Actualmente, resulta casi trivial hablar de “muerte de las utopías y las ideologías”, esas ilusiones colectivas que habrían sido definitivamente aventadas por el pragmatismo y el relativismo. “Utopía” e “Ideología” eran conceptos que solían presentarse casi como opuestos, pero recientemente parecen haberse vuelto sinónimos. Sin embargo, existe un nuevo discurso ideológico, en el seno del cual se ha llegado incluso a hablar del fin de la Historia, tanto con mayúscula como sin ella.

 

Reparemos en que esa “utopía” de que hoy se habla no es algo que se remonte a un pasado remoto. Cuando se habla de “utopías” a lo sumo se alude a las actitudes de los años Sesenta y Setenta, tales como el sueño bucólico de los hippies y el delirio mesiánico del terrorismo. Esos habrían sido los años de la utopía.

 

Sin embargo, este rótulo jamás hubiera sido aceptado por los protagonistas de aquellos años. Es difícil que alguno de ellos se hubiera asumido como utópico. Por el contrario, en los Sesenta ya se hablaba del “fin de la utopía”.

 

Dos años antes del brote utópico por excelencia (el “Mayo francés”) un filósofo todavía calificaba de apática a la juventud europea 1, y había politólogos que se preguntaban “por qué ya no había utopías como en los años Treinta” 2.

 

En vísperas de los sucesos de París en 1968, cuando el delirio ya rondaba en las calles, Herbert Marcuse hablaba en Berlín y Londres sobre El fin de la utopía 3 ante un auditorio de fervientes utópicos como Dutschke, Carmichael, Laing, Cooper o Bateson 4.

 

Marcuse, indiscutido emblema del utopismo sesentista, pensaba entonces que la tecnología ya estaba en condiciones de liberar al hombre del trabajo para construir un nuevo orden social donde el deseo dejara de estar reprimido. En un giro retórico, pretendía que la utopía, expresión del deseo, se convirtiera en topía, proyecto realizable.

 

Glosando una tesis de Marx, Marcuse proclamaba que había llegado el “fin de la historia”, o mejor, de “la prehistoria”. Observemos que se trataba de la misma profecía que repetiría un cuarto de siglo más tarde el neoconservador Francis Fukuyama, dándole un contenido diametralmente opuesto.

 

De hecho, desde 1882 Engels había calificado de “científico” al marxismo para diferenciarlo del socialismo “utópico” de Saint Simon, Fourier o Proudhon. Sólo mucho más tarde, en 1929, Karl Mannheim había intentado rescatar algunas corrientes del pensamiento utópico, calificando a la vez de “ideología” a la utopía de sus adversarios.

 

Puede decirse que en los últimos cien años, la palabra “utopía” nunca ha salido de circulación, aunque todos parecen haberla evitado como a la peste, procurando no aparecer como ilusos soñadores. Lo Utópico (“ideal seductor aunque irrealizable” según Lalande) parece haber funcionado siempre como polo opuesto a lo Político. Así como la visión política sería esencialmente realista y pragmática, la utópica sería tan racionalista como para llegar a desdeñar la realidad histórica.

 

Las ambigüedades del concepto de utopía provienen de que ha sido usado para designar una vasta gama de ficciones políticas, que abarca desde proyectos constitucionales específicos hasta sátiras o fantasías sin mayores pretensiones.

 

Considerada como género literario, la utopía es un “ejercicio mental sobre posibilidades laterales” (Ruyer). Existe todo un corpus utópico, que va desde Thomas More hasta H.G.Wells y Olaf Stapledon y abarca varios centenares de títulos. Esto, sin considerar la masa de textos producidos por la ciencia ficción del siglo XX, que llena bibliotecas enteras.

 

El método utópico tiene grandes analogías con el científico, ya que construye modelos teóricos de los cuales es posible deducir consecuencias. Desde Platón en adelante, estos “experimentos mentales” nunca dejaron de influir sobre la imaginación política, tanto cuando proponían un ideal como cuando advertían sobre eventuales peligros.

 

Los estados utópicos concebidos en el Renacimiento y el Barroco se inspiraron en las noticias llegadas del Nuevo Mundo, pero a su vez acabaron por influir en la propia América, que por entonces era un campo de experimentación política. Así, la Oceana (1656) de Harrington sirvió de inspiración para varias constituciones norteamericanas, y las misiones jesuíticas del Guayrá tuvieron el inconfundible sello del utopismo renacentista.

