Los fundamentos de una vejez apacible y feliz se han de echar muy de antemano en la mocedad. Cicerón lo establece como regla áurea en aquel diálogo donde Catón el Censor enseña a Escipión y a Lelio a sobrellevar con resignación los achaques que trae consigo el peinar canas.

 

Con idéntico título de raigambre clásica, Norberto Bobbio ha reunido hacia el final de su vida una admirable colección de escritos íntimos y lúcidas reflexiones sobre la ancianidad. A los 88 años, edad donde tantos tienen la espalda encorvada y los ojos vidriosos, y a otros les escurre un hilillo de baba por las comisuras de los labios, el notable ensayista y pensador italiano se permite abordar el género autobiográfico enlazando la temática de la vejez, la memoria y el epílogo de una larga vida vinculada estrechamente con la historia de las ideas del siglo XX. El autor de Diccionario de la política (1976), El futuro de la democracia (1984) y Derecha e izquierda (1995), se asume en De senectute como hijo dilecto del “siglo corto” (según terminología acuñada por Eric Hobsbawm) y lo cuenta desde la áspera y melancólica atmósfera cultural de su ciudad de origen, la austera Turín, a la que se mantuvo fiel y donde consumó cincuenta años de docencia universitaria tironeado por sus cátedras de filosofía del derecho y de filosofía política.

 

Bobbio se resistió siempre a identificar sin tino a la democracia tanto con las libertades burguesas como con la economía de mercado. Además, no ocultó nunca su desconfianza hacia la política ideologizada en exceso, esa que hasta la caída del Muro de Berlín dividió al mundo en dos mitades de toronja destinadas a su mutuo rechazo porque una de ellas -siempre la otra- era la mitad podrida. La defensa del gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres fue una de sus banderas y “entre la lección de los cínicos y el catecismo de los iluminados”, ubica una ciencia de la política capaz de sostener proyectos viables de reforma de la sociedad. Lo sostuvo con la pluma y lo predicó aquí, en Buenos Aires, a mitad de los años 80, durante una clase magistral con la que se inauguraba, por entonces, la carrera de Ciencia Política en la universidad cuyas bases asentara el presbítero Antonio Sáenz allá por 1816, en los albores de la independencia. Utopista empedernido, Bobbio no desdeña buscar la síntesis del liberalismo y el marxismo, de Croce y Gramsci; en otros términos, de la más amplia libertad personal y la mayor justicia social. ¿Fuera del Paraíso, pueden soñar algo mejor los justos de este mundo?

 

Pues bien, el hombre que en estos años del largo adiós se muestra como un “nono” rebelde y vital, asienta de salida en su obra más reciente algo que por otro lado corroboran las estadísticas: el umbral de la vejez se ha retrasado en estos últimos años cerca de un ventenario. En el capítulo inicial -La vejez ofendida- dice: “Quienes escribieron sobre la vejez, empezando por Cicerón, rondaban los sesenta. Hoy el sexagenario sólo es viejo en sentido burocrático, por haber llegado a la edad en que generalmente tiene derecho a una pensión. Al octogenario, salvo excepciones, se le consideraba un viejo decrépito de quien no valía la pena ocuparse. Hoy, en cambio, la vejez, no burocrática sino fisiológica, comienza cuando uno se aproxima a los ochenta, que es, además, la esperanza media de vida… El desplazamiento ha sido tan grande que el curso de la vida humana, tradicionalmente dividido en tres edades -incluso ahora en las obras acerca del envejecimiento y en los documentos oficiales-, se ha prolongado en la llamada ‘cuarta edad’. Nada prueba mejor, sin embargo, la novedad del fenómeno que comprobar la falta de una palabra para designarlo: también en los documentos oficiales a los agés les siguen los très agés. Quien os habla es un no mejor definido très agé.” Para Bobbio la marginación de los viejos en una época en la que el curso histórico es cada vez más acelerado, resulta un dato de hecho, imposible de ignorar. A la inversa, en las sociedades tradicionales estáticas, el viejo encierra en sí el patrimonio cultural de la comunidad, de forma eminente con respecto a todos los demás miembros de ella. El viejo sabe por experiencia lo que los otros no saben aún, sea en la esfera ética, sea en la de las costumbres, sea en la de las técnicas de supervivencia… (Cuánta verdad encierra el proverbio africano: “Todo anciano que se muere/es una biblioteca que se va”).

