Más que retomar el hilo de las sesiones precedentes, quisiera reflexionar hoy sobre el hombre espiritual y sobre el intelectual, sobre lo que los separa, intentar definir la vida espiritual distinguiéndola de lo que llamamos“cultura”, para considerar finalmente la situación del hombre espiritual en el mundo, y más particularmente en el mundo de hoy. El término “hombre espiritual” corre el peligro de ser entendido mal, de hacer pensar en espiritismo o en otros comportamientos que irritan a nuestra sensibilidad contemporánea. Lo conservo, sin embargo, como solución provisoria, no hallando una expresión mejor para designar lo que busco decir. Si alguno de ustedes tiene una sugerencia, la recibiré con gusto

 

El hecho es -y me parece muy importante darse cuenta claramente de esto- que lo que en general llamamos el intelecto, lo intelectual, la inteligencia asume dos fenómenos completamente diversos, ligados uno a otro como una cosa y su sombra o (para hacernos eco de quien intentó aclarar esta diferencia por primera vez) como la realidad y su simulacro. Por una parte existe el intelectual en cuanto “trabajador cultural”, profesional o incluso creador, que representa una realidad social que se puede definir objetivamente y analizar desde una perspectiva sociológica. Se trata de un hombre que posee una cierta formación, competencias o diplomas en virtud de los cuales ejercita una actividad particular con la que se gana la vida. De la misma forma en la que cualquier otra persona se gana la vida haciendo otra cosa -el zapatero fabricando zapatos, el obrero marcando cada día la tarjeta en la fábrica-, el escritor vive de la propia escritura, y lo que produce es impreso, vendido, comprado como todas las otras mercancías subordinadas a las leyes de la economía. Se dirá que todo esto es evidente y que yo hablo grosso modo, pero se trata justamente de un oficio, de un medio de mantenimiento que tiene una historia y se inserta entre otras actividades humanas en un medio bien definido.

 

¿Y la otra parte? La cosa no es tan simple ni tan evidente. No se trata de algo que pueda ser definido desde el exterior, observando y comprobado que los hombres hacen esto o aquello. Quienes califico de “hombres espirituales” en general escriben también ellos y ejercitan el mismo tipo de actividad que aquéllos para quienes la cultura es un medio de mantenimiento. En apariencia, se diría que se trata de lo mismo. Los “hombres espirituales” son escritores como los otros, profesores como los otros, dan cursos como los otros, etcétera -respecto a esto no pueden ser distintos de los simples intelectuales-. Sin embargo, por más difícil que sea de aprehender, la diferencia es muy profunda. Platón es el primero en llamar la atención sobre el abismo que separa a un hombre como Sócrates de un Pzotágoras o de un Hippias, de todos aquellos virtuosos brillantes que entienden de todo, desde cómo imitar a los maitres-a-penser hasta cómo hacer dinero. Hay, claramente, una diferencia. ¿Pero de qué se trata?

 

A lo largo de su camino de pensamiento, Platón se aplicará con intensidad a aprehenderla, consagrando a este interrogante el máximo esfuerzo y la mejor parte de su obra escrita. Pero aquí es posible preguntar si alcanza, en efecto, a presentar una definición clara y precisa de esto, incluso en el Sofista, obra de su plena madurez en la que la problemática de esta dualidad es elaborada más profundamente que en cualquier otra parte. En este diálogo se ve cómo el otro -el sofista, es decir el intelectual, el profesional de la cultura- se disimula, hace piruetas, se sustrae cada vez que se cree haberlo localizado.

 

Visión cómica ¿no es así? Platón pone como principio que la figura del hombre espiritual es perfectamente clara y concreta, mientras que el sofista es un personaje turbio, que se esconde a la sombra de esta claridad. Mi punto de partida de hoy es un poco diferente. Para mí, el profesional de la cultura es alguien evidente a una primera aproximación, en el sentido de que se dedica a actividades bien precisas, que se pueden constatar desde el exterior, describir, definir sociológicamente, económicamente, etcétera, en tanto que quien resulta un problema es el hombre espiritual. Si Platón invierte la perspectiva es porque, siendo él mismo un hombre profundamente espiritual, la espiritualidad le parecía natural y evidente.

