Todos sabemos que Borges era de una sensibilidad especialísima para la lectura y que se jactaba más de los libros que había leído que de los libros que había escrito. Un libro, como toda forma estética, es espíritu y lenguaje. Borges tenía una capacidad singular para percibir desde dónde había surgido un texto, para juzgar de su “sinceridad” o “falsedad”, para saber si era un puro artificio o si había surgido de una necesidad, o de las emociones de una experiencia. Siempre dijo que un libro o una obra “nos debe dar la certeza de un hombre”.

 

No se puede soslayar, entonces, a la luz de esto, la precedencia que siempre le dio a la Biblia como texto superior. Comentando a Pascal, se siente muy impresionado (físicamente, dice) por una frase, y anota: “pensé que esa exclamación era de origen bíblico”. Pero esto le ocurrió sobre todo con el Evangelio. En el estudio que dedica a Leopoldo Lugones, comentando elogiosamente “Filosofícula”, dice en un determinado momento: “En cambio, es difícil aprobar las parábolas en las que aparece Cristo; imaginar una sola frase que sin desdoro pueda soportar la proximidad de las que han conservado los evangelios, excede, acaso, la capacidad de la literatura”.

 

En el prólogo que escribió para la “Obra Crítica” de Pedro Henríquez Ureña, plantea la dificultad de comunicar lo que ha significado plenamente un maestro y no tan sólo sus palabras o doctrinas: “Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. La enseñanza dispone de muchos medios; la palabra directa no es más que uno. Quien haya recorrido con fervor los diálogos socráticos, las “Analectas” de Confucio o los libros canónicos que registran las palabras y sentencias del Buddha, se habrá sentido defraudado más de una vez; la oscuridad o la trivialidad de tal o cual dictamen, piadosamente recogido por los discípulos, le habrá parecido incompatible con la fama de esas palabras, que resonaron, y siguen resonando, en lo cóncavo del espacio y del tiempo. (Que yo recuerde, los evangelios nos ofrecen la única excepción a esta regla)”.

 

Fuera de los textos, a Borges, conversando una vez en un reportaje radial, le pidieron que nombrara a un novelista. El, inmediatamente, nombró a Conrad. Le dijeron que otra vez lo había propuesto a Platón, que había inventado a Sócrates. Borges se rió y dijo que, evidentemente, aquel día había estado más ingenioso. Le recordaron que también había citado a los evangelios. Borges replicó que ahora estaba hablando en serio. También en el segundo volumen de conversaciones con Osvaldo Ferrari, charlando acerca de algunos comentarios de Nietzsche referidos al cristianismo, Borges dijo: “Todo eso parece tan acartonado y tan viejo comparado con los evangelios, que son contemporáneos, o mejor dicho, futuros todavía”.

 

No carecen de importancia consideraciones así en un autor que ha dejado escrito: “un problema estético no planteado hasta ahora: ¿Puede un autor crear personajes superiores a él? Yo respondería que no y en esa negación abarcaría lo intelectual y lo moral. Pienso que de nosotros no saldrán criaturas más lúcidas o más nobles que nuestros mejores momentos”. ¿Qué pensaría, pues, íntimamente Borges acerca del Evangelio? Allí el personaje es Cristo, “el más extraño de los hombres”, “el mayor de los maestros orales”, “la figura más vívida de la memoria humana”; “nadie como él ha gobernado, y sigue gobernando, el curso de la historia”.

 

Además, otra cosa que no se puede pasar por alto en la obra de Borges, quizás lo más importante en lo que hace a las referencias a Jesús, es que la imagen central es la del Crucificado: “pendí de una cruz”, “Cristo que se muere en el madero”, “la agonía de Jesús”, “muriendo en lo alto como Jesús”, “en un atardecer muere un judío crucificado por los negros clavos”, “y la agonía del crucificado”, “pero después la sangre del martirio, el escarnio, los clavos y el madero”.

 

Estas son menciones al pasar. Está también (entre otras) “Lucas XXIII”, que ocurre toda en el momento de la crucifixión y que trata de imaginar y recuperar el diálogo del Buen Ladrón con Jesús. Es bellísima. Decididamente, el “icono” de Borges acerca de Jesús es Cristo en la cruz. Y quizás no sea casual: es el momento y el lugar en el que la Palabra se hace Silencio.

