Muchas veces en los círculos académicos católicos nos hemos encontrado ante la perplejidad que exponen algunos de nuestros oyentes, alumnos o colegas, expresada en una pregunta: ¿cómo es posible que usted siendo católica se plantee tantas preguntas? ¿Cómo se puede sostener la fe junto a un espíritu cuestionador? Incomprensión que inmediatamente se trueca en sospecha: “seguro no es una católica ferviente”. Con lo cual comienza una rara mezcla de desconfianza, inquietud e incómoda admiración. Surgen cuestiones que adquieren la trivial forma del prejuicio, como cuando se sostiene que no es posible ser psicoanalista y católico, tanto como leer a Marx o interesarse por Nietzsche, por mencionar sólo algunos de los personajes temidos por cierta especie de intelectuales católicos. Ante esta perplejidad siempre me he preguntado ¿qué clase de fe es la que exige como tributo el sacrificio del pensamiento y, con él, el de la libertad más propia del ser humano, la de pensar por sí mismo.

 

Curiosamente en los círculos académicos no católicos aparece la misma perplejidad, la cual afirma que si se está ante una exposición inteligente es porque quien la hace no es creyente; corroborando de este modo la afirmación anterior. Aquí la lupa del inquisidor buscará el lado intolerante del pensamiento, que en algún momento suponen deberá aparecer. Ante esto me pregunto: ¿qué clase de saber es el que exige, para su constitución, la negación de una de las más altas instancias del espíritu como es la dimensión religiosa?

 

Algunos católicos desconfían de sus intelectuales, que expresan un pensamiento inteligente en el que no aparece frecuentemente mencionado el nombre de Dios, ni las fuentes de autoridad eclesiástica. Y no es que estos intelectuales se avergüencen de su fe, sino que entienden que el “Señor, Señor” no es la verdad del Mensaje, ni garantiza la pureza del que habla. Algunos no católicos también desconfían de ese mismo tipo de intelectual católico, justamente porque no pregona en sus trabajos sus propias convicciones religiosas, ni intenta una cruzada desde su ciencia. Y no lo hacen porque tengan miedo, sino porque en su profesionalidad buscan la mejor manera de manifestar su fidelidad hacia aquello de que “sólo la Verdad los hará libres”.

 

Podemos leer en ambos el anverso y el reverso de un mismo miedo: el miedo a la verdad, y un mismo prejuicio que dice que la fe y la libertad de pensar son extremos que se contraponen. Prejuicio que, como sabemos, es compartido tanto por un pensamiento religioso dogmatizante (que ve en la razón a su enemigo), como por un espíritu secularizante (que ve en la religión a su enemigo). El problema radica en cómo se piensa la articulación entre la fe y la libertad de pensamiento: o incorporando otra dimensión entre la fe y la cultura, o en un sentido más abarcativo entre la religión y la ciencia.

 

“Ten el valor de servirte de tu propia razón”

 

Con esta expresión comienza Kant una artículo de 1784, llamado “¿Qué es la ilustración?”

 

Sin buscar atenernos a un comentario del texto, ni intentar expresar un juicio valorativo de la Ilustración, quisiéramos llamar la atención acerca de dos cuestiones allí abordadas. En primer lugar, el valor para pensar por sí mismo y, en relación con ésta, la tendencia a la comodidad y la cobardía que conduce a preferir que otros piensen por uno.

 

No se trata aquí de un problema de capacidad intelectual, sino más bien de “decisión y valor para servirse de la propia inteligencia sin la tutela de otro”. Esto indica que la formación del ser humano debiera conducirlo a poder producir en su vida esta decisión, como el momento de adultez intelectual, junto con el valor para realizarlo. Esto implica que la posición de quien orienta un proceso -padres, maestros y educadores- es la de quien tiene a su cargo hacer viable este pasaje. Así como también es fundamental el modo cómo cada uno aprende a vincularse con los libros y con las fuentes del saber. Porque en ello reside la diferencia entre la verdad como monopolio de alguien y la verdad como camino a recorrer. En este sentido, el texto mencionado advierte acerca de cierto tipo de tutores que dificultan este paso hacia la adultez del pensamiento, mostrándolo como algo extremadamente peligroso. Y podríamos reconocerlos en expresiones tales como «si lee tal autor, o si se cuestiona en demasía, puede que pierda la fe, o confunda el camino», augurando toda una serie de catástrofes existenciales.