 

En las sociedades evolucionadas el cambio cada vez más rápido, tanto de las costumbres como de las artes, ha trastocado la relación entre quien sabe y quien no sabe. El viejo se convierte crecientemente en quien no sabe con respecto a los jóvenes que saben, y saben, entre otras cosas, porque tienen más facilidades para el aprendizaje. Y tras una bella cita de Campanella, al final de La ciudad del sol, recuerda a San Agustín cuando dice que hay hombres que prefieren detenerse en el camino para reflexionar sobre sí mismos, donde habita la verdad. Ya lo expresó Francisco de Aldana en versos sonoros: ”¡Mísero aquel que corre y se dilata/por cuantos son los climas y los mares,/perseguidor del oro y de la plata!”.

 

El envejecimiento cultural

 

Apunta más adelante Bobbio que el envejecimiento cultural contribuye a aumentar la marginación del viejo, que tiende a permanecer fiel al sistema de principios o valores aprendidos e interiorizados en la edad que está entre la juventud y la madurez, o incluso sólo a los hábitos que, una vez formados, resulta penoso desarraigar. Y como el mundo que lo rodea cambia, tiende a dar un juicio negativo sobre lo nuevo, únicamente porque ya no lo entiende ni le apetece esforzarse por comprenderlo. Cuando habla del pasado el viejo suspira: “En mis tiempos”. Cuando juzga el presente, impreca: “¡Qué tiempos éstos!”.

 

“Hogar es el lugar donde empezamos.

a medida que envejecemos,

el mundo se nos vuelve más extraño,

más complejo el diagrama de muertos y de vivos.” (T.S. Eliot, Cuatro Cuartetos) 2

 

Es proverbial la figura del viejo laudator temporis acti, común a la poesía occidental. ¿Quién no aprendió el doloroso pesimismo de las coplas inmortales de Jorge Manrique a la muerte de su padre?: “Recuerde el alma dormida,/avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida,/cómo se viene la muerte/tan callando:/cómo presto se va el placer,/cómo después de acordado/da dolor,/cómo a nuestro parescer/cualquier tiempo pasado/fue mejor.”

 

Cuanto más firmes mantiene los puntos de referencia de su universo cultural, más se aparta el viejo de su propia época. Y a continuación expresa Bobbio: “El sistema con el que habías creído superar al anterior es después superado por el que lo sigue. Pero tú, al avanzar los años, no te das cuenta de haberte convertido ya en un superador superado. Estás inmóvil entre dos extrañamientos, el primero respecto al sistema precedente, el segundo respecto al siguiente. Esta sensación de extrañamiento es tanto más grave cuanto más rápida sea también en este campo la sucesión de los sistemas culturales. Aún no te ha dado tiempo a aprender, me limito a decir “aprender”, ni siquiera digo “asimilar”, una corriente de pensamiento cuando ya asoma otra. No es del todo errado hablar de ”modas”… En estos últimos cincuenta años hemos asistido a un sucederse de orientaciones y personalidades, tan rápidamente emergentes como rápidamente anegadas por las olas sucesivas. Piénsese en un personaje como Sartre, pero después de Sartre, por no salir de Francia, Lévi-Strauss, Foucault, Althusser. Muchos maestros, ningún maestro. La única división que hemos propuesto es entre lo moderno y lo posmoderno, pero resulta bastante singular que no se haya encontrado hasta ahora un nombre para esta novedad de nuestro tiempo si no es añadiendo un debilísimo “post” a la época anterior. “Post” significa simplemente que viene después”. (Tan certeros como demoledores, los juicios de este luengo octogenario deberían avergonzar a nuestra bandada de loros que anida en ciertos nichos de la universidad, desde donde hila una de las trenzas más exclusivas del quehacer literario, privados todos ellos de pensamiento propio).

 

¿Hay esperanza en la vejez?

