Para superar la angustia y la ansiedad que genera la crisis financiera global, la economía debe ponerse al servicio del trabajo. No se trata de renunciar a los beneficios sino invertir en el bien común.
“La justicia no puede crearse en el mundo sólo con módulos económicos buenos, aun siendo necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos. Y no hay justos sin la labor humilde, diaria, de convertir los corazones. Y de crear justicia en los corazones.”
Benedicto XVI, Respuestas a los párrocos y al clero de la diócesis de Roma. 26. II. 2009.
El término utopía es una palabra de origen griego (ou = no; topos = lugar) que comúnmente significa algo imaginado, pero que nunca es una realidad. Pero en el lenguaje más refinado de corte filosófico connota una realidad de tipo misterioso que puede ser conocida y lograda progresivamente, aunque nunca se deja manifestar y conquistar del todo (en el nivel teológico es más fácil de entender gracias a la fe. Un ejemplo significativo, la resurrección).
Estamos perplejos ante una paradoja: considerar utópica a la economía en momentos en que esa ciencia tiene que afrontar serios fracasos en su aplicación. Pero no es la economía la que fracasa sino el modo en que muchos quieren interpretarla y llevarla a la práctica. Es la soberbia del corazón lo que la traiciona. Benedicto XVI, en su alocución previa al rezo del Angelus del domingo 16 de noviembre pasado, afirmaba, a la luz de la parábola de los talentos, que las enseñanzas del Evangelio “promueven en la población cristiana una mentalidad activa y emprendedora” y que los bienes “tienen que ser gastados, invertidos, compartidos con todos”. Es decir, demandan una actitud de servicio –no de dependencia esclavizante–, de subsidiariedad, solidaridad y justicia social.
Una justa y recta sociedad nunca puede nacer de una mera ingeniería económica, hay que buscar su origen en las mentes y los corazones de los que participan: empresarios, economistas, inversores, científicos, empleados… Como escribió Carlos A. Floria en estas mismas páginas: “Son las fallas culturales y morales en todo el mundo que se erigen como telón de fondo de buena parte de la crisis económica y financiera que hoy lo sacude”.
Frente al dinero, mediación entre la riqueza y la economía que lo “inventó” y lo administra para que rinda, cabe preguntarse: ¿Qué ha de valorar más el hombre? ¿La riqueza o el trabajo que la crea? ¿Es la dignidad del trabajo la que da sentido al capital? ¿Puede un hombre ser digno si no se interesa seriamente por el bien común? Benedicto XVI ofreció una pista a seguir en su discurso a los directivos de la Confederación italiana de Sindicatos de Trabajadores, a fines de enero de este año: “Hay que buscar una nueva síntesis entre bien común y mercado, entre capital y trabajo. Es de esperar que de la actual crisis mundial surja la voluntad común de dar vida a una nueva cultura de la solidaridad y de la participación responsable, condiciones indispensables para construir juntos el porvenir de nuestro planeta.
Cómo resurgir tras un naufragio
La globalización se resquebrajó. La reacción de encerrarse en egoístas proteccionismos significa cerrar las puertas a la mayoría de la población del mundo, sin olvidar que también se torpedea la estabilidad de las futuras generaciones.
La economía hoy tiene una doble tarea: reconstruir la estructura de la economía global para que su funcionamiento futuro esté mejor regulado y sea entonces más confiable; y restaurar los procesos de una genuina y sustentable creación de riqueza de tal manera que se evite la depresión económica, se ponga fin a la reversión global y el medio ambiente se salve de la degradación. No hay otras alternativas.
Una idea que subyace al escenario de la crisis es la precaria consideración que se tiene del concepto de confianza, severamente dañado por el comportamiento de ciertos banqueros y financistas, maquinistas de trenes de la bancarrota, que avanzan por los rieles pese a las luces rojas porque sólo les interesa su propio beneficio. Como aseguraba el mismo Adam Smith, ninguna economía puede funcionar sin confianza. Tal es la prueba fundamental de que la crisis es, en el fondo, una crisis moral. ¿Cómo solucionarlo? Comprometiéndose en una triple lucha: contra la pobreza; contra el pecado estructural, es decir social (corrupción, negociados, cohechos, tráfico de drogas, armas, blancas, niñez, etc.); y contra los abusos con el medio ambiente y el recalentamiento de la Tierra. Estas luchas requieren del compromiso del capital: invertir dinero con generosidad, renunciando a la pura ganancia. Por eso, aquí cabe una pregunta, quizás cínica: ¿para qué sirve el dinero?