 

En relación con esto, hay que notar que se trata de un proceso difícil, pero irrenunciable en tanto lo constituye al hombre en su humanidad. La comodidad y la pereza son rasgos de la pesadez del espíritu, el cual prefiere permanecer inmóvil en lo que está. La cobardía es la expresión de la huida ante el compromiso que significa el pensar por sí mismo, ya que éste exige necesariamente responsabilidad, es decir, responder personalmente por la palabra escrita o hablada.

 

Esta libertad para pensar por sí mismo, para servirse de la propia inteligencia con decisión y valor, sin menoscabar ni verse menoscabada por la vida de la fe, es la que provoca perplejidades en quienes ven al pensamiento como una permanente disyunción exclusiva. Cuestión que se manifiesta en expresiones tales como: «si es madre de familia no puede ser buena profesional; si es padre de seis hijos no puede ser corrupto; si sostiene la libertad de pensar no puede ser católico»; las cuales no hacen más que mostrar los estrechos límites en los que se encierra al pensamiento y a la vida de la fe.

 

La vida del pensamiento

 

Creemos que toda apuesta al pensar lleva en sí un momento de contradicción y de duda, y que el esfuerzo de pensar es el de penetrar en esa contradicción, en esa duda y sostenerse en ella, no para eliminar posibilidades, sino más bien para encontrar la verdad. Eliminar la confusión, anular la duda, temerle a la contradicción permite anclar en una vida segura, evita el sufrimiento de la búsqueda y la soledad; pero exime también de la apropiación personal de esa verdad buscada.

 

Sostenerse en el pensar con la pasión del preguntar es la tarea del que quiere pensar por sí mismo. Esta pasión por las preguntas tiene que ver con poder producirlas, más que meramente repetirlas. Producir una pregunta es abrir una cuestión para la cual no se tiene respuesta, y por eso despiertan el deseo de saber. En cambio, repetir preguntas es un ejercicio retórico en el cual el individuo no se ve comprometido. Sabemos que toda pregunta parte desde lo que no se sabe, a la vez que señala la dirección de la respuesta. Para lo cual hay que reconocer que no se sabe, pero se desea saber y se está dispuesto al esfuerzo que su búsqueda conlleva. Deseo y esfuerzo se entrelazan en el movimiento del pensar, el cual asume de este modo el movimiento mismo de la vida.

 

Purgarse de lo establecido de las opiniones sin por ello despreciarlas, se nos presenta como una tarea. El pensar desilusiona porque muestra que las cosas no siempre son como parecen ser, o como uno cree que son, a la vez que nos despierta de lo más obvio como de un sueño. Por eso el filósofo es siempre un personaje inquietante, porque pone en cuestión las certezas más inconmovibles desde donde los hombres construyen su vida y sus instituciones. Sacuden la inercia a la que suelen entregarse las ideas, los hombres y sus concreciones. Pero no es una tarea meramente destructiva, ni se queda allí detenido. Esta puesta en cuestión es para el filósofo un momento necesario en la reflexión, en la construcción del pensamiento. El pensar es este movimiento de disolución y construcción, como el movimiento mismo de la vida.

 

En cambio, una actitud fanatizante procede por exclusión, se aferra a algo como verdadero e inmediatamente decreta falso a su opuesto. De este modo logra una clasificación ordenada en universos separados y claramente delimitados. Sustancializa la verdad en principios absolutos que operan como fundamentos inconmovibles de esta lógica binaria. No hay lugar para la confusión ya que todo está claramente dividido, no hay cabida para la contradicción ni para la inquietud del espíritu, siempre y cuando éste no se aparte de la seguridad de los principios y fundamentos, ni se vuelva críticamente hacia ellos. Así, lo verdadero es lo que permanece resistiendo al cambio. Por eso ante esta tendencia a conservar, todo movimiento es visto como amenaza al orden. Este espíritu se afirma en la repetición de lo dicho por otros. Se logra una identidad a costa de disolver las diferencias en una igualdad homogénea. Se obtiene así una “línea de pensamiento”, a modo de un “esquema formal” seguro aplicable a los distintos contenidos. El resultado de esta operación es “una pintura de un solo color… Aquella uniformidad de color del esquema y de sus determinaciones inertes y aquella identidad absoluta, y el paso de lo uno a lo otro, todo es igualmente, entendimiento muerto y conocimiento externo”. (Hegel)

 

Producto de esta actitud son premisas de este tipo:

 

– Para pensar hay que hacerlo desde una línea única, que permita desde allí emitir un juicio sobre las demás posiciones teóricas;

– Para pensar hay que hacerlo desde determinados autores representativos de la posición que se quiere sostener;

– Para pensar hay que ser críticos, pero crítico significa aquí demoledor de otras perspectivas.