 

Pero volvamos a nuestra perspectiva. ¿Cómo aclarar la diferencia? ¿Cómo saber qué es un hombre espiritual? A modo de prueba se podría partir de la palabra del gran filósofo moderno que buscó definir un cierto tipo de vida espiritual, diciendo: la filosofía es el mundo a la inversa. ¿En qué sentido “a la inversa”? ¿En qué sentido la filosofía pone al revés la realidad de los otros, los que no son hombres espirituales?

 

La filosofía es diferente en la medida en que, a sus ojos, el mundo no es evidente. Todos nosotros vivimos en un mundo visible, que nos es dado y que consideramos real. En realidad es algo que simplemente está allí y que aceptamos sin interrogarnos en lo más mínimo, como una base sobre la que nos movemos de un modo natural, puesto que nuestra vida en el mundo es -también ella- de una evidencia que no crea problemas. Todas nuestras reacciones son aprendidas del mismo modo en que aprendemos a denominar los objetos, según una lengua que nos es transmitida tal como es. Recibimos todos nuestros modos de ver de la tradición, todas nuestras ideas de la escuela, todo viene, por así decirlo, prescripto. Incluso allí donde manifestamos una cierta iniciativa, lo hacemos contando con el apoyo de algo que consideramos claro y evidente. En general, a menos que sea presa de una gran infelicidad, el hombre no advierte la necesidad de otras cosas -la vida, simplemente recibida y vivida siguiendo el surco, se despliega sin desgarraduras-.

 

Son raras las experiencias que muestran cómo justamente este modo de vida, todo este mundo heredado y no problemático, pueda desilusionar, en cuanto expuesto a la negatividad. No es algo que suceda todos los días pero, a fin de cuentas, en un modo o en otro, todos pasamos por allí. Vemos que las personas con las que vivimos y actuamos, nuestros compañeros de trabajo, de pensamiento y de estudio, son inconsecuentes, y que nosotros mismos lo somos. Todos -tanto nosotros como los demás- están desgarrados, golpeados por las contradicciones. Todos se traicionan a sí mismos, ven fracasar sus proyectos de vida, repudian aquello en lo que habían creído. Y hay experiencias aún más duras, más trastornantes -la muerte imprevista, la ruina de toda una sociedad-. Experiencias que todos ustedes han conocido durante la infancia y que nosotros, vuestros mayores, hemos atravesado más de una vez en el curso de nuestra vida. Experiencias que nos hacen entender imprevistamente que la vida, en apariencia tan evidente, es en realidad problemática, sin que se pueda decir bien en qué sentido algo “renguea” y “no gira hacia el lado justo”. En un primer momento nos decimos que está en el orden de las cosas, que estos disgustos insignificantes, desacuerdos y discordancias no tienen importancia y que nada nos impide pasar de largo. Después de todo, el mundo no cesa en ningún momento de dirigirnos su palabra. Nuestra acción es sólo una respuesta a las solicitudes del mundo, al hecho de que las cosas tienen para nosotros un significado: nos conviene, en suma, continuar haciendo esto o aquello. Ahora, si quisiéramos acercar el oído a lo negativo que se hace sentir de improviso y llegar hasta el fondo del camino que nos señala, sucedería que ya nada nos diría algo, nada nos empujaría más a un hacer, a una acción o a una reacción, permaneceríamos suspendidos en el vacío. ¡No se puede vivir así! Y sin embargo es allí, en este vacío, donde se encuentra el principio de la vida espiritual.

 

Ya he hablado varias veces de Platón. En Platón, el personaje de Sócrates representa el nacimiento de la vida espiritual. Ahora bien, la vida espiritual de Sócrates consiste en tratar de determinar, a través del diálogo con los demás, si en todos los problemas que la vida plantea, desde los más simples hasta los más complejos, estos hombres son capaces (si él mismo es capaz) de mantenerse de acuerdo consigo mismo, de ser consecuentes; si lo que transcurre bajo sus ojos como evidente basta efectivamente para asegurar una vida coherente, consonante consigo misma; si estos hombres son realmente quienes creen ser y si su personalidad, cuya cohesión parece indudable, no acaba disgregándose en el transcurso del diálogo. La experiencia que realiza Sócrates, el resultado que adviene con un método tan simple, gracias a una habilidad que no se sustrae a nada excepto a la no-problematicidad, es aplastante: él no halla en ninguna parte caracteres realmente constantes, capaces de realizar la propia identidad. No pretende ni siquiera tener él mismo un tal carácter, estar dotado por una facultad que faltaría en los demás. La consonancia es únicamente el fin que se propone y al cual tiende. Sócrates simplemente está en camino. Posee un saber sobre las experiencias negativas que nunca pierde de vista, a diferencia del hombre común que busca olvidarlas e, instintivamente, pasar de largo, diciéndose que no son tantas, que así va el mundo y que todo acabará por ordenarse ya sea en un modo o en otro. El hombre espiritual, al contrario, se expone precisamente a lo negativo, su vida es una vida a la intemperie.

