo) no debe ser contradicho, o soportado, sino suprimido. Se lo considera un criminal que se condena, como si hubiera dos o tres justicias, aparte de la que es inherente a la organización social. O bien, se lo tiene como la pieza de un juego, que debe desaparecer del tablero cuando la jugada lo pide. Esta es la verdadera violencia, más allá de la que se interpreta por consideraciones especiales. Y esta misma, si es que existe, depende de la otra. El general Aramburu, el general Sánchez, el señor Sallustro y el señor Zenteno, por citar los primeros nombres que vienen a la memoria, son liquidados porque estorban o porque conviene, igual que el señor Rucci y el señor Grynberg. La diferencia, si la hay, es mínima y despreciable.
El hecho de matar
Cuidémonos entonces de las “explicaciones” de la violencia. Es fácil deslizarse de la explicación o la justificación, para asombrarse luego de los resultados, cuando la violencia continúa, roto el esquema. Se ha sido complaciente con la muerte y la muerte tardará en abandonarnos. Uno no puede menos de recordar las reticencias y las argucias verbales que han acompañado, en diferentes sectores, los asesinatos de los que hemos sido testigos. No nos asombremos ahora al encontrarnos, un buen día, con la violencia convertida en un ítem más de la vida argentina, precisamente bajo el gobierno del pueblo. Los que hacen profesión de catolicismo son en esto tan responsables como los demás. La violencia nos ha sonreído y satisfecho, especialmente cuando se ejecuta a ricos y poderosos, hasta el extremo de haber construido, para uso común, una “teología de la revolución”. Muy bien. Recojamos lo que sembramos. Tendré todavía algo que decir al respecto, más adelante.
Entretanto, reflexionemos sobre la enormidad que significa segar una vida humana porque así parece. Merece respeto, promoción de sus derechos, servicio y atención de la sociedad política, casa, comida, trabajo, asistencia, educación, diversiones, libertad para ser y para desarrollarse. Ante todo, merece vivir. Todo lo que enumeramos, y más que se podría añadir, sólo tiene sentido en función de la simple vida humana, defendida y mantenida. Cuando se mata, quienquiera mate, esto se niega, aunque se siga pronunciándolo con los labios. La vida se declara ser de ningún valor, un mero instrumento útil, un valor permutable. No se ve mucho qué sentido tiene la justicia social, la recta distribución de la riqueza, los planes de vivienda y la atención a las villas miseria, si no se comienza por respetar la vida. Así estamos, digámoslo de nuevo, en la hipocresía.
Todas las vidas, además, son iguales. La del chico como la del grande, la del pobre como la del rico, la del empresario como la del obrero, la del fascista como la del izquierdista. Uno se acuerda con pena de cuando aquí se justificaba la tortura porque, al fin, afectaba a terroristas, y de qué otra manera se puede luchar contra esa plaga. ¿Pero cuando antes se la aplicaba a otros? Son estas sutiles defecciones, siempre presentes, que traen poco a poco el reino de la violencia entre nosotros. Los padres justifican la tortura y los hijos salen a matar. Los cristianos “explican” la matanza de los ricos y de los generales y su auditorio acaba matándose entre sí. Es ciertamente una espiral de violencia, pero de especie distinta de la que generalmente se diagnostica. Más que a Estado de sitio recuerda a La naranja mecánica.
Un cristiano no debe dejar de proclamar además que cada muerte es una ofensa a Dios de las peores. La ley de no matar, escrita en el Decálogo, no es, en efecto, ni ocasional ni humana. Es absoluta y divina. Es bueno releer en estos días el capítulo cuarto del Génesis: Caín y Abel, fijándose sobre todo en que tampoco es lícito matar a Caín porque él hubiera asesinado a Abel. Tres capítulos antes, en el primero (v. 26), se encuentra la razón profunda de la maldad del asesinato, reasumida con una fórmula lapidaria en el capítulo 9 (v. 6): “Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre su sangre será vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (traducción de la Biblia de Jerusalén). Dos cosas se dicen en este verso de la Biblia: la violencia que se desata por cualquier muerte (la verdadera espiral) y el horror que implica haber violado la imagen de Dios. Esa imagen de Dios que es el hombre es la raíz de su propia dignidad. Nadie tiene derecho a destruirla ni a ser complaciente con quien la destruye. Importante tema de meditación y de homilía para estos días, en lugar de epigonar sobre quién es el verdadero culpable y cómo ciertas muertes promueven o no “la causa del pueblo”.
Honestidad
Pues es preciso no vivir en la ilusión y en el engaño, eligiendo a qué sepelio se va a asistir para dar la correcta impresión y la conveniente imagen. Muertos, más todavía que vivos, todos los hombres son iguales. Y todas las muertes son iguales. Todas nos hieren por igual. La gran víctima es aquí la sociedad de la cual todos formamos parte y de la cual vivimos, para bien o para mal. Lejos de saldar la deuda, otra muerte abre una brecha más. Así, nos acercamos al abismo.
En situaciones como ésta se requiere lucidez y valentía. Valentía para decir toda la verdad. Lucidez para ir más allá de las apariencias. Nadie me parece haber dado pruebas ahora de estas dos virtudes. Es la hora de los “repudios” y las “explicaciones”, mientras esperamos al próximo cadáver. Tristemente, no sé oyó ninguna voz que condene los asesinatos por lo que los asesinatos son, independientemente de su color político. Hubo algunos, además, que oportunamente se lavaron las manos, como Pilatos.
