Si somos fieles a los hechos, y recordamos las fechas que caracterizan una época, debemos recordar que en 1928, Pío XI publicaba su encíclica Mortalium animos. Allí el Papa señalaba, en vistas a los intentos de lograr la unión de los cristianos, que por la participación en esas asambleas de los no-católicos, tanto los católicos como los otros podrían ser confirmados fácilmente en que una religión o Iglesia es tan buena como otra, que los encuentros ecuménicos eran negociaciones a través de un compromiso de la verdad revelada, y que la Iglesia católica podría aceptar tácitamente algunas de las eclesiologías protestantes. Por lo tanto, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener parte en dichos Congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes intentos; y si lo hicieran, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera Iglesia de Cristo 1. El Papa concluía: Porque la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual desdichadamente se alejaron 2. Vuelvan, pues, a la Sede Apostólica, asentada en esta ciudad de Roma, que consagraron con su sangre los Príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a la Sede raíz y matriz de la Iglesia católica; vuelvan los hijos disidentes, no ya con el deseo y la esperanza de que la Iglesia de Dios vivo abdique de la integridad de su fe, y consienta los errores de ellos, sino para someterse al gobierno y al magisterio de ella 3.
No es el momento de recordar aquí lo que ha sido la conversión ecuménica de la Iglesia católica en el Concilio y los principios católicos del ecumenismo elaborados desde la eclesiología conciliar. Ambos fueron preparados en el mismo seno de la Iglesia por otros movimientos de renovación en los ámbitos bíblico, patrístico, litúrgico y eclesiológico. Esa renovación, al mismo tiempo que permitió a la Iglesia católica una nueva comprensión de sí misma, le abrió su horizonte para poder contemplar más nítidamente el misterio de su vocación. Profundizar en la comprensión de la propia identidad ha sido el modo de crecer en fidelidad a ella.
Debemos señalar ahora otra fecha simbólica, el otro extremo del ciclo de los setenta años, es decir, nuestro momento histórico. Para esto, podemos recoger algunas afirmaciones de la encíclica Ut unum sint, documento emitido por Juan Pablo II, hace apenas dos años. Respecto del trabajo por la unidad el Papa afirma: Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia, querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia correspondiente al designio del Padre desde toda la eternidad. Tal es el sentido de la oración de Cristo: ut unum sint 4. Sacando las consecuencias del vínculo sacramental de la unidad que existe gracias al único bautismo Juan Pablo II descarta de su uso lingüístico la expresión hermanos separados utilizada por el Concilio; esta expresión aparece en la encíclica sólo en las citas de textos conciliares o de otros documentos pontificios. Ya no define a los otros cristianos desde el criterio de separación confesional sino sobre la base de su condición bautismal. De allí la exigencia imperiosa de caminar hacia la plenitud de la unidad visible. La ruta ecuménica es la ruta de la Iglesia 5. El ecumenismo es un deber imperioso 6 para los cristianos en su marcha ecuménica hacia la unidad, y por lo tanto: El movimiento por la unidad de los cristianos no es un apéndice cualquiera que se agrega a la actividad tradicional de la Iglesia 7.
De esa convicción profunda, que hace al misterio mismo de la Iglesia, Juan Pablo II saca las necesarias consecuencias, también, en lo que se refiere al rol del obispo de Roma, ministro de la unidad de la Iglesia. Todo ello hasta el punto de salir al encuentro de los responsables de las Iglesias y sus teólogos para entablar un diálogo fraterno y paciente sobre el ministerio petrino a fin de buscar juntos las formas en las cuales este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y por otros 8. Evidentemente, el tono, el contenido teológico y la actitud pueden contrastar profundamente con los de 1928. ¿Podemos comprender, sin rupturas, y como fidelidad a la misma vocación cristiana y eclesial, que la Iglesia católica y Juan Pablo II, siguiendo las huellas trazadas por el Concilio, tengan afirmaciones tan desafiantes sobre el movimiento ecuménico, y sobre su propio servicio a la causa de la unidad?