 

Realizar un proyecto de vida que haga lugar a esta exposición a lo negativo es, en un cierto sentido, comenzar una vida nueva. A diferencia de la vida común, que se limita a una evidencia y a una seguridad sobre la que no se interroga, que no mira nada más allá de sí, que sobrevuela sobre la incongruencia y sobre la negatividad, el hombre espiritual vive expresamente a partir de lo negativo. Como si toda cosa se colocara bajo un signo diverso, y ya nada tiene el mismo valor que tiene en el curso pacífico y lineal de la vida ingenua.

 

He hablado ya de las experiencias negativas que la vida comporta para todos, pero que en un primer momento todos buscamos eludir. Más allá de este primer nivel existen otras, más profundas. Experiencias que hacen aparecer la singularidad, la extrañeza de nuestra situación, por el hecho mismo de que somos y de que el mundo es; que nos hacen comprender cómo el hecho de que las cosas nos aparezcan y que nosotros mismos estemos entre ellas, no es evidente, sino que, por el contrario, representa un prodigio extraordinario. No nos asombramos: asombrarse es no considerar nada como evidente, quedarse sin palabras, detenerse, inmovilizarse, no funcionar más. Es una barrera. Una barrera desmesurada frente a la cual se corre el riesgo de encallar de tal modo que no sea ya posible volver al comienzo.

 

¿No es extraño asombrarse así? Materialmente el mundo permanece idéntico a lo que era antes, las cosas que nos circundan son siempre las mismas. las mismas mesas y sillas, los mismos hombres, las mismas estrellas, y sin embargo algo ha cambiado completamente. Ninguna cosa nueva ha aparecido, ninguna realidad que no haya estado ya allí, pero aparece algo que no es cosa ni realidad, a saber, el hecho de que todo esto es. Este es no es una cosa.

 

La existencia nueva que comienza desde ese momento permite asimismo vivir en modo tal que no es posible ya aceptar la vida tal como es, sin aceptar al mismo tiempo su problematicidad. Esta se convierte en nuestro elemento, en el aire que respiramos. Ya no podemos considerar nada como dado de una vez por todas, no podemos ya contar con nada -todo lo que con anterioridad consideramos como evidente, ya no lo es: todo lo que creíamos saber se transforma en prejuicio.

 

Estos son algunos aspectos, tomados grosso modo: el comportamiento que no cierra más los ojos frente a las experiencias negativas sino que elige el propio domicilio en su interior, la puesta en cuestión de lo que normalmente se considera evidente, la creación de una nueva posibilidad de vivir a partir de esta esfera abierta. Vivir no sobre tierra firme sino sobre un elemento móvil: vivir en el desarraigo. Se podrá objetar que esto que digo puede valer en relación a la filosofía, pero no puede aplicarse a todos los otros campos de la vida espiritual. Hablando de “vida espiritual” se piensa también en el arte y en la religión, es decir en la vida activa, vivida en el sacrificio, la abnegación y la responsabilidad; se piensa también en la fundación de instituciones sociales como el derecho, etcétera.

 

La objeción es fundada, pero en todas partes podemos trazar la misma línea de demarcación y distinguir por una parte la actividad descriptible desde el exterior, constatada como un hecho e integrada en el complejo de las relaciones fácticas y, al contrario, el modo de vida y la manera de actuar de hombres a través de los cuáles la problematicidad hace su entrada en este campo.

