Eugenio Oneguin, con un disparo, acaba con la vida de su amigo Lenski, en un duelo tan absurdo como el que marcó el temprano fin del gran poeta romántico ruso A. Pushkin. Oneguin, que había rechazado la imprudente pero pura y auténtica pasión de Tatiana (“No estoy hecho para la felicidad”) 1, juega con los sentimientos de Lenski por Olga hasta que el poeta, en una reacción desmesurada, termina desafiándolo a duelo. Cuando Oneguin reencuentre a Tatiana, la joven que fue capaz de escribir una carta de amor a casi un desconocido, se habrá convertido en la princesa Gremin. Ella seguramente no vive un gran amor, como el que intuye podría brindarle Oneguin, pero como “el honor, el deber severo y sagrado saben triunfar sobre el sentimiento”, elige ser fiel a su marido, condenando para siempre a la soledad a quien demasiado tarde quiere resucitar una antigua pasión. Las escenas de Pushkin, magistralmente llevadas al teatro lírico por Piotr I. Chaikovsky, tuvieron un protagonista de lujo en Dimitri Hrostovsky, de hermosa voz y buena estampa, y contaron con la competente dirección de Mark Ermler. Adrienne Pieczonska y Vladimir Galuszin fueron justamente ovacionados; la primera en la escena de la carta y el tenor en la conmovedora aria “¿Dónde habéis huido, días radiantes de mi juventud?” dos de los más bellos fragmentos de la obra, que los tiene en abundancia. Agregaré entre mis personales preferencias las amargas palabras con que Lenski responde al reproche de la señora Larina: “En vuestra casa, pasaron, como en un bello sueño, los años de mi infancia. Aquí gusté por vez primera los gozos de un sentimiento puro y radiante. Pero hoy aprendí otra cosa. Sé que la vida no es una novela, el honor no es nada, la amistad una palabra vana, una burla lamentable, una mentira infame”.

 

Dejemos a los desdichados personajes de Pushkin y Chaikovsky, y tornemos la mirada sobre el conjunto de la temporada lírica, planificada originalmente por Sergio Renán y rectificada por la nueva conducción bicéfala del teatro a cargo de Kive Staiff (director general) y Miguel A. Veltri (director artístico).

 

Comenzó, como termina, pistola en mano, aunque Leonora no necesitó disparar para mantener a raya al corrupto y maléfico don Pizarro (un desteñido Harry Dworchak). Beethoven, que nunca se casó, supo cantar el amor matrimonial con los acentos entre tiernos y heroicos del prisionero y de la mujer que para hallarlo en la cárcel se viste de hombre (y suscita el amor de Marcelina, dicho esto para los que se creen audaces hoy). El himno a la libertad de los prisioneros, de tímido comienzo y vibrante eclosión final, conmueve con la elocuencia del mensaje de un genio. La única ópera de Beethoven, “Fidelio”, tuvo una muy buena protagonista en la soprano Susan Anthony. Con todo, ni ella, ni el Florestan de John Keyes, hicieron olvidar a anteriores intérpretes, como Gré Brouwenstijn, Ingrid Bjoner y Jon Vickers.

 

En 1962 y 1967 la “Tetralogía” subió íntegramente a escena. Birgit Nilsson, Wolfgang Windgassen y Hans Hotter, entre otras luminarias, y la régie de Ernst Poettgen y Heinz Wallberg y Ferdinand Leitner, en las sucesivas reediciones, lograron algo hoy por hoy impensable presupuestariamente, pero quizás también artísticamente. Décadas atrás eran más los dispuestos a peregrinar de rodillas a Bayreuth (en la expresión de Albert Lavignac en su “Voyage artistique a Bayreuth”). El Colón no se propuso desarrollar la monumental Tetralogía a lo largo de una temporada sino de cuatro. Este año le tocó a “Sigfrido”, en una reedición que estuvo a la altura de las precedentes. Con Franz Paul Decker al podio, la segunda jornada fue presentada con todos los honores. En especial, destacamos al danés Stig Andersen, joven y ágil, y por lo tanto excepcionalmente creíble, y de hermosa voz. Anne Evans fue Brunilda (el compositor la condena a aguardar casi cinco horas para aclamar el sol y la luz luego de que Sigfrido descubra con entusiasmo, al final de su viaje iniciático, y tras despojar a la durmiente de su armadura que “das ist kein mann”), Tom Fox el Caminante, Nancy Maultsby Erda, y Ekkehard Wlaschiha el detestable Alberich, entre otros cantantes de primer orden que obvio transcribir. Como viene haciéndolo, y por cierto muy bien, Oswald fue el regisseur, escenógrafo e iluminador.

