La Edad Media, que ha discutido casi todo, ha discutido con especial énfasis el problema de los universales. Un ejemplo de universal podría ser el animal tigre. ¿Qué es el tigre? Alguien con prisa enciclopédica dirá quizá que es un mamífero carnívoro muy feroz y de gran tamaño, parecido al gato en la figura, de pelaje blanco en el vientre, amarillento y con rayas negras en el lomo y la cola, donde las tiene en forma de anillos. Habita principalmente en la India. Esta es la primera acepción que nos da el Diccionario de la Real Academia, y, aunque su precisión no nos abruma, en caso de encontrarnos con un animal de las características citadas, puede ayudarnos a discernir, despavoridos, que se trata de un tigre y no de un gato. El problema de los universales, sin embargo, no es definicional sino más bien un problema ontológico: ¿qué tipo de entidad tienen los universales?

 

Dos fueron principalmente las posiciones que forjaron esta controversia: el realismo y el nominalismo. El realismo, cuyo padre es Agustín, su abuelo Platón, su bisabuelo Parménides y su tatarabuelo Pitágoras, es la doctrina según la cual los universales existen. Qué tipo de existencia detentan es discutible y varía de acuerdo con los autores. Digamos, por lo pronto, que todos coinciden en que no existen en coordenadas espacio-temporales, sino que se mantienen ajenos a la decadencia en el inmutable palacio de la eternidad. Los universales detentan, por tanto, una prioridad ontológica en relación con los individuos.

 

El nominalismo, que tiene como antecesores no menos ilustres a Ockham, Tomás, Abelardo y Aristóteles, sostiene muy grosso modo que lo único que existe son individuos. No hay tal cosa como los universales. Incluso algunos de estos autores los reducen a la mera voz, el flatus vocis; otros, más tolerantes, los suponen existentes en potencia, y sólo capaces de actualizarse en tanto conceptos en la mente del hombre. En este caso, por tanto, los individuos tienen una prioridad ontológica con relación a los universales 1.

 

Ahora bien: lo mismo que nos hemos preguntado respecto del tigre podemos preguntárnoslo respecto del Estado: ¿qué es el Estado? Y con ánimo menos teórico que estadístico, o quizás antropológico, podríamos también preguntarnos: ¿qué es el Estado para un argentino? La pregunta, que puede parecer una encuesta trivial, en realidad no lo es. Nuestra hipótesis es que el argentino, o para no recurrir a la engañosa sinécdoque, la mayoría de los argentinos tiene una concepción realista del Estado. A no confundirse: con esto no queremos afirmar que si se consultara a la mayoría de los argentinos cada uno de ellos respondería citando a Platón o a Agustín. Probablemente ni siquiera llegue a declarar algo inteligible acerca del Estado. La nuestra, en cambio, es una hipótesis pragmática: sostenemos que la mayoría de los argentinos actúa como si entendiera el Estado de modo realista.

 

¿Qué significa, pues, tener una concepción realista del Estado? Lo diremos sumariamente: significa concebir al Estado como una entidad de existencia independiente, más allá de la suma de todos los individuos. A esta altura, el lector podrá no sin razón preguntarse qué tipo de relación hay entre los individuos y el Estado concebido de este modo. Es fama que la relación entre el arquetipo y la malograda copia fue siempre un quebradero de cabeza para Platón. Pues bien, para el argentino la relación entre el individuo y el Estado es una incógnita complicadísima, a tal extremo que termina considerando al Estado como un club del cual no es socio.

 

Nuestro desafío es ahora justificar la hipótesis propuesta. Obraremos del siguiente modo: tomaremos ciertas actitudes habituales del argentino y procuraremos demostrar que son incomprensibles y hasta contradictorias bajo una concepción nominalista del Estado y, por el contrario, resultan del todo coherentes bajo una concepción realista.