 

Para ser concretos, tomemos el ejemplo de la poesía. Pensemos en la poesía de Homero, en general considerada ingenua y capaz de ofrecer la imagen de una vida serena, sin sobresaltos. Ahora bien, sabemos que la época homérica es en realidad una encarnación de y una reflexión sobre la experiencia trastornadora del período postmicénico que vive el fin de la edad heroica. Sintiendo el nombre de Homero, ¿quién no piensa en la gran escena del encuentro entre Aquiles y Príamo al final de la Ilíada, en el cara a cara de estos dos hombres que, habiéndose causado mutuamente la ruina, se reencuentran en uno de esos momentos de desarraigo en los que la vida humana es como una tregua entre dos combatientes, y entre los dos alcanzan la conciencia de sí, la conciencia de lo que es el hombre? El mismo personaje de Aquiles, con su elección de una vida breve pero gloriosa, representa una orientación que va contra la corriente con respecto a esa vida normal que es fundamental para el sentimiento político griego. Se podría asimismo citar a Dante, que ve la vida no problemática “de este mundo” a través del prisma del “más allá”, de la vida que conoce gracias a su peregrinaje por el otro mundo. Sin hablar de Rilke, que vive en una permanente ósmosis entre el otro mundo y una vida presente que tiende continuamente a desvanecerse y que interpela sin cesar el lugar de donde proviene y hacia el cual se dirige.

 

La filosofía en su conjunto, a decir verdad, no es otra cosa que el despliegue esta problematicidad, recogida y expresada por los grandes pensadores. Es una lucha por sustraer a la problematicidad algo que emerja de ella para encontrar una nueva tierra firme, pero que en cuanto tal sería nuevamente problematizable. En esto consiste la sabiduría griega originaria: según las palabras de Heráclito -“el fuego gobierna todo”- el fuego, es decir el fulgor que en la noche revela la aurora, pero también vuelve visible la oscuridad: el emerger de todo lo que se halla fuera de las tinieblas a las que toda cosa pertenece y que el fuego únicamente desgarra pero no vence.

 

En el período clásico, que toma a Sócrates como modelo, está el incansable esfuerzo de Platón para deducir de la investigación misma todo lo que se pueda hallar en ella, para descubrir en la investigación un fundamento sólido -bajo la forma de la metafísica-. La inconsistencia del mundo circundante, que él pone al desnudo, induce a Platón a centrar la atención únicamente sobre lo que alcanza a aclarar esta inconstancia de las cosas, a ver que nada hay en este mundo que pueda servir de criterio. Por consiguiente, propone el criterio del ser verdadero, partiendo de la investigación para alcanzar una nueva tierra firme, merced a un peligroso salto que no dejará de inspirar y descarriar a los pensadores de los dos mil años siguientes.

 

Seguir este movimiento significaría rediseñar toda la historia de la filosofía y del pensamiento humano -la vía que, partiendo de la realidad no problemática, es solicitada por una investigación con la que se esfuerza por alcanzar una nueva tierra firme; vía siempre retomada y renovada, que a fin de cuentas encuentra algo, pero no lo que la filosofía tenía desde el inicio mismo. Lo que la filosofía termina descubriendo no es una tierra nueva, sino simplemente un nuevo modo de trabajar la vieja.

 

Lo que la filosofía descubre en la aurora de los tiempos modernos no se llama más filosofía sino ciencia. Es, si se quiere, una nueva certeza. Certeza que proviene de la investigación filosófica, y en este sentido es fruto de la actividad espiritual. Certeza que ofrece algo sólido en la medida en que nos asegura la posibilidad de dominar nuestra vida y el mundo circunstante -pero cuyas seguridades son de una especie singular, fundadas sobre lo negativo-. La experiencia a la que nos conduce la ciencia no es más la de la problematicidad de la vida ni la de la problematicidad de la realidad, sino la de la privación de todo sentido en general. Lo que la ciencia ofrece -al menos la ciencia concebida según la orientación que desde el siglo XVII no deja de confirmarse- es la realidad efectivamente despojada de todo sentido, cualquiera sea éste. Por consiguiente, es por esta razón que podemos hacer con ella lo que queramos, ya que se nos ofrece como un simple depósito de fuerzas. Es este el resultado de la actividad espiritual, el resultado de la larga lucha espiritual de los siglos precedentes. Esta lucha espiritual prosigue y, después de un buen momento, sus desenlaces son cada vez más negativos. Ella representa, sin embargo, la vida del espíritu, el camino que el hombre espiritual emprende en cada caso y que no le es posible evitar. A veces pareciera que la última palabra de la vida espiritual es simplemente remitirnos al punto de partida: a la vida tal como nos es dada, más allá de la cual nos sería imposible penetrar.

