La sociedad civil, sobre la cual tanto se discute hoy, frecuentemente en un tono retórico, no puede ser identificada reduciéndola a la existencia de una pluralidad de instituciones aptas para contrabalancear la fuerza del Estado o la invasión de la cultura del contrato, que está en la base de la esfera de las relaciones del mercado privado. Si bien esto es necesario, no es suficiente. La sociedad civil, sobre todo en países como los nuestros, o encuentra la manera de expresarse en el nivel económico, proponiéndose como fuerza autónoma e independiente, tanto respecto de la economía pública como de la privada, o bien arriesga llegar a ser poco más que una vaga expresión. En otras palabras, mi tesis es que la sociedad civil no puede ser solamente un «presupuesto» para el correcto operar del Estado y para el funcionamiento eficiente del mercado privado. Semejante sociedad civil estaría destinada a una lenta eutanasia. Dado que existen recursos materiales y representativos para dotarla de instrumentos de acción significativos, la sociedad civil que necesitamos con urgencia para recoger el desafío de la posmodernidad no puede dejar de incluir una vital economía civil.
A partir de la concepción del homo oeconomicus, el mercado, sobre todo en el nivel de la cultura popular, llegó a ser el lugar ideal-típico en el que no hay espacio para la libre expresión de sentimientos morales tales como el altruismo, la reciprocidad, la relación, etc. La visión caricaturesca de la naturaleza humana terminó generando un doble mito: que la esfera del mercado privado coincide con la del egoísmo y que la esfera del Estado coincide con la de los intereses colectivos (o de la solidaridad). De aquí el bien conocido dualismo Estado-mercado y, sobre todo, la identificación del Estado con la esfera de lo público.
Pues bien, en numerosos ambientes existe el convencimiento de que el crecimiento simultáneo e hipertrófico del Estado y del mercado privado, no es parte secundaria de numerosos problemas que complican y traban a nuestra sociedad en esta época de transición. La solución entonces, nos parece, no pasa por una radicalización de la alternativa Estado-mercado, sino por un nuevo despegue de las formas de organización económica que configuran una moderna «economía civil».
Cómo se construye una economía civil
1. Trataré, a continuación, de detenerme en lo que juzgo son los elementos cardinales de una constitución económica de la sociedad civil. Parto de una de las más serias paradojas de nuestro desarrollo. No obstante la aparente atomización de las economías, esta época requiere más -y no menos- procesos colectivos de decisiones y más -y no menos- acciones cooperativas. La nueva economía política ha demostrado convincentemente que en la base de toda «quiebra de mercado» radica la incapacidad del mercado degenerar resultados cooperativos. Por el otro lado, la obtención de estos últimos es efecto directo de la presencia, en el sistema económico, de considerables redes de confianza. Como dice Arrow, en un célebre ensayo: «Se puede sostener que gran parte del atraso del mundo admita ser explicado por la falta de confianza recíproca» 1. El tema subyacente exige altos niveles de cooperación y ésta presupone la existencia de fuertes vínculos de confianza entre los agentes económicos.
Incluso en el nivel empírico, hoy se acepta el nexo entre confianza y posibilidad de desarrollo, de un país o de un área geográfica.
Es análogo el resultado que alcanza S. Knack, que recientemente ha desarrollado una investigación por cuenta del Banco Mundial; vuelve a fijar el nexo entre el grado de confianza que prevalece en las relaciones interpersonales y los niveles de inversión privada. El autor encuentra que la mayor parte de los países que generan un grado de confianza superior a la media exhiben niveles de inversión mayores de los previstos 2. En definitiva, se puede afirmar con seguridad que el mercado es una institución regida esencialmente por la confianza.
¿Qué es lo que hay que hacer en una sociedad para que crezcan las estructuras de confianza? La sociedad civil es el lugar ideal-típico destinado a generar la disposición para la confianza; no lo es ciertamente el mercado privado que actúa, en todo caso, como un consumidor de confianza. Ahora bien, ¿de qué manera, a partir de las relaciones cercanas (familiares, entre pequeños grupos, etc.) se resuelve el problema de la extensión de la confianza hacia estructuras económicas más amplias? ¿Cómo deshacer el nudo que impide la conexión entre confianza interpersonal y confianza institucional, y el que atañe a la variabilidad de la confianza y de su regulación institucional? La estrategia de Roniger 3 me parece convincente. Ante todo se trata de «concentrar la confianza sobre experiencias personales y sobre actores sociales específicos». Este es el así llamado proceso de focalización, en el sentido de hacer que las dos connotaciones fundamentales de la confianza -el reconocimiento recíproco de las identidades y el compromiso de no engañar o de no traicionar- puedan desarrollarse, al comienzo del proceso, como un don gratuito. (Esto aclara bien porqué el mercado privado no puede ser el primum movens de la generación de confianza). Pensemos en una cooperativa o en cualquier organización sin fines de lucro. Quien allí participa, comparte las normas de organización operantes y valoriza el status de la estructura como productora de confianza o, mejor, como productora de expectativas de confianza. La existencia misma de tales empresas señala la presencia en el lugar de un determinado stock de confianza ya in essere.