 

Otro punto alto de la temporada fue “Sansón y Dalila”, de Camille Saint-Saens, que más allá de mis muchas simpatías por este título, reconozco que pudo ser reemplazado por algún otro del repertorio francés, ya que subió a escena hace sólo cuatro años, con la misma deslumbrante puesta de Beni Montresor. Fabián Persic se ha referido ya a esta reposición, que despertó expectativa por la actuación de Plácido Domingo en las funciones de abono. Por mi parte, tuve el gusto de ver a Carlos Cossutta, un excelente Sansón, de voz potente y buena dicción francesa (han pasado los años desde aquélla “Zapatera Prodigiosa” de Castro en 1958 o su Cassio en el Otello verdiano en 1963, con los que comenzó su carrera). Barbara Dever fue una estupenda Dalila en esa función. Esperamos que retorne en futuras temporadas. Y hablando de 1958, cómo no recordar a Sir Thomas Beecham dirigiendo la obra de Saint Saens, con la bella norteamericana Blanche Thebom, como seductora filistea (después leí que “Mon coeur s´ouvre á ta voix” es de un “erotismo de salón”, pero me sigue pareciendo, como entonces, adecuadamente sensual).

 

Sin dar respiro, los melómanos fuimos convocados a otra gran representación. Tras catorce años de ausencia volvía el Tríptico de Giacomo Puccini en una lograda producción del Met neoyorquino. Lejos de la popularidad de otras obras de Puccini, cada una de las breves óperas que integran el Tríptico despiertan emociones. La sórdida historia de “Il Tabarro”, que se desarrolla en una barcaza anclada junto a un “quai” parisino nos muestra seres aplastados por la frustración, material y afectiva, nostálgicos de dichas imposibles. “Qué difícil es ser feliz”, constata Giorgetta, que ha perdido a su hijo pequeño y nada siente ya por su marido, a su vez solitario y amargado, entregándose en cambio a Luigi, como un último y fatal desafío al destino. Puccini pulsa la cuerda dramática pero al mismo tiempo encuentra mil detalles para crear el clima anímico de los personajes (no sólo los protagónicos) y el entorno de ese otro París, el de Mimí y Rodolfo, que se cuela en el canto de dos enamorados. Un gran barítono, Sherrill Milnes, fue Michele. Sigue siendo el artista superior que admiramos en otras temporadas. Junto a él, la soprano Karen Huffstodt y el tenor Gegam Gregorian fueron brillantes en sus difíciles partes. “Suor Angelica” transita sin mayor interés mientras las religiosas parlotean, hasta que se anuncia en el convento a la “Zia Principessa” (excelente Alexandrina Micheltowa). El compositor, a partir de entonces, levanta vuelo y traduce musicalmente la frialdad de la guardiana inflexible del honor familiar y la anhelante necesidad de Suor Angelica de perdón y, sobre todo, de saber sobre el destino de su hijo, nacido de culpables amores, hasta lograr arrancar de su tía la tremenda noticia. Sí, lejos de ella, “senza mamma, o bimbo, tu sei morto”. Si la religiosa (la chilena Cristina Gallardo Domas, que cosechó un legítimo éxito), tras serle revelado que la Virgen la llevará junto a su pequeño, muere en escena, en “Gianni Schichi” todo comienza cuando Buoso Donati acaba de exhalar su último suspiro (innecesariamente, la régie hizo que el malquerido anciano pasara a mejor vida con los acordes iniciales). Contraste sorprendente con las tragedias anteriores, Puccini traza una obra maestra del humor musical, una auténtica fiesta en que la música subraya la codicia de los parientes, el juvenil empuje de Rinuccio, vástago de los Donati enamorado de la bella Lauretta, la hija de Schichi, exponente de la “gente nuova”. Ante el regocijo del público, Schichi se queda con “le cose migliori” de la herencia de Buoso Donati pero son los jóvenes, en una auténtica “alianza de clases”, los que en definitiva se beneficiarán. Sherrill Milnes, en su segunda actuación de la velada, fue un estupendo protagonista, desbordante de vida, de ironía mordaz, vulnerable a la ternura de quien pide a su “babbino caro” por los arrogantes parientes de su novio. Ganó para sí como para su personaje, a quien el gran padre Dante arrojó al infierno, el aplauso fervoroso del público. Mario Perusso fue el eficaz director de orquesta.