 

A medida que el mundo era explorado, las utopías literarias fueron desplazándose hacia lugares cada vez más remotos: Oceanía, el Antártico, la Luna y los planetas. A partir del siglo XVIII, cuando nacía la idea del progreso, el futuro se convirtió en el locus esencial de la utopía. Ya a las puertas de nuestro siglo Charles Renouvier daría el último paso, al proponer otro ámbito utópico: la ucronía, una Historia alternativa a los hechos 5.

 

Eutopía y sus riesgos

 

La utopía clásica, que se despliega desde Thomas More (Utopía, 1516) hasta B.F. Skinner (Walden Two, 1948) tuvo siempre un contenido marcadamente político. More la presentaba como un ideal “más deseable que realizable”, y entendía que más que U-topía (“en ninguna parte”) merecía ser llamada Eu-topía: “el buen lugar”.

 

Eutopía es una ciudad-estado generalmente insular o desvinculada del resto del mundo. Carece de historia, pues un legislador mítico la ha hecho perfecta de una vez 6. Su economía es autárquica: por lo general, colectivista e igualitaria. En ella, todos los aspectos de la vida parecen estar estrictamente planificados, al punto que a menudo sus propios autores admiten que serían incapaces de vivir allí.

 

Su diseño es geométrico: las 54 ciudades de la isla de Moro tienen el mismo trazado de calles rectas e idénticas casas de tres pisos. De hecho, algunos de los primeros utopistas fueron arquitectos, como Hipodamo en la Antigüedad y Filarete en el Renacimiento. La propia concepción de la Ciudad, alejada de la tosquedad campesina, constituye la proto-utopía, según sugirió Mumford 7.

 

A mediados de nuestro siglo, un grandioso proyecto de la modernidad tardía, la Cité radieuse de Le Corbusier, seguía aún exhibiendo la estructura de una ciudad utópica del Renacimiento. No es casual que el “regionalismo”, primera expresión de arte posmoderno, naciera precisamente en oposición a la uniformidad utópica de ese “estilo internacional” del cual Le Corbusier fuera exponente.

 

Es muy probable que las primeras utopías renacentistas se inspiraran en una metrópolis imaginaria: la mágica ciudad de Adocentyn, construida en Egipto por Hermes Trismegisto. De ella hablaba el apócrifo Picatrix, compilado hacia el siglo III, quizás bajo la influencia de la Atlántida de Platón 8. Era uno de esos Libros Herméticos que veneraban los humanistas.

 

La descripción de la mítica ciudad egipcia, presidida por un faro que coronaba el templo, dividida en círculos concéntricos y organizada según los signos astrológicos, influyó en Moro y todavía más en el hermético Campanella. Tampoco le fue ajeno Francis Bacon, quien sería el fundador de otra estirpe, la utopía científico-tecnológica.

 

Las utopías políticas proliferaron hasta que la Revolución francesa comenzó a soñar con realizarlas. La figura del abbé Sieyés dividiendo los distritos de Francia con regla y escuadra, con total desprecio de la realidad histórica, evoca irresistiblemente la del mítico legislador Utopo.

 

Con el tiempo, la Modernidad llegó a creer que la utopía tenía la función de una idea reguladora que inspiraba a los reformadores sociales. “Un mapa del mundo que no incluya la isla de Utopía carece de valor [porque] el progreso es la realización de las utopías”, escribió Oscar Wilde 9.

 

Pero la idea del progreso, desde Condorcet y Comte, siempre tuvo más connotaciones morales e institucionales que tecnológicas.

 

Luego, guerras y atrocidades nunca vistas volvieron insostenible la visión del progreso moral, y los horrores engendrados por las experiencias “utópicas” del siglo XX llevaron a que Berdiaev se hiciera en 1924 “una angustiosa pregunta: ¿cómo evitar la realización de las utopías?” Su reflexión dio origen a todo un género: las distopías de autores como Zamyatin, Huxley u Orwell, que pintaban sociedades utópicas peores que la nuestra.

 

Tecnópolis: el otro progreso

 

Eutopía era frugal. Los eutopistas confiaban en que, con recursos políticos (la distribución igualitaria de la riqueza y una educación conforme a “la naturaleza”) se podría asegurar la felicidad general. Todas las eutopías experimentales del siglo XIX (tales como la comunidad sansimoniana, Oneida o New Harmony) fracasaron por no haber tenido en cuenta las motivaciones y conflictos más obvios: las “debilidades” humanas.