 

“No es que la vejez sea mala. Lo malo es que dura poco”, recuerda Bobbio la queja de un geronte. ¿De veras dura poco?, se pregunta. Y responde: “¡Para muchos viejos enfermos, no autosuficientes, dura, en cambio, demasiado! Quien vive entre viejos sabe que para muchos de ellos la edad tardía se ha convertido, gracias en parte a los avances de la medicina, que a menudo no tanto te hace vivir cuanto te impide morir, en una larga y casi siempre suspirada espera de la muerte. No tanto un continuar viviendo, sino un no poder morir.”

 

“El frío del pie sube a la rodilla,

la fiebre silba en los hilos mentales:

si quiero calentarme debo helarme

temblando en fríos fuegos purgativos

cuyas llamas son rosas y el humo flor de zarza.”

(T. S. Eliot, Cuatro Cuartetos)

 

La provechosa lectura de estas reflexiones de Norberto Bobbio sirvió a CRITERIO de disparador para entrevistar al doctor Luis María Parral, médico psiquiatra y jefe de servicio en el Hospital Braulio Moyano y de trabajos prácticos de salud mental en la UBA. Una pregunta que nos inquietaba: ¿Qué lugar ocupan los viejos en la Argentina?

 

“En nuestro marco sociocultural -nos dice el doctor Parral- los ancianos no tienen hoy un lugar de reconocimiento y valoración. Hay una variada gama de representaciones sociales que mantienen la creencia de que la ancianidad es una época de la vida en que ya se ha perdido toda capacidad creativa y productiva. La jubilación es una conquista importante que permitió un manejo del tiempo libre en favor de actividades más vinculadas al placer; pero esta etapa ha devenido en tiempo de angustias, de empuje hacia la marginación, la pasividad, la soledad…

 

“Otra de las representaciones sociales dominantes es la asociación de ancianidad con enfermedad. “Un lecho de enfermedad es una tumba; y todo lo que el paciente dice allí no son más que variaciones de su propio epitafio” (John Donne, Devociones, Versión de Alberto Girri). Además, a esta altura de la vida se presenta una crisis narcisista, producto de la comparación del sujeto con su juventud. Algo está claro: los ancianos constituyen habitualmente una carga para la familia, que vive también subsumida en la crisis económica y de valores reinante en la ciudad actual. Se pretende que el anciano no se note. En síntesis: la trama social que actúa como red de contención se va resquebrajando y el anciano va quedando cada vez más solo.”

 

Las pérdidas,

cálices de amarguras

 

… “No quiero oír hablar

de la sabiduría de los viejos,

sino más bien de su locura,

su miedo del temor y del extravío,

su miedo de la posesión,

de pertenecer a otro, o a otros, o a Dios”.

(T.S.Eliot, Cuatro Cuartetos)

 

Tras una pausa para oír la lectura de los versos del poeta inglés, continúa nuestro entrevistado: “La personalidad del hombre se va construyendo y desarrollando a través del tiempo sobre ciertos pilares (grupo familiar, contexto social, cuerpo, sí mismo.) Constituyen los basamentos que aseguran la continuidad de la vida y el funcionamiento anímico. Cuando estos apoyos se quiebran el sujeto entra en crisis, en situación de soledad, la que se vuelve estructural, sobre todo en las regiones urbanas. El anciano debe enfrentarse entonces a una cantidad de pérdidas (duelos): de pareja, hermanos, amigos; pérdida en su propio cuerpo por el paso del tiempo o por enfermedades; pérdidas sexuales; pérdida en la capacidad de producción económica; pérdida en la capacidad de sostén con relación a su familia, etc. Todo ello implica, por añadidura, la pérdida del lugar asignado en el grupo primario y dentro de la sociedad misma. En esta encrucijada el anciano vive una situación de mucha angustia, de desamparo, de soledad.

 

“Es lamentable, pero la crisis económica actual y el modelo excluyente, sumado a la quiebra de la solidaridad, ha hecho que disminuyeran notablemente las ofertas de resocialización del anciano. En las grandes ciudades (como Buenos Aires) viene observándose un proceso de crecimiento y, paradójicamente, de aumento de la marginación. Hay nuevos o antiguos expulsados del sistema, relajamiento de la ética de la solidaridad, aumento de la anomia en comparación con las sociedades rurales o agrupamientos humanos más pequeños.”