 

Leo Nucci deslumbró. Vocalmente brillante, como actor supo encarnar todo el dolor, el resentimiento, la ira y el amor paterno de Rigoletto. Junto a él, Sumi Jo fue una Gilda de perfecta coloratura. Marcelo Álvarez, tenor cordobés de quien se tenían referencias a partir de una grabación de “Marina” de Arrieta, fue una auténtica revelación. El público deliró con “Parmi veder le lacrime”y la cabaletta “Possente amor” que a menudo se elimina por su dificultad. Si no se deja tentar por el éxito fácil, Alvarez podrá afianzarse como un tenor sobresaliente. Fue muy grato descubrir dos bajos excelentes, a Stefano Palatchi, como Sparafucile, y, lo que es más raro, un Monterone de inusitado nivel, a cargo del uruguayo Erwin Schrott. Miguel Ángel Veltri dirigió con total dominio la impar partitura verdiana, con justicia una de las predilectas de todos los públicos desde su estreno en 1851.

 

Dos óperas buffas, “Don Pasquale” de Donizetti y “El Barbero de Sevilla” de Rossini tropezaron con escollos escénicos que provocaron reacciones airadas del público, al menos en las primeras funciones. Graciela Galán en el primer caso y Hugo de Ana en el segundo quisieron ser originales y reflejar en los decorados la gracia y el delirio de las partituras y sus tramas. Lo logró más la primera que el segundo. Francois Loup fue Don Pasquale, buen actor pero de voz pequeña, y uno de los Bartolos de la ópera de Rossini, (alternó William Powers, que impresionó muy bien). Nuestra compatriota Paula Almerares cosechó un gran éxito como Norina. La mezzosoprano Jennifer Larmore fue una Rosina de bella voz y estupenda coloratura. El ruso Vladimir Chernov fue Figaro y Raúl Giménez, Almaviva; ambos excelentes. En cambio Natale de Carolis pasó sin pena ni gloria como don Basilio, pese a la oportunidad que le brinda “la calunnia”. Guido Ajmone Marsan tampoco satisfizo en la dirección orquestal en Rossini. Aunque son en su género dos obras maestras, y siempre gratísimas de ver, su inclusión en la misma temporada no fue un acierto. Hay mucho Bellini y Donizetti “serio” esperando, incluso Rossinis menos frecuentados, que hubiesen podido combinarse mejor.

 

El programa se completó con la Misa de Requiem, de Verdi, un recital del bajo James Morris y “La Ciudad ausente” de Gerardo Gandini, sobre textos de Ricardo Piglia, una de las contadas óperas argentinas que lograron (cuando se estrenó hace dos años en un abono especial de ópera del siglo XX) el favor del público. Digamos que la Misa (que siempre hace recordar a Aída) fue dirigida por Miguel Ángel Veltri, que contabilizó así nada menos que tres títulos en la temporada, los dos verdianos y “Sansón”, lo que parece excesivo para quien es a su vez director musical del teatro.

 

El balance de la temporada es muy favorable, pese a la reducción de la cantidad de títulos con relación a otras anteriores, incluso por la cuestionable inclusión de un recital, por mejor que sea el artista, y una obra sinfónico-coral.

 

Para terminar con 1997, no puedo dejar de mencionar el magnífico espectáculo que fue el ballet “Romeo y Julieta” de Prokofieff, con una pareja protagónica insuperable: Alessandra Ferri y Maximiliano Guerra.

               

¿Y para 1998?

 

 El anuncio de la temporada mostró discrepancias entre Kive Staiff y Veltri, mientras que la suspensión de una función de “La Ciudad ausente” por conflicto gremial sonó ominosamente. Lo cierto es que los abonos no se pondrán aún en venta y que la programación muestra baches inexplicables para un teatro de primera magnitud como es el Colón. Por el momento queda en nada el propósito de ser más un “teatro de repertorio” que de “temporada”, según el proyecto del ex subsecretario Cremonte, ya que no hay elencos locales capaces de lo que es posible en, por ejemplo, Viena, donde hay un conjunto de títulos que con las “nuevas producciones” se alternan con pareja solvencia. Se echa de menos la exitosa experiencia de la ópera de cámara de los años 70 (que brindó estrenos como el “Barbero” de Paisiello, “Lo frate ´nnamorato”, “Crispino e le commare” y “La finta giardiniera”, por citar algunos), además de las posibilidades de fogueo que brindaría a cantantes locales actuar en una sala de dimensiones más reducidas (y con precios acordes) incluso con algunas de las óperas más frecuentadas.

 

La inauguración de la temporada será con una magna creación verdiana: Veltri dirigirá “Macbeth” con la debutante Cynthia Makris, con Leo Nucci como protagonista y Carlos Cossutta como Macduff.