 

De este modo el pensamiento cada vez más se va ajustando a las estrechas medidas que se le imponen a modo de corset. Cuando en verdad, la realidad que vivimos es multilineal y desborda permanentemente nuestros esquemas de lectura.

 

Libertad para pensar es sólo eso, libertad de pensar. Sin atarse a ningún corset, ni marxista, ni tomista, ni hegeliano, ni personalista; pero contando con todos ellos en la medida en que el pensar nos va requiriendo de toda la experiencia acumulada históricamente. Pensar con Aristóteles no es necesariamente ser aristotélico, lo mismo ocurre con Marx, o con San Agustín. O tal vez se trate de poder serlo honesta y profundamente, con cada autor que se aborde. Porque el diálogo con los filósofos constituye un momento necesario, pero la fidelidad es siempre para con la verdad que se busca, para lo cual todos los pensadores nos enseñaron mucho; el resto es tarea nuestra.

 

Por eso otra perplejidad asociada a las ya mencionadas, con la que nos solemos encontrar en los ámbitos católicos y en los no católicos, es aquella que se produce cuando no pueden clasificar a un intelectual dentro de alguna línea. Si nombra muchas veces a Hegel es hegeliano, en cambio, si nombra a Aristóteles, es extrañamente un aristotélico-tomista, entonces el sujeto en cuestión ya queda ubicado y el espíritu pareciera poder volver al reposo. Es como aquel que quiere ver el mundo a través de un cristal coloreado: logrará ver todo en un mismo tono, o con variaciones dentro de la misma gama, pero pierde la riqueza de colores que esa realidad de suyo posee.

 

“Sólo la verdad los hará libres”

 

Una fe que encadena no sirve, así como tampoco sirve un pensamiento que asfixia. Tanto la fe como el pensamiento se nos piden como una respuesta desde la propia libertad. Por eso, el “de eso no se habla”, “eso no se piensa”, “ese autor no se lee”, no expresan la dignidad del hombre.

 

Tal vez sea necesario en este fin de siglo volver a pensar la idea de evangelización, y pensarla incluso desde este cruce que buscamos entre la fe y la libertad de pensar. Porque entendemos que lo que evangeliza en un intelectual católico no es el recurso a bibliografía de autores católicos exclusivamente, ni la utilización de su lugar profesional como de un púlpito, ni la cruzada religiosa que establezca con el prójimo. Estas actitudes, consideradas por algunos como evangelizadoras, suelen generar el efecto contrario; esto es, el rechazo y la consolidación de otros prejuicios. Y no es cuestión de sentirse mártires de la fe sin estar a la altura de serlo. Ni tampoco es cuestión de creerse los redentores de la humanidad, porque Redentor ha habido sólo uno, y todavía estamos tratando de entender y vivir su Mensaje.

 

Creemos que lo que evangeliza en un intelectual católico es más bien un ethos, en el sentido más originario de la palabra. Un temple, como el sello propio, que brota de un modo de ser desde un modo de habitar el mundo, signado por la Sabiduría del Espíritu. La pasión por su profesión como parte de sentido de su vida, la honestidad y el compromiso con su tarea, la responsabilidad por su constante formación, la sensatez en sus juicios, la profunda comprensión de la fragilidad humana, la magnanimidad de su religiosidad que no se resuelve en pura moralidad, la mirada atenta a las transformaciones de la época, la profesión encarada con alegría y agradecimiento por poder vivir y construir desde la propia vocación, constituyen rasgos de este ethos sin agotarse en ellos.

 

“Sólo la Verdad los hará libres” es más que una fórmula para la cual ya se tiene la clave de interpretación, y en su riqueza de significaciones aún nos sigue convocando. Podemos decir que ella señala, para quien se anima a pensar por sí mismo, un compromiso con la verdad para ver y pensar lo que cambia, creatividad y decisión para transformar lo que deba ser modificado, pensamiento agudo e inquieto que no busca refugios seguros para hacer de ellos su bunker, sino que se arriesga en un camino al que todos estamos invitados; sabiendo que habrá de atravesar muchas noches, pero sin ellas no hay Verdad, y sin Verdad no hay libertad.

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