Pareciera que en la medida en que nos encaminamos hacia una mayor o total tecnificación, la palabra poética queda cada vez más relegada, oscurecida por el brillo del poderío de los artefactos y la velocidad de la información. Pero si, por el contrario, echamos una mirada hacia todo aquello que no es instrumentalizable, lo casi inútil y hasta desechado, la poesía adquiere un valor raro y propio que nos advierte del reverso de este mundo tecnológico.
Es que técnica y poesía mantienen una relación diametralmente opuesta con las cosas, el mundo, el lenguaje. La técnica crece mediante el aumento de su poder de disposición, generando un estado de seguridad que oculta la fragilidad y la vulnerabilidad de la existencia. La poesía, de manera totalmente diferente, se sitúa en los márgenes de este mundo y mira lo que se niega y reniega a entregarse a nuestro poder, y que cuanto más intentamos apresarlo, tanto más se sustrae.
El riesgo radica en que, deslumbrados con la técnica, construyamos sobre la ilusión de que todo es disponible, y que el lenguaje es sólo un instrumento o un medio para imperar sobre las cosas. La sensación de posesión inmediata, el desgaste mediático del lenguaje, la facilidad con la que navegamos en busca de informaciones y noticias, nos conduce también a descubrir que no todo es disponible, y que las noticias que más esperamos recibir son las que provienen de la gratuidad.
Siempre la poesía ha habitado los límites de la palabra, ese estrecho paso del lenguaje que reúne lo decible con lo inefable. El amor, el dolor, en fin, lo gratuito, forman parte de estos marginales desechos. Solamente desde el dolor resulta digno hablar del dolor. De otro modo, es preferible cultivar el silencio, y acompañar con nuestra presencia ante lo inefable. Es que ante el dolor comprobamos la indisposición de un mundo lleno de palabras, pero a menudo carente de sentido. Por eso, paradójicamente, en los momentos en que vivenciamos el indicio de estar vivos, también nos encontramos mendigando palabras.
El lenguaje choca contra sus límites, y entonces los poetas, y de ellos sólo algunos, logran contener en la palabra aquello que hondamente nos constituye y nos rehúye.