Natalio Botana señala que el tema del Estado estará en el centro del debate en los próximos años. Ello concuerda plenamente con los análisis y reflexiones provenientes tanto del campo de la ciencia política como económica. Las consecuencias sociales de las reformas económicas, los múltiples efectos de la globalización, las formas generalizadas de la corrupción pública y privada, la reaparición de los más variados intereses minoritarios, son algunos de los motivos en los que esos análisis encuentran sustento.
En el intrincado campo de lo socio-económico, la reaparición del tema del Estado no es ajena al aluvión de las reformas de libre mercado que tiñieron de un color definido la década de los noventa. Estudios recientes en teoría económica aseveran que bajo ciertas circunstancias (como la inexistencia de determinados mercados o la presencia de información incompleta), los sistemas de libre mercado no son eficientes en la asignación de recursos. Más aún, algunos concluyen que en estos casos la intervención estatal es necesaria no sólo para asegurar cierto bienestar material a todos y cada uno de los miembros de una sociedad, sino también para la promoción del desarrollo económico.
Sin embargo, las implicancias de estos hallazgos no terminan de perforar la columna sobre la que se erigen las antiguas críticas a la intervención del Estado, y corroboradas de tantas maneras por nuestra historia. ¿Qué es lo que asegura que el Estado haga lo que debe y no lo que no debe? ¿Es que acaso el Estado ha dejado de ser inmune a los intereses privados, y por lo tanto está asegurada su intervención en favor del bien común y no de los bienes particulares?
Si se acepta como premisa general que corresponde al Estado la realización de determinadas acciones, la pregunta siguiente es ¿cuál es el diseño institucional que debe asumir? Y ello, a su vez, según un insoslayable criterio de eficiencia respecto de la construcción del bien común. En ese sentido, se podría pensar que una tarea futura de la reforma estatal es, por una parte, dotar al Estado de instrumentos efectivos para su acción y, por otra, crear incentivos para que los actores estatales tiendan a actuar siempre en favor del bien común.
Ese nuevo diseño institucional deberá considerar tres niveles de interacciones en el Estado. Primero, aquellas que se dan en el Estado mismo, entre sus agentes y funcionarios, en lo que hace a la organización interna del gobierno. Segundo, las interacciones entre los agentes y funcionarios del Estado y los políticos elegidos por los ciudadanos, alrededor del control efectivo que éstos deben tener sobre los primeros. Y, finalmente, las interacciones que se dan entre los políticos y los ciudadanos, sobre la responsabilidad de los primeros respecto de los segundos, y los modos de sanción efectiva de los ciudadanos a los políticos.
El fortalecimiento del Estado a través de un nuevo diseño de sus instituciones podría convertirlo en un instrumento efectivo para la realización del bien común. El cual, parafraseando a Botana, no se construye sólo con el genio de sus protagonistas, sino con la calidad de los instrumentos que se sea capaz de diseñar, e implementar.