Una clave de lectura para un nuevo momento histórico
No podemos leer los dos momentos históricos dialécticamente. El Magisterio y la misma experiencia conciliar han hecho patente a la Iglesia católica su condición de Pueblo de Dios peregrino en la historia. La Tradición de la Iglesia es algo vivo; la fidelidad a ella se funda no sólo en la memoria del pasado, sino también en la esperanza de alcanzar la plenitud de la verdad en el Reino. De allí la constatación de Juan Pablo II de que, según la enseñanza conciliar, hay un nexo claro entre conversión, renovación y reforma 9. Sólo desde esas tres dimensiones podemos comprender el misterio de la Iglesia como comunidad de gracia, en camino hacia la plenitud de la verdad y el amor. Desde esa clave podemos reconocer que la renovación preconciliar llevó a la Iglesia a vivir una experiencia de conversión ecuménica durante el Concilio. La renovación y la conversión conciliar, para hacer manifiesto y creíble lo vivido, se tradujeron en reformas necesarias. Es un proceso que aún no ha terminado; no puede terminar. Las tres dimensiones de esa dinámica deben caracterizar cada momento histórico de la Iglesia, como de la vida de cada cristiano, en la búsqueda siempre de una mayor fidelidad a su vocación. A medida que nos acercamos a la meta, el amor del Padre que nos atrae hacia la unidad exige de nosotros nuestra respuesta de fidelidad.
La llamada de Juan Pablo II a una exigencia imperiosa de promover la unidad de los cristianos se sitúa, históricamente, en el mismo momento en que, después de grandes pasos dados, se habla de un cansancio, de una incertidumbre, de un malestar que han caracterizado a la pérdida de motivación y al decaimiento del impulso ecuménico. Aparentemente vivimos tiempos de crisis. Después de décadas de trabajo teológico, las Iglesias no manifiestan estar más cerca de la meta. Se cuestiona el método utilizado y el proceso de recepción de los documentos producidos. Las relaciones intereclesiales han mejorado, pero la vida de las Iglesias como totalidad parece transitar otros caminos que el de la búsqueda de la unidad visible en un futuro inmediato.
Algunos ven en esa crisis ecuménica la consecuencia lógica del propio movimiento ecuménico o los dolores del crecimiento del movimiento 10. ¿Por qué podemos decir esto? En su historia el movimiento ecuménico ha pasado por diferentes fases. En un primer momento, aun antes de la incorporación de la Iglesia católica al movimiento ecuménico, las Iglesias trataron de pasar de una situación de competencia a la aceptación mutua y la coexistencia. Se utilizó entonces un método comparativo: se mostraban las diferentes posturas confesionales, se señalaba en qué existía un acuerdo y cuáles eran las diferencias para continuar la discusión. No era un método que permitiera llegar aún a la comunión.
En un segundo momento, a partir de la Conferencia de Fe y Constitución celebrada en Lund, en 1952, se adoptó una nueva metodología: el objetivo era llegar a un consenso. Al mismo tiempo, las Iglesias comenzaron a actuar de modo cooperativo y consensual; trataban de hacer teología juntas a partir de sus riquezas confesionales. El diálogo se convirtió, definitivamente, en la metodología proporcionada a la búsqueda en común. Así se llegó, en el seno de Fe y Constitución, a un consenso sobre el bautismo, la Eucaristía y los ministerios. El consenso alcanzado hizo patente una cierta complementariedad entre las Iglesias.
La crisis actual del movimiento ecuménico se encuentra en el desafío de pasar a un nuevo estadio: cómo vivir juntos de acuerdo con los consensos logrados 11. Es el tiempo en el cual las Iglesias deben producir signos creíbles que confirmen el camino recorrido; la coherencia entre la palabra dada y la realidad vivida. Los hechos se han vuelto necesarios. Desde la dinámica interna de cada Iglesia, no es fácil ver cuáles deben ser esos pasos. Ante este desafío la propuesta de teólogos y de grupos de diálogos es que se efectúe el paso de la metodología del consenso a la conversión.
El nexo entre identidad y conversión
En 1990, el Grupo de Dombes, grupo privado de teólogos católicos y reformados de Francia, publicó su sexto documento titulado Para la conversión de las Iglesias 12. Allí se estudia la relación que existe entre identidad y cambio, y la conversión entendida como marco para el cambio. La primera impresión es pensar que el cambio atenta contra nuestra identidad, porque la identidad supone la diferencia y la continuidad. Sin embargo, el texto mencionado señala que sin conversión no existe identidad cristiana. La conversión es constitutiva de la Iglesia. En las Iglesias aún separadas se dan tres niveles de identidad: la identidad cristiana, la identidad eclesial y la identidad confesional. Por eso, en relación con esto, la conversión debe darse en los tres niveles. Se habla de una conversión cristiana, de una conversión eclesial y de una conversión confesional.