 

Para el hombre espiritual nada hay más cruel que este escepticismo, que, a fin de cuentas, lo deja suspendido en el vacío, en la medida en que todas las modalidades de la investigación fracasan una tras otra y se revelan invariablemente vacías y vanas. Frente a esta situación es absolutamente natural que la vida espiritual como tal pierda su propio atractivo, visto que reniega de sí misma y se desvaloriza. No es insignificante si la filosofía, después de dos mil años de esfuerzo, sufre hoy el reinado del nihilismo y se abandona a creer que no hay otra base de discusión que no sea aquella sobre la cual la vida espiritual se despliega actualmente, como fruto de todas las búsquedas emprendidas. Se trata, de parte de la filosofía, como de una negación, de un repudio de sí: más allá de la problematicidad del mundo y de la vida, más allá de la búsqueda de un sentido, está la idea de un sentido en cuanto esencialmente inhallable, la convicción según la cual el resultado último puede ser sólo nihil.

 

Confrontemos esta actitud con las exigencias planteadas frente a la vida de los primeros hombres espirituales.

 

Sócrates y Platón son los artífices de una problematización de la vida, hombres que no aceptan la realidad tal como se presenta sino que la ven como incierta. Incertidumbre que los induce, sin embargo, a deducir la posibilidad de otra vida, de una diversa orientación de la existencia, de un fundamento nuevo, que sólo entonces proporcionaría un criterio para el ser y para el no ser. Están tan firmemente convencidos como para desafiar a duelo a la realidad ingenua. Sabemos cómo Platón define la situación del hombre espiritual en el mundo y en la sociedad. Si encontramos la lectura de su obra -especialmente la República -siempre tan apasionante, es también porque hallamos allí una definición clásica de la relación del hombre espiritual con el conjunto de la sociedad -se trata por cierto de la sociedad antigua, pero todos podemos advertir que la definición conserva todavía hoy su actualidad-.

 

Según Platón hay tres actitudes posibles. La primera es el itinerario seguido por Sócrates -mostrar a los otros qué es realmente el mundo, mostrar que es oscuro, problemático, que no lo poseemos-. Lo que quiere decir entrar en conflicto con él y avanzar hacia la muerte. Platón expone rigurosamente la lógica de este proceso. La segunda posibilidad es la elegida por Platón mismo -el exilio interior, el alejamiento de la arena pública, del contacto y del conflicto con el mundo y sobre todo con la comunidad, en la esperanza de encontrar, gracias a la investigación filosófica, las bases para una comunidad de hombres espirituales y de una sociedad en el interior de la cual los hombres espirituales podrían vivir. La tercera posibilidad es la de convertirse en sofista. No hay otras.

 

Presentado de este modo, hay aquí algo de lo que no se puede dejar de advertir la fuerza y la actualidad -a menos, ciertamente, de estar entre los que consideran que el escepticismo es la última palabra-.

 

Filósofos como Sócrates y como Platón no son sofistas, creo que esto es claro. Son hombres realmente espirituales que se entregan a la búsqueda con la mayor buena fe y que se comprometen para no dejarse engañar por las ilusiones y no sucumbir frente al simulacro de un mundo ilusorio donde creer segura la propia posición. Lo que se proponen es buscar, y en el modo más radical. El desafío de estos filósofos, de estos grandes rebeldes y demoledores que rechazan los sortilegios de las ilusiones y no quieren bajo ninguna circunstancia abandonar la esfera de la problematicidad -por lo demás, es por esto que son hombres espirituales-, este gran desafío es efectivamente de una actualidad innegable.

 

¿Pero cómo es posible que estos filósofos nos hablen? ¿Por qué estos hombres espirituales consideran positivo el hecho de dirigirnos la palabra y sostienen que vale la pena hacerlo? Todo discurso de este tipo es un acto, y el acto está provisto de sentido sólo si hay un sentido que realizar, si algo nos solicita, si una realidad, cualquiera sea, nos interpela -mientras que allí donde todo es vano y desprovisto de valor no tiene ningún sentido hablar. Por otra parte, también se nos puede preguntar si no hay incoherencia en el nihilismo de los que niegan en lugar de problematizar. ¿Acaso la negación es la última palabra de la problematización? ¿O bien la problematización es fundamentalmente diferente de la negación, lo que sería, a su modo, más negativo que la negación pura y simple y que, justamente por esta razón, haría posible sin embargo un proyecto de vida? Quizás veamos las cosas más claramente retrocediendo a los orígenes de la problematización.