 

La primera situación que consideraremos es la del soborno. Cuando un policía multa a nuestro argentino por una infracción que ha cometido, él prefiere sobornar al policía antes que pagar la multa. Quizás, incluso, por la noche, en una comida, ya familiar ya de negocios, se jacte de haber actuado de ese modo. Pensémoslo bajo una óptica nominalista: si somos individuos y creemos que el Estado es la suma de cada uno de los individuos, incluidos por supuesto nosotros, y creemos asimismo que cada individuo paga sus impuestos y que con ese dinero se le paga a los policías, es decir nosotros mismos les pagamos, para que nos hagan cumplir con la ley, entonces es completamente absurdo sobornar a un policía para que nos permita no cumplir con la ley. Porque de este modo estaríamos pagándole para que nos controle y para que no nos controle, lo cual, ningún lógico podrá negarlo, es una contradicción. Veámoslo en cambio bajo una óptica realista: si creemos que el Estado es una entidad independiente de los individuos, y creemos que los impuestos y las multas que pagamos van a parar al bolsillo hueco de esa entidad extraña, entonces, no será tan absurdo el soborno. Porque esa cosa llamada Estado nos exige dinero bajo el rótulo de impuestos y después, con alguna plata que no es la de nuestros impuestos, se le ocurre caprichosamente pagarles a los policías para que nos vigilen a nosotros y para que nos saquen aun más plata, que irá a parar por cierto a esos bolsillos corruptos. Entonces el soborno es una suerte de defensa frente al monstruoso Leviathan.

 

Lo mismo puede decirse del acto de arrojar basura en la calle. Bajo una óptica nominalista el acto es por demás absurdo, ya que la calle es de todos. Bajo una óptica realista, en cambio, se justifica, ya que la calle no es de nadie, o a lo sumo de unos pocos perversos desconocidos 2.  

 

Consideremos en última instancia a aquellos argentinos que, aunque sobornan al policía y al boletero del cine, aunque arrojan basura al suelo, creen que lo que hacen está mal, pero lo hacen porque todos lo hacen y votan entonces contra la corrupción, esperando que los gobernantes, como buenos padres, les quiten a todos estos vicios infantiles. Bajo una concepción nominalista esta esperanza es absurda: en primer lugar, por mejor ejemplo que den los gobernantes, si todos miran a todos y así se justifican, nunca nadie cambiará. En segundo lugar, bajo una concepción nominalista comprenderíamos que los gobernantes no son padres que nos guían, sino hijos a quienes engendramos de nuestro propio seno. Y hasta sonaría ridícula la habitual crítica de que no hay políticos confiables: como si los políticos fueran alguien más que nosotros mismos. Bajo una concepción realista, en cambio, todo esto quedaría justificado: es el Estado, independiente de los individuos y ontológicamente prioritario, el que debe conducirnos. Nadie puede hacer nada si el Estado no logra mágicamente que lo hagamos. Y quienes gobiernan el Estado, por gobernar algo distinto y mayor que todos nosotros, son una suerte de padres omnipotentes. Por supuesto, si no nos place ninguno de esta raza ajena que son los candidatos a gobernar, es decir los políticos, diremos con razón, bajo nuestra óptica realista, que ellos, los políticos, no son confiables. 

 

Quien escribe este artículo y algunos de sus amigos somos, a diferencia de otros argentinos, nominalistas en cuanto al Estado. Creemos que el Estado y las instituciones que lo forman somos todos nosotros, los individuos. O, mejor, las personas: individuos en relación. Creemos, para culminar, que el cambio de actitudes tiene un cierto aroma tautológico: para que todos cambiemos es necesario cambiar cada uno.

  

 

 


1. Suele darse cierta confusión terminológica por la cual el realismo es propiedad de Aristóteles, mientras que el mundo de las ideas ubica a Platón como idealista. Nótese que en estas breves líneas las definiciones de Realismo y Nominalismo dependen de la prioridad ontológica, ya de los universales, ya de los individuos.

 2. No deja de ser curioso el hecho de que las maestras, cuando ven a un niño que arroja basura al suelo, le preguntan: ¿en tu casa también tirás la basura al suelo? Pero esta comparación es completamente inexacta, porque la calle es propiedad de todos, lo cual hace que el acto sea mucho más condenable.

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