Cuando hablamos de conversión en el movimiento ecuménico nos referimos a una especie de transformación, un cambio de percepción que nos lleva a reinterpretar el pasado y el presente. La conversión se transforma en un llamado a buscar nuevas expresiones de la fe cristiana; una invitación a que cada Iglesia reconozca la diversidad de expresiones que la Tradición ha adquirido en el tiempo, a lo largo de la historia y en el espacio, en los diferentes contextos culturales, en la propia tradición confesional. Esto lleva, inexorablemente, a aceptar el riesgo de dar pasos reales hacia una comunión visible. Se trata de percibir que no nos encontramos solamente ante factores doctrinales: las Iglesias todavía separadas recuerdan los sufrimientos ocasionados por la actuación de otras comunidades que se justificaban teológicamente. Es necesario superar el miedo a los cambios para poder formular una respuesta realista al llamamiento a la conversión; sólo a través de esa experiencia se profundiza en la identidad.
La experiencia de conversión la han sufrido todas las Iglesias cristianas. A veces, de modo doloroso. Es la pedagogía de Dios que trabaja en el corazón de la Iglesia, y que le exige un nuevo rostro y un modo de servicio cada vez más evangélico. El rostro de una Iglesia servidora de los hombres. En la historia del movimiento ecuménico pesa, como una gracia y como una exigencia, que el primer reclamo de lograr la unidad se dio en el seno de la Conferencia Misionera Mundial. El servicio propio a la humanidad exige la unidad de la Iglesia. Esa exigencia ha llevado también, históricamente, a reformular cada ministerio en el seno de la Iglesia. Lo que se proclama debe ser vivido. Esa exigencia ha sido expresada como una constatación histórica por el Patriarca Bartolomé I y aplicada en concreto a los ministerios: Hoy, afortunadamente, con la ayuda de Dios hemos llegado, a través de muchas aflicciones y también humillaciones, a la madurez de la conciencia verdaderamente apostólica, es decir, a buscar el primado no entre las personas, sino más bien entre los ministerios de servicio 13.
El camino hacia la koinônia pasa por la kénosis
Dónde buscar el modelo de ese cambio profundo sino en el mismo Cristo, con su humildad, su despojo de sí mismo, su acogida de los otros, su vulnerabilidad. Es la existencia kenótica de Cristo la que nos reconcilia con el Padre. En una existencia kenótica cada cristiano se vuelve vulnerable frente a los otros; es una realidad que produce miedo y aprensión. De acuerdo con la propuesta del Grupo de Dombes, no son sólo los individuos quienes están llamados al cambio, a una vida de kénosis. Las comunidades cristianas también están llamadas a manifestar esa vida de transformación que encarna nuestra interdependencia. El diálogo ecuménico ha hecho a cada Iglesia más vulnerable frente a las otras. La búsqueda y ofrecimiento de la comunión recíproca entre las Iglesias ha hecho más patente en el interior de cada una de ellas las realidades que no son todavía plenamente coherentes con esa búsqueda de unidad. La dinámica de la comunión, que oscila entre la comunión real pero imperfecta de la que ya gozamos y la plena comunión hacia la que tendemos, exige que toda la vida de las Iglesias sea reformulada desde esa perspectiva. Cada Iglesia es capaz de ofrecer sus dones propios, pero también se hace más manifiesto cuando estos mismos dones, en un desarrollo unilateral, pueden convertirse en su debilidad. Porque las identidades confesionales se convierten en una gracia de Dios para toda la Iglesia, a partir del momento en el cual entran en la búsqueda común de una plenitud de verdad y de fidelidad que las supera 14. De allí que todos debamos asumir la responsabilidad que nos cabe en las divisiones de la Iglesia, reconociendo la interdependencia de las Iglesias y compartiendo las preocupaciones de los otros.
La llamada a una kénosis eclesial comienza a ser algo más vivo en el seno del movimiento ecuménico. Con toda claridad la sección I de la V Conferencia Mundial de Fe y Constitución, celebrada en Santiago de Compostela (1993), afirmaba la necesidad de una eclesiología kenótica:
El proceso dinámico de la koinônia supone reconocer la complementariedad de los seres humanos. Como individuos y como comunidades nos vemos confrontados a los demás, aceptando su diversidad teológica, étnica y cultural. La koinônia requiere respeto por el prójimo y estar dispuesto a escucharlo y a tratar de comprenderlo. En este diálogo, en que nos transformamos por el encuentro, cada uno hace suyas las acciones, reacciones y separaciones por las cuales el otro se define frente a nosotros. La búsqueda de koinônia implica también hacer suyo el dolor y el sufrimiento del otro y, por el proceso de arrepentimiento individual y colectivo, de perdón y renovación, responsabilizarse de tal sufrimiento. La confrontación con el otro, individual y colectivamente, es un proceso doloroso porque pone en tela de juicio nuestro estilo de vida, convicciones, piedad y forma de pensar. El encuentro con el otro en la búsqueda de la koinônia, fundada sobre el don de Dios exige una kénosis, una autoentrega, un despojo personal. Esta kénosis produce un miedo a perder la identidad y nos invita a aceptar nuestra vulnerabilidad; no se trata sino de ser fiel al ministerio de Jesús en su vulnerabilidad y su muerte, al intentar llevar a los seres humanos a la comunión con Dios y unos con otros. Él es el modelo y el patrón de la reconciliación que conduce a la koinônia por medio del ministerio de la kénosis 15.