 

Eutopía partía de una premisa conservadora: daba por supuesto que la escasez era insuperable y sólo cabía hacerla equitativa. Un conservador como Malthus argumentaría que lo segundo era imposible para los desafortunados “que se encontraron con un mundo ya ocupado, por haber nacido después del reparto de las propiedades” 10. Recomendó pues que se no se practicara la caridad con los pobres para que dejaran de reproducirse, ya que nunca habría alimentos suficientes para ellos. Escribir esto en tiempos de grandes innovaciones agrícolas y en plena revolución industrial fue por lo menos miope, aunque inevitable para ese tipo de discurso. Ni eutópicos ni conservadores incluyeron la ciencia y la tecnología en sus planes, y sólo pensaron en una técnica que aliviara el trabajo.

 

Pero el Renacimiento también engendró la contrafigura de Eutopía. En este modelo, que llamaremos Tecnópolis, el eje del progreso pasaba por la ciencia aplicada y “las artes mecánicas”. En lugar de la frugalidad igualitaria se proponía la abundancia para muchos, apelando precisamente a esa codicia que Eutopía había pretendido ignorar.

 

El primero en diseñar una Tecnópolis fue Francis Bacon, en The New Atlantis (1621). Fue una novela inconclusa que describía una sociedad similar a la Inglaterra isabelina, con propiedad privada y monarquía constitucional. La novedad es que aquí el verdadero poder estaba en manos de una “fundación” llamada Casa de Salomón, cuyos fines eran “el conocimiento de las causas y secretas nociones de las cosas y el engrandecimiento de los límites de la mente humana para la realización de todas las cosas posibles” 11.

 

En los laboratorios de esta tecnocracia, que practicaba un activo “espionaje industrial” con sus vecinos, se cumplía el plan de la Instauratio Magna. Gracias a la tecnología, no sólo se aseguraba el bienestar de los ciudadanos sino la producción de bienes suntuarios jamás soñados y aun de sofisticadas armas, con fines poco explícitos.

 

Eutopía y Tecnópolis son dos paradigmas, en gran medida complementarios, que han inspirado muchas de las ideas de la Modernidad. Es sabido que Bacon engendró a la Royal Society, que engendró a Watt, quien engendró a Edison, a Ford y a Bill Gates. A la Eutopía le debemos el urbanismo, la escuela y el hospital públicos, pero también sus perversiones: la guillotina, los falansterios, y el Gulag. De Tecnópolis nos vinieron la energía, las comunicaciones y los hipermercados, pero también la polución, la Bomba y los ajustes económicos.

 

Los infiernos totalitarios del siglo XX surgieron de la dialéctica entre el control “eutópico” y los instrumentos de Tecnópolis. Venciendo la profunda desconfianza que los obreros sentían hacia las máquinas, el comunismo ruso nació bajo el lema leninista “los soviets más la electricidad”; esto es, Eutopía con revolución industrial. Precisamente, el régimen llegó a extinguirse cuando su inercia le impidió adecuarse a la revolución informática, puesta en marcha por un capitalismo de otro orden.

 

A diferencia del “progreso” moral e institucional, el “cambio” tecnológico encuentra su corroboración en los hechos. Nadie sería tan optimista como para atreverse a afirmar que somos moralmente superiores a las generaciones anteriores, pero nadie pondría en duda que el auto de este año es más veloz, económico o confortable que el modelo que usaban nuestros padres.

 

El secreto de Tecnópolis está en haber reemplazado el progreso social por el cambio tecnológico, el único progreso que resulta cuantificable e inevitable a la vez.

 

Observemos que en el marco de la utopía tecnológica es posible ejercer una ingeniería social más sutil que la del legislador eutópico. Basta con producir cambios en las condiciones de vida para modificar los valores y persuadir a los hombres de la fatalidad del cambio.

 

Cuando Stalin puso en marcha la colectivización forzosa, recurrió al genocidio de los kulaks para imponer un aberrante orden “eutópico”. Hoy ese tipo de violencia explícita se ha hecho innecesaria. Sin dejar de proclamar los derechos humanos, basta con la innovación tecnológica, el cambio de escala, el redimensionamiento o la concentración de capitales, para que miles de personas descubran que sus talentos y calificaciones ya no sirven. Silenciosamente excluidos del tejido social, llegarán a sentirse culpables por ser “económicamente inviables” y se resignarán a aceptar empleos serviles o sobrevivir en la marginalidad. Extinguido el Estado-benefactor, último avatar de la eutopía, se los empujará a aceptar los consejos del viejo Malthus, asumiendo implícitamente una cultura de la muerte.

 

Metástasis de la utopía

 

La idea del progreso es hija de ambas utopías. De hecho, en su forma dominante le debe más a la utopía tecnológica que a la política. Sin tecnología, Eutopía es impotente; sin un horizonte eutópico, Tecnópolis convierte a la eficiencia en un canon moral. Ambas congelan la historia y no admiten alternativas: Eutopía por optimismo y Tecnópolis por pesimismo.