En este clima, siento profundamente que la única voz cristiana y sacerdotal que se eleva, la del Movimiento de sacerdotes para el Tercer Mundo, no haya evitado este escollo. Es verdad, se comienza por decir que “los crímenes y manifestaciones de violencia… son hechos claramente inmorales y condenables que se oponen directamente a la ley de Dios y a la voluntad del pueblo argentino”. Dejemos lo segundo, que pertenece al común género literario de estos comunicados. Lo primero no ha sido dicho por nadie, que yo sepa: los asesinatos son inmorales y condenables, porque se oponen a la ley de Dios. Con esto bastaba para dar a los hechos su trágica entidad. Yo no he hecho otra cosa en lo que precede.
Pero luego se sigue: “Nosotros no hemos querido nunca entrar en la variante fácil e ineficaz de condenar la violencia en abstracto y sin distinciones, pero cuando un pueblo está gobernado por los representantes que él mismo se ha elegido, nadie puede arrogarse la autoridad de quitar a otro la vida” (La Nación, 29 de setiembre de 1973). ¿Y cuando no gobiernan los representantes del pueblo alguien puede arrogarse semejante autoridad? La violencia, entonces, no se condena por lo que duda, no se la quería condenar “en abstracto y sin distinciones”, “variante fácil e ineficaz”. Se podría preguntar de qué facilidad y de qué ineficacia se trata. Pero esto es, con todo, secundario. Lo que más importa aquí es la teoría de la violencia que estas frases suponen y cómo se la compagina con la primera parte de la cita. ¿O debe uno pensar que “la ley de Dios” y la “voluntad del pueblo argentino” condenan los asesinatos como inmorales sólo cuando gobiernan los representantes del pueblo? Lo que no se ve en esto, a causa de la fascinación de las opciones políticas, es que todo asesinato es un crimen a los ojos del Dios y (esperemos) para la voluntad del pueblo argentino. Que se lo haya cometido antes o después, bajo un régimen u otro, no cambia la cosa. A menos naturalmente que entremos, no en la “variante fácil e ineficaz” de las condenaciones abstractas e indistintas, sino en la pendiente de las “explicaciones” a las que nos referíamos más arriba. Pero así los asesinatos de ante simplemente preparan los de ahora. Es, por consiguiente, “fácil e ineficaz” condenar a estos últimos, cuando no se empezó por tomar clara posición respecto de los primeros. En realidad, lo que menos cuenta son las consecuencias de los hechos, excepto porque revelan su verdadera envergadura. Pero esta ilación no es percibida en el análisis que se nos propone, a riesgo de tergiversar el verdadero contenido de la ley de Dios que se proclama. La verdad es que se está preso en los propios compromisos.
Conclusión
Cabe preguntarse cómo saldremos del marasmo presente. No ciertamente por vía de interpretaciones como la citada. El “gobierno del pueblo” es desgraciadamente impotente para cambiar una situación que se demuestra no tener nada que ver con la existencia del libre sufragio. Se vivió un tiempo de esta ilusión, pero la crueldad de las muertes recientes la ha disipado por completo.
Las cosas se plantean y se deciden a otra profundidad. Es en el orden de la conciencia donde se respeta o no la vida del prójimo. Admitamos que las conciencias humanas padecen condicionamientos y tratemos de liberarlas (¡oh la liberación!) con una clara y eficaz acción externa. Pero sepamos que sólo las transformaciones interiores son verdaderamente eficaces. Dejar de matar, cuando se ha empezado de esta manera directa y casi alegre con que se mata entre nosotros, significa cambiar de orientación interior. Cambiar de mente. Esto se llama tradicionalmente “convertirse”, por mucho que la palabra suene aquí extraña. Pero nos queda la esperanza de que una firme condenación de todo asesinato como medio de acción política, y una actitud consiguiente, apele todavía a la conciencia por lo menos de los candidatos a la violencia y haga ver que así no se sirve ni a la patria, ni al hombre, ni mucho menos a Dios. Los que ya están entregados a aquélla son más difíciles dem cambiar, como los animales cebados. Con todo, nuestro deber colectivo y especialmente cristiano es trabajar por este fin. Hay muchos modos de hacerlo, entre los cuales la penitencia y la expiación, incluso públicas, no ocupan ciertamente el último lugar.
Lo que se nos pide (hablo principalmente de los cristianos, pero realidad de todos nosotros), es ser, en este mundo de violencia, “artífices de la paz”. Es una de las beatitudes evangélicas (cf. Mt., 5, 9), indistinta de la de los pobres o la de los sedientos de justicia. Y es el “ministerio de la reconciliación” (2 Cor., 5, 18) que nos ha sido confiado y del cual se habla ahora tanto, con motivo del Año Santo. Seamos conscientes de lo que esta paz y esta reconciliación implican en nuestra patria, e interroguémonos cómo vamos a hacer para ponerlas en práctica.
Es el camino a seguir para que no tengamos que lamentar más muertes y condenarlas después con “facilidad e ineficacia”.
2 de octubre de 1973
1 Readers Commented
Join discussionBuen artículo