Discreta repercusión en la opinión pública argentina produjo el desarrollo y desenlace de las elecciones presidenciales en Chile que, en segunda vuelta, consagró a Michelle Bachelet, miembro del partido Socialista pero abanderada de los partidos de centro y de izquierda que forman la Concertación por la Democracia. Tanto en el mundo intelectual como en ciertos círculos sociales se manifestaron expresiones de simpatía, pero sobre todo de admiración hacia el nivel de cultura política de la sociedad chilena testimoniado antes y durante la compleja transición a la democracia, que el país vecino encaró con deliberación e inteligencia tras el régimen dictatorial de Pinochet. Régimen que perdió el poder en una situación de importante arraigo social y no en un escenario de claudicación manifiesta, como en el caso argentino. Allí el cambio democrático se fue realizando con porfía y sin pausa, sobre todo con el propósito de reconstruir una sociedad civil gobernada por reglas de juego democráticas, trabajar en la calidad del sistema político y proponer cambios en la dimensión social postergada.

 

El presidencialismo chileno y su desempeño constituyen, asimismo, una oportunidad para el ejercicio comparativo. Comparar es conocer, y permite además controlar la calidad del conocimiento. Aplicado a la política no sólo responde a la pasión de explicar sino a la de comprender.

 

En uno de sus recientes estudios sobre la política de su país, el politólogo chileno Carlos Huneeus analiza el papel del Congreso en el presidencialismo a lo largo de los quince años de la nueva democracia. Comprueba que se ha fortalecido y que ha restado atribuciones al rol presidencial, cuya centralidad decisoria fue recortada por la importante reforma constitucional de 2005. El Poder Legislativo, por ejemplo, interviene en la designación de los ministros del Tribunal Constitucional nombrando a cuatro de sus diez miembros; asimismo, la simultaneidad de las elecciones presidenciales y parlamentarias evoca la relación estrecha entre ambos poderes. En definitiva, el Congreso alcanza mayor protagonismo y el presidencialismo subsiste contenido y maduro. El “caso desviado” (deviant case) de Chile demuestra que se pueden hacer reformas políticas sustantivas sin caer en la “política literaria” o en las “revoluciones gráficas”, que Alberdi denunciaba como vicio argentino. En suma, se puede hacer un presidencialismo sin deriva hacia la hegemonía gracias a dos factores, entre otros: el diseño constitucional y el comportamiento de los actores políticos. El presidencialismo chileno contradice las generalizaciones hechas acerca de su (inevitable) “incapacidad para alcanzar un sistema político estable”, y pone en tela de juicio la afirmación que lleva décadas en cierta literatura política, como la del sociólogo español Juan Linz, que afirma la necesidad de que el jefe de Estado debe tener una clara mayoría en el Congreso para que el presidencialismo funcione, pues los tres presidentes de la Concertación que se han sucedido en la experiencia democrática chilena no han tenido mayoría en el Senado por la existencia de “senadores designados” –residuo pinochetista desalojado en tiempos recientes– que han apoyado a la oposición. Chile tuvo estabilidad democrática prolongada, interrumpida por la dictadura del general Carlos Ibáñez (1927-1931) y por la de Pinochet (1973-1990), pero antes y después el Congreso chileno “no fue un organismo de papel”.

 

Estos antecedentes históricos son relevantes a la hora de examinar el presidencialismo chileno antes y después de Pinochet, sin caer en la tentación frecuente de investigadores, analistas políticos y periodistas demasiado pendientes de la tradición y experiencia del Congreso de los Estados Unidos, cuyas singularidades son en casos varios admirables, pero que en poco ayudan para comprender la política latinoamericana en clave comparativa.

 

El caso chileno está a mano. Es un “caso desviado”. Se trata de un presidencialismo exitoso, comparable al de Uruguay en las democracias de la llamada tercera ola, y por lo tanto una invitación a interrogarnos sobre propuestas del pasado que entre nosotros aún alientan algunos políticos e intelectuales (ansiosos unos por recuperar protagonismo y sujetos otros a la pereza del pensamiento), a través de formas semi-presidenciales o parlamentarias en plena ausencia de un sistema de partidos y en medio de un Congreso que, como señala con rotundez Ana María Mustapic, “legisla poco, controla menos y a duras penas representa…”. Poblado además de figuras mediocres, con pocas excepciones, y con jóvenes recién llegados y viejos recién entrados con parecidos vicios: tomar el Congreso como un sitio de paso hacia actividades más “rentables” o como una estación intermedia donde el trabajo en comisión no es atractivo y donde las capacidades legislativas constituyen un caso raro. Y todo esto cuando al menos ocupan las bancas, pues el escándalo de los candidatos de “lujo” que van de la lista a la posición de poder más tentadora, no ha producido ninguna reacción institucional ejemplar.

 

Huneeus y Mustapic dicen cosas muy apropiadas sobre el Congreso y otras instancias de nuestros presidencialismos comparados, cuyo examen fue postergado por la preocupación dominante respecto de los fracasos de experiencias democráticas en América latina. En el pasado aquella preocupación estuvo marcada por las causas de los golpes militares, la inestabilidad política o los problemas económicos que se erigieron en obstáculos del desarrollo político, pero poco se atendía a las cuestiones derivadas de los factores institucionales. Incluso la teoría de la dependencia tuvo marcada “responsabilidad” en la desatención de lo que Norberto Bobbio llamaba el “valor frío de la legalidad”, que no era una cuestión de formalismos sino una llamada de alerta sobre la importancia del respeto a las reglas del juego como condición necesaria de una democracia en ejercicio. Al cabo, son pocos los estudios sobre la mediación parlamentaria y mucha la ignorancia respecto de las evocaciones “fascistas” (de derecha e izquierda) de la representación simbólica del líder como expresión unívoca de un (usualmente peligroso) “proyecto nacional”.

 

El testimonio reciente de la política chilena demuestra la importancia del diseño institucional, desmiente las generalizaciones sobre la inviabilidad del presidencialismo en América latina y consolida la impresión de que dirigencias con cultura general y cultura política operan como ejemplaridades positivas que la sociedad atiende.

 

Así como la guaranguería, la trivialización de lo político, el patoterismo, el ejercicio del cinismo en nombre de un populismo aparente –que en rigor se traduce en nuevas oligarquías de facto– son ejemplaridades negativas que van degradando gradualmente a la sociedad.

 

La victoria de la señora Bachelet introduce a la coalición gobernante en la compleja tarea de superar no sólo el desempeño político de don Ricardo Lagos –que termina su mandato con popularidad enorme–, sino de avanzar en la traducción operativa de la fórmula crecimiento con equidad, expresión ambiciosa que no consiste sólo en distintas y particulares políticas públicas específicas, sin duda necesarias, sino de un cambio político social que dé cuenta de la inteligencia emocional de una democracia madura. De un “caso desviado” en la buena dirección.

 

No está de más recordar que este caso se inscribe en un contexto latinoamericano de cambio que tuvo recientemente nueva expresión en Bolivia con la asunción del presidente Evo Morales. Tema de análisis futuro en estas páginas, baste por ahora señalar que el “fenómeno Evo” es un “grito” en principio evocador de nacionalismo pero distante de “nuevos racismos”, que hace presente el urgente reclamo de solidaridad en tiempos de globalización.

 

Una vez más: no asistimos a cambios en el mundo sino a cambios de mundo, lo que conlleva la necesidad de recrear escenarios, incluso inventarlos, recurriendo a cierta dosis de utopía salpicada de desencanto para evitar las derivas autoritarias o los retornos totalitarios.

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