Evolutivamente, la focalización debe conducir a la generalización de la confianza, la cual «se basa sobre imágenes de credibilidad más impersonales» (ibid.) y marca el pasaje de la confianza personal a la institucional. Cuando la confianza llega a extenderse de modo generalizado, se convierte en un verdadero y preciso bien público, generador de exteriorización positiva.
¿Cómo hacer, entonces, para favorecer el proceso de generalización de la confianza? Ante todo no se lo puede esperar en situaciones en las que las desigualdades sociales tienden a aumentar o a asumir un carácter endémico; donde la exigencia es el pasaje de una sociedad oligárquica a una poliárquica; es decir, una sociedad, en la cual los centros de decisión del poder económico y financiero son anónimos y difusos. En efecto, si el objetivo a perseguir es la equidad como igualdad de las capacidades fundamentales de los ciudadanos, no es sólo un problema de injusta distribución de los beneficios o de las riquezas; hay también un problema de injusta producción del beneficio y de injusta acumulación de las riquezas. Igualmente, la generalización de la confianza presupone, por un lado, que crezca el nivel de la competencia técnica que sirva de base para la certificación de la confianza -este es el rol clave de las profesiones liberales y de una ágil burocracia- y, por el otro, que la práctica de códigos éticos por parte de las empresas alcance esa zona crítica, más allá de la cual el mercado puede funcionar por el mecanismo regulador de la reputación. En una palabra, la estrategia será la de favorecer la emergencia de un nuevo espacio económico, el de la economía civil.
2. Dos sectores tradicionales, el del Estado y el del mercado privado prevalecen en el manejo económico. Mientras podemos identificar la economía pública con el conjunto de las actividades organizadas y legitimadas por los poderes coercitivos, y la economía privada como el conjunto de las actividades destinadas a obtener beneficios, organizadas sobre el principio del intercambio de bienes equivalentes, la economía civil es el conjunto de todas aquellas actividades en las que, ni la coerción formal ni la finalidad del beneficio, constituyen el principio formal de tales actividades. En otras palabras, mientras en los sectores estatal y del mercado privado, el principio de legitimidad de las decisiones económicas está constituido, en un caso, por el derecho de ciudadanía y, en el otro, por el poder de adquisición, en la economía civil está constituido por el principio de reciprocidad. ¿De qué se trata?
En un reciente ensayo 4, Kolm formaliza la relación de reciprocidad como un sistema de transferencias bi-direccionales, voluntarias, independientemente una de la otra, pero unidas entre ellas. La característica de independencia implica que cada transferencia es, considerada en sí misma, voluntaria, es decir, libre, en cuanto a que ninguna transferencia es una condición para la realización de la otra, desde el momento en que no hay obligación externa alguna, respecto del sujeto transferente. Y, justamente, esta característica es la que distingue a la reciprocidad frente al intercambio familiar de mercado, que es un conjunto de transferencias bi-direccionales voluntarias, pero cuya voluntariedad es, por así decirlo, global, en el sentido de que se aplica a todo el conjunto de transferencias, y no ya a cada transferencia tomada aisladamente. En otras palabras, las transferencias que implican el intercambio de bienes equivalentes son condicionadas la una por la otra, de tal manera que la fuerza de la ley puede siempre intervenir para obligar a la ejecución de las obligaciones contractuales. Respecto de la categoría de la libertad, el intercambio de mercado se coloca en una posición intermedia entre la coerción y la reciprocidad. La otra característica de la reciprocidad -la conexión de las transferencias- la distingue del altruismo puro, que se expresa en transferencias unidireccionales aisladas. Por otro lado, la reciprocidad ocupa una posición intermedia entre el intercambio de mercado y el altruismo puro, al ser voluntario independiente.