 

El discurso neo-malthusiano de hoy, mezcla de utopía liberal y pesimismo conservador, tiene por referente único a Tecnópolis. Es capaz de proclamar no sólo el fin del progreso social, sino de la historia misma, dando por sentado que el presente estado de cosas no admite mejoras, y que buena parte de la humanidad se ha vuelto innecesaria para los fines de la economía.

 

El más conocido profeta del “fin de la historia”, Francis Fukuyama 12 no menciona jamás a la utopía, aunque hace tres referencias a Bacon, a quien califica abusivamente como fundador de la ciencia moderna, poniéndolo junto a figuras como Galileo o Newton. Fukuyama le atribuye a Bacon haber descubierto al “conocimiento como clave de la direccionalidad de la Historia”. Puesto que el Mercado y la democracia representativa han sobrevivido a sus competidores, no cabe ya progreso alguno, salvo la conquista de los derechos de las minorías que están dentro del sistema. Dando por supuesto que “ya no hay bárbaros a las puertas”, estima que las únicas novedades que nos deparará el futuro serán los avances del confort.

 

El fracaso del utopismo violento parece haber llevado a que se impusiera la tesis de Popper, quien identificaba sin más utopía con irracionalidad 13. Según la relectura conservadora de Platón propuesta por Leo Strauss, pareciera que la utopía ni siquiera hubiese existido, ya que el padre del género utópico habría escrito su República como una suerte de demostración por el absurdo 14.

 

En la estela de Fukuyama, algunos autores cristianos condenan no sólo la Eutopía totalitaria sino el propio “evolucionismo utópico” (el progreso social) como frutos de la soberbia del hombre que quiere construir un Paraíso en la tierra 15. Un argumento que resulta tan poco convincente como el de esos teólogos que hace unas décadas nos aseguraban que Dios estaba del lado de la Revolución.

 

El futuro de la ilusión

 

Un estudioso de la historia literaria (C. G. Dubois) señaló que en las utopías clásicas no hay lugar para la religión. Sin embargo, tanto en la Utopía humanista de More como en la hermética de Campanella se toleran las religiones. La de Bacon se apoya en un cristianismo reformado y otras son racionalistas (Mercier) o socialistas (Bellamy).

 

En general, Utopía es tolerante, pero sólo en la medida en que la religión de las minorías no interfiera con los dogmas de su propia religión cívica, pues “la religión de la utopía es un acto de adoración de la ciudad hacia sí misma” 16.

 

El discurso único de la cultura globalizada respeta, en general, las formas de la democracia representativa. También reivindica la más amplia tolerancia, con la condición de que no se deje de consumir y se respeten las reglas del Mercado.

 

Pero el nuevo mundo posmoderno, que alardea de “realismo”, está lleno de escenarios utópicos encubiertos. Los ha integrado a su propia lógica del espectáculo, disponiéndolos dentro de su amplia oferta de estilos. De este modo, si Utopía era una isla, ahora contamos con verdaderos archipiélagos utópicos.

 

Las grandes cadenas de hoteles, que ofrecen el mismo entorno enclavado en los más diversos contextos culturales, son espacios tan utópicos como los countries, verdaderas aldeas escenográficas. También lo son las “discos”, los fast foods, los aeropuertos, los auditorios polifuncionales, los hipermercados, los shoppings. Marc Augé los ha definido como “no-lugares”, lo cual es la mejor traducción de nowhere o utopía.

 

Una descripción distanciada de cualquiera de estos sitios extraterritoriales podría confundirse con alguno de esos viajes maravillosos a la Tecnópolis del año 2000 soñada cien años atrás. Allí, la hermosa gente se desplaza por silenciosas escaleras mecánicas, respira aire ozonizado y goza de la música, mientras desfilan ante sus ojos todas las riquezas y los espectáculos que la industria puede dar. Todos son jóvenes, bellos, alegres y divertidos. De no ser porque afuera hay guardias armados que los defienden de los ladrones, los poseídos por la droga y los trogloditas que viven en chozas de cartón.

 

Otra utopía es la Red de Redes, esa asamblea virtualmente igualitaria donde todos pueden opinar, hacerse escuchar y acceder a los saberes más secretos, sin barreras ni controles. Claro está que por un tiempo sólo será accesible a ese 2% de la humanidad que tiene teléfono, lo cual por ahora no la hace demasiado democrática.