 

Dijimos que cuando se manifiesta la extrañeza de todo lo que nos circunda, el prodigio dentro del que nos encontramos, en el interior del cual actuamos y reaccionamos, no se trata de la manifestación de una cosa nueva. Lo que se manifiesta de este modo no es una nueva realidad, no obstante se manifiesta algo que no es una pura nada, o que sólo lo es en la óptica de la realidad de las cosas. ¿No indica este hecho, tal vez, que pertenece a la naturaleza de la realidad -siempre que se la considere en su totalidad: como realidad que se manifiesta, que aparece- algo que es en sí mismo problemático, que es en sí mismo interrogante, oscuridad? Lo que no equivale a decir que se trata de una oscuridad debida simplemente a nuestra ignorancia, a una deficiencia de nuestro saber subjetivo, sino que esta cosa es el presupuesto del hecho mismo de que todas las cosas aparezcan en el mundo. Ahora bien, el hecho de que las cosas aparezcan en el mundo, de que el mundo aparezca, es el hecho más fundamental de la realidad que vivimos, que es fenómeno.

 

Así, sin alcanzar la tierra firme de una realidad cualquiera, es claro sin embargo que la interrogación es algo más que un capricho subjetivo, que la investigación no es una simple actitud entre otras igualmente posibles, que no tiene nada de arbitrario sino que, por el contrario, se apoya sobre el fundamento más profundo de nuestra vida. En otros términos, es sólo aquí -y no donde habíamos creído al comienzo- que estamos propiamente fundados. Tal vez habría allí una posibilidad para todos – para quien busca y para quien cree haber hallado, para quien muestra cómo no se consigue nada y para quien cree a pesar de todo haber entrevisto nuevamente una certeza-, una posibilidad para todos, no obstante el desacuerdo que nos divide, de ponernos de acuerdo en un nivel fundamental, en el plano de la vida espiritual.

 

En la vida espiritual, por consiguiente, es posible encontrar una ciudad sin tierra firme, superar sin dogmatismos la negatividad absoluta, el nihilismo, el escepticismo negativo.

 

La situación actual del hombre espiritual pareciera, en un cierto sentido, más difícil que nunca. Cuando vemos los grandes impulsos espirituales del pasado disgregarse entre las manos de los pensadores más radicales de nuestro tiempo, como si la vida espiritual misma nos obligase a abandonarlos y a adoptar respecto a ellos una actitud escéptica (concretamente: a abandonar las preguntas y las respuestas metafísicas), esto pareciera, a primera vista, dar razón a los adversarios del espíritu. El mundo y la vida contemporáneos, en efecto, son extraños a la espiritualidad, sin por esto sufrir de mala conciencia. La situación puede parecer casi desesperada, pero comporta asimismo aspectos que la hacen aparecer bajo una luz un poco menos lúgubre. Consideremos alguno.

 

En primer lugar está el hecho que concierne propiamente al nihilismo. Se puede de ahora en más hablar de la historia del nihilismo moderno, distinguir, como alguien lo ha hecho, tres etapas en el desarrollo del edificio de pensamiento que tiene inicio con Nietzsche. La primera etapa es la de un nihilismo alegre, creador, en cuya óptica el absurdo de todo justifica una actitud optimista, la creencia de que es posible hacer con la realidad lo que queramos, forjarla a nuestro placer. Frente a la imposibilidad evidente de forjar la realidad según el placer de cualquiera que sea, esta actitud es sustituida por el nihilismo que se subordina a una potencia objetiva. No entraré aquí en detalles. Todos sabemos que fenómenos de este tipo son innumerables en la historia reciente, incluso más allá de las dos guerras mundiales. En la segunda postguerra, finalmente, se comienza a hablar de un nihilismo de la resignación, de un nihilismo perplejo, que no toma posición, completamente desarraigado, que rechaza cualquier solución y cualquier amparo. Esta última versión, que asemeja a una suerte de parálisis interior, espiritual, comienza a darse cuenta de que el nihilismo precedente no era bastante radical, en el sentido de que carecía de escepticismo frente al escepticismo. Pero no tiene la fuerza para elevarse hacia esta posición, que a partir de ahora tendría algo positivo. No obstante, permanece el hecho de que la posible suspensión de la negación absoluta, representada por el escepticismo respecto al escepticismo, conduce esta idea a su conclusión coherente -a través de un itinerario que reconduce al socratismo-.