La diferencia con el intercambio de bienes equivalentes es doble. Mientras en el intercambio de mercado la determinación de la relación precede, lógicamente, a la transferencia del objeto de intercambio (sólo después de que el comprador y el vendedor se pusieron de acuerdo sobre el precio de la casa, sobreviene la transferencia del derecho de propiedad), en la relación de reciprocidad la transferencia precede al objeto intercambiado, no sólo lógicamente, sino también temporalmente. El que inicia la relación tiene en firme tan sólo una expectativa de reciprocidad. En segundo lugar, la forma «altruista» de la relación es, al mismo tiempo, fruto y regulador de una ininterrumpida coordinación de significados diversos entre actores interdependientes. Estos no son, antes del encuentro, «altruista» y «beneficiario», sino que vienen constituyéndose interactivamente como tales a lo largo de los procesos sociales.
En el lenguaje económico esto significa que los nexos de reciprocidad pueden modificar el éxito del juego económico, ya sea porque tienden a estabilizar el comportamiento cooperativo por parte de los agentes que se encuentran para interactuar, o porque la práctica de la reciprocidad tiende a modificar, en forma endógena, las preferencias de los sujetos. Un ejemplo. Si me encuentro en la necesidad de ser ayudado en una situación en la que sólo después podré devolver el favor y en la que creíblemente no puedo auto-obligarme, un agente racional, en el sentido del paradigma de la rational choise y en condiciones de ayudarme, no lo hará si, conociendo que también yo soy un sujeto autointeresado, conjetura que no tendré interés en devolver el favor. No será así, en cambio, si el potencial prestador de ayuda sabe que soy un sujeto que practica la reciprocidad.
Qué se puede esperar de una vital economía civil
1. El sostenimiento social del proceso de desarrollo corre serios riesgos si se intensifican tres paradojas sociales específicas del crecimiento: a) el aumento de la desigualdad, tanto territorial como personal, que acompaña el aumento de la riqueza; b) el crecimiento de la desocupación (jobless growth) y c) las dificultades crecientes para hacer practicable el principio liberal de la soberanía del consumidor.
A pesar de su diversidad estas paradojas tienen dos elementos en común. Ninguna de las tres tiene algo que ver con situaciones de escasez de recursos materiales. Señalan más bien una escasez social y, como es sabido, se resuelven solamente con un cambio institucional. Las nuevas pobrezas no son debidas a la carencia de recursos. El segundo elemento es que estas tres paradojas constituyen una seria amenaza a la libertad.
Fred Hirsch, en un célebre ensayo de 1976, The social limits to growth, introduce las nociones de bienes de situación y competencia de situación. Son bienes de situación todos aquellos cuya demanda no puede ser satisfecha por el crecimiento económico, por la sencilla razón de que es el aumento mismo de la riqueza el que determina una demanda de situación. Como indica Pagano, los bienes de situación exhiben dos características ciertamente no deseables. La primera es la desigualdad: es posible consumir un bien de situación sólo si es distribuido de modo desigual entre una pluralidad de sujetos. Pensamos en los bienes que son requeridos como medios de distinción o de prestigio, precisamente porque son socialmente escasos. La otra característica es que la tasa global de crecimiento de los bienes de situación es necesariamente cero, desde el momento en que es imposible que todos alcancen a aumentar el consumo de tales bienes 5. Podemos así comprender las razones de la peligrosidad de esta nueva forma de competencia -la competencia de situación- muy distinta de la forma de competencia familiar de mercado, que tiene por objeto los bienes personales y, al menos en parte, los bienes públicos. El aspecto verdaderamente inquietante de todo esto consiste en que es un ejemplo de competencia destructiva: a medida que crece, empeora el bienestar, tanto individual como social, porque, mientras genera un derroche de opulencia, típico de nuestra época, daña el tejido social. Un caso preocupante de los EE.UU.: más de cuatro millones de norteamericanos viven en los grated communities (los barrios cerrados) no por miedo sino para satisfacer una forma especial de demanda de situación.
¿Una salida creíble? No ciertamente en la economía privada (y mucho menos en la pública) mediante una aceleración de los procesos de sustitución en la actividad de consumo. El antídoto más eficaz -y el menos dispendioso- es el de trabajar sobre la oferta de bienes de relación, es decir, aquellos que generan utilidad al sujeto consumidor sólo si son compartidos con otros. A diferencia de un bien privado que puede ser gozado a solas, y a diferencia de un bien público que puede ser gozado por varios sujetos, un bien de relación -pensamos en los así llamados servicios a la persona- presenta una doble connotación. Por lo que respecta a la producción, exige la coparticipación de todos los miembros de la organización, sin que los términos de esta participación sean negociables. El incentivo que induce a los sujetos a tomar parte en la producción de un bien de relación no puede ser externo a la relación que los liga entre sí: la identidad del otro cuenta. Y el disfrute de un bien de relación no puede ser perseguido prescindiendo de la situación de necesidad de los otros sujetos y de sus preferencias, porque la «relación con el otro» es constitutiva del acto de consumo.