 

Un difundido discurso utópico nos explica cómo, poniendo el debido empeño, todos los países pueden llegar a ser competitivos en un “mercado libre y justo”. Se trata de un acabado sistema “inercial”, que desde su perfecta racionalidad desprecia las conocidas debilidades: el monopolio, la competencia desleal, el contrabando, la piratería, la corrupción, el desprecio por la dignidad humana. Entre otras cosas, el Estado fue creado para ponerles límite, y entre los ideales de inspiración eutópica alguna vez estuvo la movilidad social.

 

En este mundo cambiante, lo que para algunos es Eutopía, para otros es Distopía. Aquí es posible que crezca el producto bruto tanto como la miseria, que la ignorancia se disfrace de información y que el practicismo mate a la curiosidad desinteresada.

 

La historia siempre tuvo un componente utópico, que es la forma cultural de la esperanza. Echada por la puerta, la utopía vuelve por la ventana, y suele hacerlo de manera perversa. Cuando el deseo utópico es segregado del debate racional, puede renacer bajo la forma del mesianismo, del despotismo o del delirio colectivo. Al fin y al cabo, la utopía filosófica moderna quiso ser una alternativa al violento milenarismo que agitó a Europa desde fines del medioevo hasta los tiempos de la Reforma.

 

Habiendo aventado -en buena hora- las utopías de una razón divorciada de la vida, deberíamos haber aprendido a reconocer la complejidad de la convivencia humana y del mundo que la sustenta. La Tecnópolis de hoy corre el mismo peligro: endiosarse a sí misma para llegar a no reconocer sus límites naturales, agotando recursos no renovables, comprometiendo el futuro del mundo que habrán de habitar nuestros descendientes o rebajando a los hombres al nivel de meros insumos.

 

Por cierto, los cristianos sabemos que la plenitud no pertenece a este mundo y que la Ciudad de Dios es invisible para la historia, pero estamos llamados a no resignarnos al mal y a la injusticia. Intentar construir una sociedad más solidaria supone siempre alguna dosis de utopismo, algo que es tan necesario como el sueño para la vigilia.

 

 

 


Notas

 1. José Luis Aranguren, La juventud europea. Barcelona, Seix Barral 1969.

 2. Cfr. Judith Shklar, “Teoría política de la utopía: de la melancolía a la nostalgia”, en Frank E. Manuel, Utopías y pensamiento utópico. Espasa-Calpe, Madrid 1982.

 3. Herbert Marcuse, La fin de l’utopie. Delachaux et Niestlé, Neuchâtel, 1968.

 4. Irónicamente, Rudi Dutschke terminaría siendo un político liberal y Bateson fundaría la New Age. Lo mismo ocurrió con algunos líderes guerrilleros como Régis Debray, hoy semiólogo, y Roberto “Chato” Peredo, quien, tras secundar al Che Guevara, se dedica a la terapia de “vidas anteriores”.

 5. Adecuadamente definida por Renouvier, la ucronía no debe ser confundida con la sociedad futura, tal como lo hace Raymond Trousson, en su Historia de la literatura utópica. Barcelona, Ediciones Península, 1995.

 6. Sólo Olaf Stapledon fue capaz de introducir algo de historia dentro del orden utópico. Cordwainer Smith, por su parte, imaginó una historia post-utópica que se parece mucho a la posmodernidad.

 7. Cfr. Lewis Mumford, “La Utopía, la Ciudad y la Máquina”, en Manuel, op. cit.

 8. Cfr. Frances Yates, Giordano Bruno y la tradición hermética. Ariel, Barcelona 1983.

 9. Oscar Wilde, The Soul of Man under Socialism (1891) en Selected Essays and Poems, Londres, Penguin 1954.

 10. Robert Malthus, Primer ensayo sobre población (1798) Barcelona, Altaya 1993.

 11. Francis Bacon, Nueva Atlántida, en Utopías del Renacimiento, con estudio preliminar de Eugenio Ímaz, México, F.C.E. 1956, pág. 225.

 12. Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, Buenos Aires, Planeta 1992.

 13. Karl Popper, “Utopía y violencia” (1947), en Arnhelm Neusüss, Utopía, Barcelona, Barral 1971.

 14. En realidad, la utopía de Platón no está en la República sino en el Critias y en Las Leyes.

 15. Con mínimas diferencias, tal es la posición que defienden Patrick Glynn y Glenn Tinder en “Time for Utopia? An Exchange”, en First Things, New York 1995, Marzo 1995.

 16. Cfr.Trousson, op. cit.

1 Readers Commented

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  1. luis on 2 julio, 2013

    he leido mucho acerca del tema en cuestion y me parece muy acertado este estudio te felicito por que he aprendido mucho con tus escritos …gracias

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