 

Otro fenómeno singular que se manifiesta en nuestros días -y cuya aparición precisamente en nuestros días no tiene nada de fortuito- es el hecho de que la ciencia, el elemento de nuestra vida espiritual y de nuestro horizonte histórico -que sin duda ha contribuido en la mayor medida a la generalización de las ideas y de las disposiciones de ánimo nihilistas- descubre un escepticismo respecto a su propia concepción nihilista, una sospecha de una idea de ciencia en cuanto mera ciencia de hechos, desprovista de sentido. Aún las ciencias más objetivas -la física por ejemplo- progresivamente van tomando conciencia de los límites de la objetivación. Por otra parte, el mismo fenómeno es atestiguado por los progresos de la tendencia estructuralista, en el sentido en que el estructuralismo considera al propio objeto no sólo en la óptica de la totalidad sino también en la de la significación. Cualquiera sea el campo considerado, las estructuras son siempre estructuras significantes. El estructuralismo contemporáneo no se da cuenta del todo del alcance que, por su influencia, este deslizamiento ha provocado en las ciencias, y que, por lo demás, adquiere todo su alcance sólo en relación con otro fenómeno significativo de nuestra época. Este último tema es el descubrimiento de la idea humana que finalmente llega a desmentir la concepción del ser y del ente que ha vuelto posible el desarrollo de las ciencias matemáticas de la naturaleza y, por consiguiente, el de la ciencia factológica, con su visión de la realidad que comprende también el célebre dualismo cartesiano, es decir la escisión del mundo en sujeto y objeto. La idea humana recusa al sujeto, niega esta dualidad y permite dirigir al fenómeno, a la manifestación de la realidad y del mundo en su totalidad, una mirada completamente diversa.

 

No se trata por ahora más que de débiles señales de luz, que parecen indicar cómo el reino de la noche no es (quizás) aún absoluto. Pero todavía otra cosa debe ser tomada en consideración. El hecho de que este mundo cruel, del que hemos hecho y continuamos haciendo experiencia, el mundo inhumano de las guerras mundiales, de las conmociones revolucionarias y de todo la que vemos en torno nuestro, este mundo -me parece- sólo es comprensible porque los hombres que han afrontado estas terribles catástrofes no han cedido de manera puramente pasiva. Muchos de ellos se han arrojado voluntariamente si no directamente con jovialidad, a las fauces de este Moloch -como si se dieran cuenta de que el mundo dado y la vida inmediata no fuesen todo, que es posible sacrificarlos y, en este sacrificio, entrever ese fuego entre las tinieblas del que hablaba Heráclito. Más allá de los horrores de nuestra época, existe esta conciencia del sentido del sacrificio.

 

 

Resumiendo, se podría decir que el hombre espiritual hoy no tiene ningún motivo para resignarse, puesto que, al contrario, se perfilan nuevas posibilidades. El hombre espiritual deberá dejar de tener miedo y, justamente en eso que entrevé, allí, fundar una actitud intrépida.

 

El hombre espiritual capaz de sacrificarse, capaz de ver el sentido y el significado del sacrificio, no puede temer nada. El hombre espiritual no es evidentemente un político, no es un hombre político en el sentido común del término. No toma parte en el conflicto que divide al mundo. Pero es político en otro sentido, y puede serlo en la medida en que proyecta sobre la imagen de la sociedad y de todo lo que encuentra en torno suyo la no-evidencia de la realidad.

 

El conflicto descripto por Platón es una realidad. Retornamos aquí a lo que habíamos dicho ya sobre la actualidad de la República. La vida adoptada con esta actitud es precisamente lo que las potencias positivas de la realidad no toleran y no quieren ver, lo que no entra en su contabilidad, aquello contra lo que luchan con todas sus fuerzas -lo intolerable-. Y el hombre espiritual debe por cierto defender su propia posición frente a las presiones que se ejercen contra él. Lo que no equivale a decir que debe hacer propaganda. Todo se reduce a una elección mucho más simple. O adhiere o no adhiere al programa de vida espiritual según hemos delineado. En base a esto, o es un hombre espiritual o es un sofista, alguien que simula, que produce cultura con fines de lucro. Ahora, no hay peor sofista que aquel que finge creer que la política del hombre espiritual sería indigna de su actividad espiritual propiamente dicha, algo que tendería a volverla vana y a abolirla.

 

  

 


CRITERIO publicó el 24 de marzo de 1977 (Nº 1760) el texto del documento de los intelectuales checoslovacos denominado Carta ’77.

Texto original de Nombres, Revista de Filosofía, (U.N. Córdoba),VI, nn. 8-9; nov. 1996.

 

Traducción de Diego Tatián.

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