Conseguimos comprender, ahora, en qué sentido los bienes de relación son exactamente lo contrario de los bienes de situación y, sobre todo, por qué las empresas y las organizaciones de la economía civil son el lugar privilegiado, la «fábrica» ideal, para la producción de los bienes de relación. Si la esfera privada del mercado tiende a excluir a todos los que no tengan poder adquisitivo, la esfera civil del mercado tiende a incluir a todos, porque todos son capaces de relación. Si pues, como todos ahora reconocen, el verdadero motor del desarrollo es el capital social y si éste no es sino el conjunto de bienes de relación, se deduce de ello que una expansión de la economía civil corresponde a la exigencia inaplazable de contrastar la difusión de la lacerante competencia de situación.
2. Consideremos la otra paradoja: el crecimiento sin ocupación. A partir de los años setenta nuestras sociedades pos-industriales deben afrontar, al mismo tiempo, una doble abundancia: una superproducción relativa de mercadería (bienes y servicios que transitan por el mercado privado) acompañada, como consecuencia, por una segunda abundancia, la fuerza de trabajo que queda inutilizada. Por otro lado, se está en presencia de necesidades individuales y colectivas no satisfechas, sea porque segmentos de la población no disponen de poder adquisitivo, sea porque los sistemas del welfare, todavía en funcionamiento, no están en condiciones de ofrecer servicios apropiados a sujetos no solventes, y ni siquiera de satisfacer las necesidades colectivas en ámbitos como el ambiente, renovación urbana, espacios públicos, etc. Contradicción paradójica de nuestra época: capacidad de trabajo inutilizada y necesidades no satisfechas.
La desocupación, hoy, depende mucho más de la organización social y del modelo de crecimiento que de la disfunción entre demanda y oferta de trabajo. Pienso que se debe intervenir sobre las reglas de organización de los tiempos (de trabajo, de formación, de tiempo libre, etc.). Estas reglas cambian en relación con las exigencias que se manifiestan en las diversas fases de desarrollo de la sociedad. Y aquí entra en juego la economía civil. La idea del acercamiento del ciclo de vida a la temática ocupacional se basa sobre la posibilidad de organizar la elección entre tiempos de trabajo, tiempos de formación y de vida, y tiempo libre, teniendo como referencia todo el arco de vida de los individuos y la subdivisión del tiempo de trabajo, entre trabajo retribuido a precios de mercado y trabajo no retribuido de esta forma, sino provisto en una de las tantas formas de la economía civil que, sin embargo, no significa del todo gratuito. Estamos acostumbrados a rebajar el concepto de libertad de elección a términos de elección en el mercado entre varios tipos de bienes. En la era pos-industrial, el ensanche de la frontera de la libertad requiere que la noción de libertad de elección sea extendida progresivamente a la elección de proyectos de vida. Este es el deber específico de la economía civil, porque ni el Estado ni el mercado privado, solos, podrán nunca asegurar la flexibilidad de la organización social necesaria para hacer frente, sobre bases verdaderamente nuevas, al drama de la desocupación.
3. El desafío de la tercera paradoja: volver a reunir trabajo y consumo. En la sociedad industrial no había otra alternativa que ser productores en las horas de trabajo y consumidores en el tiempo libre. La sociedad pos-industrial hizo nacer una nueva categoría, la del productor-consumidor que autoproduce una parte de su consumo. Se trata de una tendencia que se manifiesta con una variedad de indicios concordantes: cuando se retira dinero de Banelco, uno se convierte en empleado a tiempo parcial del Banco en cuestión; cuando nos servimos solos en un supermercado, somos en parte comerciantes; cuando nos servimos solos en un lugar de comidas, somos parcialmente camareros, etc.
En estas situaciones, el modo tradicional de conceptualizar el principio de la soberanía del consumidor -verdadero cimiento del pensamiento liberal-, hoy, ya no tiene sentido. Necesitamos una nueva convergencia entre trabajo y consumo. Debemos construir puentes entre un trabajo que busca un sentido definitivo y un consumo que no sea un fin en sí mismo. Esta es la contribución verdaderamente notable, tal vez única, que puede venir de la economía civil: hacer del consumidor un actor social que descubre que puede detentar un importante poder de influencia, no sólo frente a lo que se produce, sino también al modo como se produce. En definitiva, un consumidor «global».