 

La Tetralogía culminará con “Ocaso”. Hildegard Behrens en un reciente recital anticipó, aunque sin caballo en escena, sus condiciones para una impactante inmolación. No se especifica, créase o no, el Sigfrido, aunque sí los otros personajes y la dirección de Decker. Esperemos no atravesar el milenio sin una reedición de Tristán e Isolda.

 

Otros dos títulos alemanes, ambos muy bienvenidos, seguirán: “El rapto en el serrallo” de Mozart (dirigida por Heinz Fricke, el mismo de “Fidelio”) y “El caballero de la rosa” de Richard Strauss (a cargo de Decker). La mariscala será Elizabeth Meyer-Topsoe y Suzanne Mentzer Octavian, además de otros debutantes. ¿Sería descabellado reeditar un “abono alemán” como existió durante años, y elevar con ello de cuatro a cinco las funciones previstas para cada ópera?

 

En los cuarenta y dos años de temporadas que recuerdo, nunca se vio “Fedora”, del autor de “Andrea Chenier”, Umberto Giordano, por lo que es un acierto permitir conocer este exponente del verismo basado en un drama de Sardou, de aristócratas y nihilistas rusos en París, estrenado hará un siglo. Tendrá dos grandes intérpretes: Mirella Freni, que con más de sesenta años de edad debutará recién ahora en nuestro teatro, y Plácido Domingo. De la pareja alternativa (para los no abonados) sólo sabemos que el conde Loris Ipanov será Gegam Grigorian. Habrá seis funciones y, nuevamente, el director será Veltri.

 

“Fausto” de Gounod tendrá un Mefistófeles chino, Hao Jiang Tan, y una Margarita argentina, Ana María González. Dirigirá Maurizio Arena y cantarán también Gino Quilico y Marcello Giordani. Seguirá “Tosca” de Puccini, (es el año de Sardou, sin duda) con dirección del español Miguel A. Gómez Martínez y puesta en escena de Oswald (un riesgo para los que preferimos ver aquí decorados realistas). Sólo se consigna el Cavaradossi, Luis Lima. La omisión de los nombres de la soprano y el barítono es preocupante.

 

La ópera argentina estará representada por “Don Juan” de Juan Carlos Zorzi, con libreto de Javier Collazo, y dirección, obviamente, del autor.

 

Una feliz reposición es “El amor por tres naranjas” de Sergio Prokofieff, con dirección de Stefan Lano (bien recordado por su “Lulu” de Berg) y cantantes de gran nivel. Se estrenó con elenco nacional allá por 1959 y no volvió, me parece, a nuestro escenario.

 

Y para los apasionados de la música rusa, una sorpresa llegada después del anuncio de la temporada: la visita del elenco del Kirov de San Petersburgo que no sólo traerá “Boris Godunov” sino también otra imponente ópera de Mussorsky, “Khovantchina”. Cabe esperar jornadas memorables.

 

Pues bien, hasta aquí los títulos que jalonarán la 90ª temporada lírica de un teatro que, digámoslo una vez más, es un orgullo y una responsabilidad (algunos agregan, un milagro) para la ciudad ahora autónoma y para el país. La estabilidad lograda a partir de 1991 le permitió recuperar una credibilidad internacional puesta en jaque por las crisis políticas y económicas de otrora. Aunque no faltan “profetas de desgracias” sobre las dificultades que acechan su actividad, auguremos que continúe en el nivel alcanzado y que Buenos Aires siga manteniendo su prestigio de centro musical único en América Latina.

 

En esta reseña, testimonial y no técnica, me he limitado a la ópera. Mucho más, y de altísimo nivel, se ha visto y escuchado este año en conciertos de orquestas, la última visitante fue la de Estrasburgo, y solistas, gracias en gran medida a las asociaciones musicales (Mozarteum, Festivales, Harmonia, Wagneriana).

 

Vaya por fin un recuerdo para quien durante muchos años hizo puntual crónica de la vida musical de nuestra ciudad en las páginas de CRITERIO, Alberto Emilio Giménez, académico de Bellas Artes, fallecido este año.

 

 

 


1. En 1981 estuve en Trigorskoye, cerca de Pskov, donde vivió Pushkin. Allí se conserva la casa de campo de la familia Osipov-Wulf, en cuyos integrantes se inspiró Pushkin para trazar los personajes de la señora Larina y sus dos hijas. En un banco del parque, bajo un árbol, nos parecía escuchar este diálogo de Tatiana y Oneguin.

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