Palabras muy cercanas a éstas, también se escucharon de labios del Patriarca Bartolomé I. Si la reconciliación de los hombres con Dios, la comunión con Dios, fue restablecida gracias a la kénosis de Jesús, sólo una actitud kenótica permitirá a la Iglesia ofrecer el servicio de la reconciliación y la unidad:
Si el único Señor sin pecado, por extremo amor hacia los hombres, llegó a decir al Padre y a nosotros a propósito de sus discípulos: por ellos me santifico a mí mismo (Jn 17, 19), ¡cuánto más nosotros, miserables, debemos purificarnos y santificarnos incesantemente por medio de nuestra kénosis en favor del mundo! (…) Permítasenos afirmar que verdaderamente sólo cuando el primado del ethos kenótico prevalezca de modo convincente en la Iglesia histórica, restableceremos fácilmente la tan anhelada unidad en la fe, e inmediatamente nos haremos también dignos de experimentar todo lo que la revelación de Dios ha prometido a quienes aman al Señor, es decir una nueva tierra y un nuevo cielo 16.
¿Una kénosis de la Iglesia católica?
El camino recorrido por la Iglesia católica en este siglo, el siglo de la Iglesia, es el de una profunda renovación. La Iglesia ha adquirido una conciencia más profunda de su misterio y de su vocación. Ha sido un tiempo de abrir horizontes, de volverse a los hermanos cristianos, a todos los hombres, a la creación. Para algunos ha sido piedra de tropiezo el tener que aceptar ciertos cambios; incluso hubo quienes la consideraron una cierta traición de la Iglesia. Se creyó que los errores que se condenaban se habían infiltrado en el seno de la Iglesia. El simplismo veía allí una contradicción inadmisible. Sin embargo, no hay juicio más alejado de la verdad evangélica sobre la Iglesia.
La Iglesia se redescubrió en su vocación de ser comunión de gracia, en su condición peregrina hacia la plenitud de la verdad y de la catolicidad, en su misión de ser como un sacramento de unidad. La misma convicción que en el documento magisterial de 1928 llevaba a una actitud defensiva para preservar la identidad y la integridad, se ha convertido, gracias a la conversión conciliar, en la convicción renovada de que la identidad de la Iglesia se expresa en hacer más manifiesta su vocación de universalidad. La Iglesia abandonó los límites de un cierto confesionalismo, en el que se había replegado defensivamente, para dejar expandir su vocación de ser signo de comunión.
Gracias a esa conversión, la dinámica del repliegue y del retorno se transformó en la dinámica de comunión que sale al encuentro; la gracia como el sumo bien es de suyo difusiva. La actitud de condena se cambió en la mirada transparente del Espíritu, que permite reconocer la presencia de Cristo en la vida y la obra de los hermanos cristianos. Para la Iglesia católica el ecumenismo auténtico es una gracia de verdad 17. Por eso, en este momento del movimiento ecuménico, en un camino eclesial que continúa, debemos nuevamente pensar cómo se aplican a la Iglesia las tres dimensiones de conversión, renovación y reforma. Sólo desde allí ofrecerá su contribución a la unidad en este tiempo de crisis de crecimiento del movimiento ecuménico.
Juan Pablo II, en Ut unum sint, señala reiteradas veces la importancia de la conversión. La conversión es la actitud indispensable para todos los cristianos, sin excepción 18, comprendido el mismo Papa, a ejemplo de Pedro 19; la primera vez que un Papa en una encíclica afirma de modo solemne que su confesión de fe, unida a la de Pedro, debe ser puesta en relación con su conversión. Se trata de la conversión del corazón que va a la par con la santidad de vida 20. Esta conversión del corazón nace de la oración 21. Ella surge del y es exigida por el movimiento ecuménico 22. Se traduce por el espíritu de arrepentimiento 23 y de escucha de la voluntad del Padre 24. Juan Pablo II habla también del diálogo de la conversión precisando que allí se sitúa el fundamento espiritual del diálogo ecuménico 25.