Una anotación final
Se habrá notado que siempre utilicé la expresión economía civil y, más raramente, organizaciones non profit; nunca «tercer sector». La razón es que «tercer sector» no es una expresión teóricamente sólida -Estado y mercado, que deberían ser los otros dos, no son sectores, sino instituciones económico-sociales bien definidas- y culturalmente equívoca, porque acredita una idea residual y supletoria; donde no puede llegar el Estado y donde no hay utilidades para que opere la empresa privada, allí se crea el nicho para la organización non profit…
Una economía de mercado adecuada para interpretar las exigencias del bienestar de una sociedad como es hoy la nuestra, debe, para progresar, poder respirar con dos pulmones: el de la economía privada y el de la economía civil. Esto significa que es más previsor y también menos dispendioso ser competitivos cooperativamente que ser conflictualmente competitivos.
El sentido último de todo lo que se ha dicho es que, penetrar en la verdad de la democracia, en una sociedad avanzada como la nuestra, lleva en sí una demanda de relación que debe ser atentamente interpretada y satisfecha si se quieren conjurar efectos perversos. Los que estiman acríticamente el mercado como una institución social, olvidan que es justamente la expansión hegemónica de esa esfera de relaciones, que he llamado economía privada, la que destruye, lenta pero inexorablemente, ese conjunto de normas y de convenciones sociales que son el fundamento de la economía civil, y la que, de esta manera, prepara el camino para la afirmación de nuevas formas de estatismo. De manera pues que si no se está dispuesto a aceptar un éxito de esta clase y si, por otro lado, no se quiere tentar vanamente de bloquear la evolución social, es preciso individualizar, de tanto en tanto, los instrumentos más oportunos para que favorezcan la dinámica de la interacción social, en la dirección de un ensanche de los espacios de libertad para los ciudadanos.
Es oportuno agregar al respecto, el mensaje que nos viene del importante ensayo de A. Margalit 6 según el cual no es suficiente tratar de realizar una sociedad justa; lo que más se debe querer es una «sociedad decente», es decir, una sociedad que «no humille» a sus miembros distribuyendo sus beneficios pero negando, al mismo tiempo, la «humanidad»; cosa que sucede, por ejemplo, en la versión paternalista de los sistemas de welfare, en los cuales la satisfacción de las necesidades consideradas esenciales, se realiza prescindiendo de las preferencias y de la identidad de los beneficiarios.
Precisamente, porque las motivaciones que dan cuerpo al principio de reciprocidad son motivaciones cuya gratificación es, por lo menos, tan legítima como la de las motivaciones auto-interesadas, la sociedad auténticamente liberal no debe impedir a priori -vale decir en el orden institucional- el crecimiento y la difusión de las primeras, dando exclusiva ventaja a las segundas, como hoy, torpemente, está sucediendo. Si falta la competencia efectiva -y no simplemente virtual- entre las diversas clases de oferta de las distintas categorías de bienes, es el ciudadano-consumidor el que ve reducida su propia esfera de libertad. Podremos, entonces sí, estar viviendo en una sociedad cada vez más abundante, cada vez más capaz de inundarnos con mercaderías, pero también, cada vez, más «indecente».
* En Schumpeter Lectures, 1997. Fondazione Carivit, Università della Tuscia, Viterbo. Título original: Paradossi Sociali della crescita ed economia civile.
Selección y traducción de Alberto Azzolini.
1. K. Arrow, Gifts and Exchanges», en Philosophy and Public Affairs, 1972, p. 343.
2. S. Knack, «Senza rispetto non cè mercato», Il Sole 24 Ore, 31 Agosto 1996. p. 6.
3. L. Roniger, La fiducia nelle società moderne, Rubbettino, Messina, 1992.
4. S. Kolm, «The theory of reciprocity and the choise of economic systems: an introduction», Investigaciones Económicas, 18, 1994, pp. 67-95. Véase, también, del mismo autor, el interesante volumen, La bonne économie. La reciprocité génerale, PUF, París, 1984.
5. Cfr. U. Pagano, «The economics of positional goods», Mimeo, Cambridge, U.K., 1990, y R. Franck, Choosing the right pond: human behaviour and the quest for status, Oxford University Press, New York, 1985.
6. A. Margalit, The Decent Society, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1996.