El sentido del dinero
El dinero en sí mismo no es honesto ni deshonesto, el adjetivo es consecuencia del modo en que el hombre y sus sociedades lo buscan y lo usan. Conviene precisar cuál es el sentido de esos dos términos.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, dinero es: “Medio de cambio de general aceptación, que puede ser declarado forma legal de pago, constituido por piezas metálicas acuñadas, billetes u otros documentos fiduciarios”. Lo significativo es que ha de ser fiduciario, es decir, que dé crédito y merezca confianza. Por su parte, honesto viene del latín honos, que significa honor. Sobre este sustantivo dice el Diccionario del uso del español de María Moliner: “Cualidad de la persona que, por su conducta, es merecedora de la consideración y respeto de la gente y que obedece a los estímulos de la propia estimación”. De aquí nace el adjetivo calificativo honesto: “aplicado a las personas y a sus palabras y actos, incapaz de engañar, defraudar o apropiarse de lo ajeno. Cumplidor escrupuloso de su deber, o buen administrador de lo que tiene a su cargo; se aplica frecuentemente al nombre de actividad de la persona a quien se refiere”. Es evidente que sólo un hombre que es honesto puede valorar al otro por su grado de honestidad, lo cual se puede extender a las sociedades de todo tipo. El Diccionario de la Real Academia Española aporta una precisión significativa: “Honor es la cualidad moral que nos lleva al cumplimiento de nuestros deberes respecto del prójimo y de nosotros mismos”.
Confianza y dinero
La base del dinero es el crédito y este se apoya en la confianza que inspira. Pero conviene precisar: ¿confianza en que reditúe más dinero en el futuro o en que produzca reales bienes y servicios que redunden en beneficio de la dignidad humana? El dinero es el medio con que se remunera el trabajo del hombre para que pueda satisfacer sus dignas necesidades pero también sus valederas comodidades (commodities), que dan colorido a la vida. No sólo en el nivel individual sino también promocional, partiendo de alimento, vivienda, salud, educación, trabajo, hasta el baremo de retribuir a cada uno de acuerdo con su capacidad y eficiencia, teniendo también en cuenta su realidad familiar.
De la mayor o menor confianza depositada en ese crédito, el dinero se ubica en un valor estable, o refleja inflación o recesión. Más allá de ser un problema económico, cuya solución (siempre parcial), corresponde a los especialistas en economía, es un problema humano y, por lo tanto, ético y político.
Un fracaso en la economía de las promesas –un colapso del crédito– se continúa con una quiebra de la economía de la actividad –la recesión–. El crédito se recupera cuando la gente recupera la confianza, es decir, cuando se puede comprobar que las promesas se cumplen y no se quedan en vanas palabras. En la Argentina abundan ejemplos porque muchísimas veces el dinero no ha ido donde debía.
El mal para la población es inmenso. Se pierde la confianza en el otro; no sólo hay recelos y temores sino que las personas se vuelven agresivas y destructivas. Y aunque siempre hay gente honesta, y quizás sea la mayoría, crece la inseguridad, el engaño, la violencia, el alcoholismo y la drogadicción, y también el cinismo y la mentira en muchos conductores de turno. Nuestra nación parece un navío sin rumbo, a la deriva, porque ha perdido la noción de lo que es el bien común. Si el dinero, por un absurdo, fuese alguien sensato, diría: ¿qué han hecho los hombres de mí?
Si el mundo ha perdido gran parte del altruismo, ¿qué se puede esperar de él? En primer lugar, hay que enfrentar los tres principales males antes mencionados para salir de la amenaza de caos. Se requiere construir una base genuina y efectiva en la economía de actividad para lograr que se recupere la confianza en la economía de promesas. La economía debe ponerse al servicio del trabajo y todo hombre, de una u otra manera, debe sentirse conductor de la economía. No se trata de renunciar a los beneficios sino invertir en el bien común. Si todos los trabajadores cosecharan legítimamente lo que cubre sus necesidades y lo que estimula su promoción integral, el dinero es redimido; es símbolo del hombre liberado, ciudadano de la humanidad.
Los conductores y poderosos del mundo no pueden seguir ofreciendo planes y hasta estratagemas financieras para solucionar los fracasos y quiebras. Sería repetir los errores anteriores, pero con peores consecuencias. Deben purificar de sus hipocresías a mucho de lo que hoy todavía se propone en el campo socio-económico y político. También hay que crear conos de confidencia con millones de seres humanos sumergidos en la pobreza. Erradicar los centros de comercio de drogas, de tráfico de armas, de mujeres y de chicos, todo grupo de corrupción como las mafias. Además, es necesario asumir seriamente compromisos ecológicos y buscar soluciones efectivas al recalentamiento de la tierra.
Que no se diga que no se puede, que es imposible; es mejor reconocer que no se quiere. Conviene que los líderes reflexionen sobre la frase de Jesús: “…al que habla contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el futuro” (Mt 12, 32). El Espíritu Santo es Dios como plenitud de amor, y estamos frente al más grande pecado contra el amor social.
La única guerra valedera es la que se libra contra la miseria, la corrupción y la degradación de la naturaleza. Sólo así el mundo podrá encaminarse hacia una economía humanizada.
Este es el profundo desafío de la genuina economía: trabajar conjuntamente para mantener un ambiente en que la raza humana pueda sobrevivir de un modo digno: vivir en justicia, en libertad, en amor, en solidaridad y en paz.
En tiempos en los que mucho se dice sobre la globalización, la sana humanidad ha de esforzarse por aglutinar todas las globalizaciones unilaterales dentro de una sola, integral: la globalización de la solidaridad. Cuando aprendamos a intercambiar dones y valores sólidos para bien de la comunidad humana, empezaremos a saborear lo que es la paz.