Si la conversión es tan importante para el movimiento ecuménico y para la vida de la Iglesia, ¿cómo no comprender desde allí la misma invitación de Juan Pablo II a considerar junto con los otros cristianos el modo de ejercicio del primado para que éste pueda ser realizado como un ministerio de unidad reconocible por todos? El ministerio de unidad del obispo de Roma busca, en su vocación única y original que es don de Dios para la unidad visible de la Iglesia, renovar su imagen para ser reconocido en este momento histórico en su identidad más profunda. La claridad de intención de un rejuvenecimiento evangélico es manifiesta. La posibilidad de una mirada sobre la historia de la Iglesia para descubrir diferentes modos de ejercicios es algo inexorable. ¿Cómo funcionará en este caso, en este momento histórico, la relación de las dimensiones de conversión, renovación y reforma? Porque, indudablemente, si hay conversión y renovación, ellas deberán traducirse visiblemente en reformas. Será tal vez un momento kenótico en el camino eclesial hacia la unidad. No podemos predecirlo. Pero, a modo de conclusión, sí podemos vislumbrar dos aspectos.
En primer lugar, con la experiencia del camino ecuménico recorrido en estos setenta años podemos constatar cómo el diálogo y el encuentro con los otros nos vuelven vulnerables. No podemos salir al encuentro de los otros sin cuestionarnos a nosotros mismos. No podemos dialogar con otros sobre dimensiones esenciales de nuestra Iglesia, si esas mismas dimensiones no son objeto de diálogo en el seno mismo de la Iglesia 26. El encuentro con el otro me exige coherencia y profundización en la propia identidad. Ese diálogo de conversión también es un proceso que trabaja en el interior de las Iglesias. Es parte de la gracia de verdad del ecumenismo.
En segundo lugar, tomando palabras del documento del Grupo des Dombes, Ninguna conversión se puede programar de entrada. Si es urgente que cada confesión cristiana escuche este llamado a la conversión, éste llegará como un evento inesperado. En rigor del término uno no se convierte, se recibe la conversión como una gracia 27. La plenitud de la unidad visible es un don. Nosotros debemos hacer la experiencia de la conversión para acceder plenamente a él. Si la conversión es real será el Espíritu quien señalará los caminos a recorrer. Como la gloria de la Resurrección es un don del Padre luego de la kénosis de Jesús, de la misma manera, el modo en que accederemos a la plenitud de la unidad visible no es programado; será un don del Padre, luego de la experiencia de conversión que pasa por la kénosis eclesial. En el modelo de kénosis de Jesús encontraremos la libertad y la capacidad de autoentrega que abre el camino de la reconciliación de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.
Notas
1. MA, 10.
2. MA, 16.
3. MA, 18.
4. UUS, 9.
5. UUS, 7-14.
6. UUS, 15a.
7. UUS, 20a.
8. UUS, 95a.
9. Cfr. UUS, 16.
10. Cf. A. D. Falconer, Informe del Director, Comisión de Fe y Constitución, Encuentro de la Comisión Plenaria, Moshi (Tanzania), 1996, texto policopiado.
11. Cf. J. Hotchkin, The Ecumenical Movements Third Stage, en Origins 25 (1995), 354-361.
12. Groupe des Dombes, Pour la conversion des Eglises, Centurion, Paris, 1991.
13. Patriarca Bartolomé I, Palabras durante la Misa de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, en Roma el 29 de junio de 1995, en LOsservatore Romano, 7 de julio de 1995, p. 6.
14. Cf. Groupe des Dombes, op. cit., 46.
15. Quinta Conferencia Mundial de Fe y Constitución, Relación de la Sección I, 20, en Diálogo Ecuménico (1993), 397.
16. Patriarca Bartolomé I, op.cit.
17. UUS, 38c; «dar testimonio de la verdad, es servir a la unidad», 94b.
18. Cf. UUS, 2c; 15.
19. Cf. UUS, 4.
20. Cf. UUS, 21.
21. Cf. UUS, 26 c.
22. Cf. UUS, 17.
23. Cf. UUS, 7; 82..
24. Cf. UUS, 82b.
25. UUS, 82.
26. Esto ha sido claro respecto de la invitación de Juan Pablo II a dialogar sobre el tema del primado: la invitación al diálogo ecuménico fue recogido en el mismo seno del colegio episcopal, baste recordar en estas mismas páginas, J. Quinn, Acerca del Papado, CRITERIO, nº 2182, 474-479; nº 2183, 511-517. Y una respuesta: E. DArcy, Respuesta a John R. Quinn, CRITERIO, nº 2190, 13-18. Y luego J. OConnor, Réflexions sur le gouvernement de lÉglise, Documentation Catholique, nº 2151 (1997), 38-44.
27. Groupe des Dombes, op. cit., 50.