 

Saber leer el síntoma

 

El doctor Parral trae a colación un texto de Elías Canetti: “La vejez es sólo restricción para quien no la merece. Uno la merece no retirándose del mundo, o haciéndolo en soledad para aspirar a una forma más estricta y exigente de logro. Esto presupone una nueva vida para todos cuantos han fracasado, pero también para los que dan la sensación de que no fracasarán. Quiero llamarlo la cara de Jano de la vejez: una se vuelve hacia el vencido, la otra hacia aquellos que aún no fueron derrotados, o que tal vez nunca lo serán.” (Elías Canetti, Elogio de la vejez). Y retoma su línea de pensamiento: “Hay cambios que sostienen la llamada crisis de la vejez y que abarcan tres áreas: física, psicológica y social, sin poder afirmar cuál comienza primero, pero sí que se interrelacionan y se realimentan. Debe saber leerse el síntoma físico, decodificarlo, para averiguar qué mensaje nos está dando el anciano a través de la queja. Los síntomas físicos más importantes son los psico-sensoriales y psico-motores. En lo social, la merma de vínculos e interacciones con semejantes y la retracción que supone jubilarse, con la consiguiente modificación del status económico. Todo esto provoca un impacto psicológico, creando un estado de fuerte disminución de la autoestima, con extrañeza de su identidad.

 

“Hay un cambio significativo desde adentro, pero también desde afuera, desde donde le devuelven una imagen desvalorizada. En este momento las pérdidas ocupan el centro de la escena. Además, comienza a parecer el límite de la propia vida como más preciso, y se enfrenta al duelo fundamental que deberá procesar: el de su vida entera.” (”Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje”, escribió Montaigne.)

 

“El tiempo pasado y el tiempo futuro

lo que pudo haber sido y lo que fue

tienden a un solo fin, siempre presente.”

(T. S. Eliot, Cuatro Cuartetos)

 

Y concluye nuestro entrevistado: “Estos son los elementos psicológicos que deben elaborarse: las pérdidas anteriores y actuales o aun la de la propia vida. Una vez que todo ello pudo ser procesado se recupera la energía psíquica necesaria para insertarse en la vida, que seguirá transcurriendo con nuevos proyectos. Sin embargo, una gran ciudad como Buenos Aires multiplica los obstáculos para una correcta elaboración de los duelos aludidos, y por el contrario no facilita los elementos indispensables para la reinserción del anciano, que aislado y marginado, tiene un alto riesgo de adquirir distintos cuadros psicóticos. Una perversión visible dentro del sistema es la gran oferta de medicamentos para una supuesta “juventud” eterna, tema afín a la medicalización de la vejez y que merecería un análisis en particular. El individualismo a ultranza y la quiebra de la solidaridad humana como valor fundamental son responsables primordiales de estos hechos.”

 

Con su culto al cuerpo, el estilo farandulero impuesto en la Argentina del último decenio nos quiere siempre jóvenes. Poco importa si en pos de esta quimera tantos ilusos se someten una y otra vez al filo del bisturí o a peores torturas sin poder disimular lo ineluctable. En este rechazo fóbico por la vejez, va implícito que el anciano no seduce ni cuenta. Si hasta el propio Estado lo maltrata y estafa birlándole un justo bienestar por sus años activos…

 

Es tiempo de restituirle a la vejez la dignidad debida y asumirla como etapa natural de una vida humana plena. Quizá ningún peregrinar a la fuente de Juvencia pueda sustituir nunca el manantial de sabiduría que, a veces, depara el fin del camino.

 

¿Acaso la comprensión de la ancianidad no es un índice para medir la mayoría de edad de un sistema social?

 

 

 


1. Norberto Bobbio, De senectute, Taurus, Madrid, 1997.

2. T. S. Eliot, Cuatro Cuartetos, traducción de J. R. Wilcock, Ediciones Huáscar, Bs. As., 1977.

1 Readers Commented

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  1. Amaya on 15 febrero, 2010

    Muy bueno el artículo. Me ha gustado mucho.

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