 

No es casual tampoco, entonces, que el poema final dedicado por Borges a Jesús se llame, ineludiblemente, “Cristo en la cruz”. Está en Los conjurados, su último libro (1985), y esto no puede pasarse por alto. Borges era obsesivo hasta la incomodidad en la corrección, revisión y organización de su obra (recordemos que revisó él mismo algunas traducciones, que excluyó dos libros enteros de sus obras completas…). ¿Puede, pues, no ser significativo que “Cristo en la cruz” sea el primer poema de Los Conjurados?

 

Quiero señalar algún procedimiento en este poema central en la obra de Borges, que ha sido comentado desde perspectivas muy distintas.

 

El poema es muy bello y está sostenido sobre un procedimiento muy borgeano, que se fue acrecentando con el paso del tiempo, y que se hizo muy evidente en La Cifra y Los Conjurados, sus dos últimos libros de poesía: en el marco de una gran austeridad, Borges va evocando y enumerando, con muy pocas palabras, hechos, memorias e imágenes de toda la humanidad, e intercala pequeños rasgos conmovedores en medio de un tema enorme.

 

Volviendo a nuestro asunto, hay que hacer notar el deliberado desplazamiento de toda la escena (en los cinco primeros versos) a una atmósfera árida, ajena a la iconografía común, que pretende restar una belleza fácil que pudiera conmover (más bien se trata de desalentar) a una devoción superficial. El acento va a estar puesto en otro lado. Inmediatamente (en los tres versos que siguen a los primeros) y reforzado por lo anterior, el brusco paso al tono confidencial de un hombre que no ve (en los dos sentidos) y declara su decisión irrevocable de seguir buscando (“pasos” intensifica a “buscándolo”) hasta la muerte, sí conmueve. ¿Buscando qué? Un rostro que él no conoce (aunque puede imaginarlo) y que no es el rostro que quizás muchos otros suponen.

 

Si volviéramos la mirada al Gólgota, ¿de qué estaríamos hablando? ¿De qué belleza se trata? “Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana”, “no tenía apariencia ni presencia, y no tenía aspecto que pudiéramos estimar”, “despreciable y deshecho de hombres, como ante quien se da vuelta el rostro” (Isaías). ¿Qué es lo que hace que el centurión que está al pie de la cruz confiese: “realmente este hombre era un justo” (“alabó a Dios cuando vio lo que había pasado”, según Lucas)? ¿Qué es lo que hace que uno entienda y alabe a Dios ante lo terrible? ¿Qué vio? La oscuridad, un alarido y el silencio, y un mundo y una tradición que se evaporaban como si no hubieran existido (Lucas 23, 44). Todo este horror no se puede embellecer; es bello, pero ciertamente no tiene nada que ver con lo “lindo”, lo “bonito”, lo “agradable”. (Recordemos a Miguel Angel deshaciendo “La Piedad” en sucesivas y admirables esculturas, durante toda su vida, hasta diez días antes de su muerte nonagenaria). Justamente, se trata de lo que aparece en lo inaparente, de lo que se revela en el ocultamiento, de la manifestación de una imagen no adecuada a un dios, tal como los hombres entendemos que un dios debiera manifestarse (Mateo 16, 13).

 

Sólo un amor absoluto, absolutamente libre, puede llegar sin menoscabo de sí hasta la posibilidad de absoluta ausencia de amor (infierno) y desfigurarse, permaneciendo sin embargo idéntico a sí mismo como forma que se revela y ofrece a todo hombre, a cualquier hombre. Sólo quien pueda ver cualitativamente será capaz de percibir la luz de gloria que tanta oscuridad irradia. Y si, simultáneamente, sabe que eso ocurre “por mí y por todos” no podrá apartar la vista. Es más, anhelará, más que ver, ser visto, sin que ya importe qué pueda venir y qué pueda ser de la propia figura: “…ellos saben lo que han visto y no se preocupan lo más mínimo por lo que dicen los hombres. Sufren por amor a ella (la gloria de Dios que a sí se manifiesta en la belleza de la forma humana) y su compadecer queda ampliamente compensado por su ser enardecidos por la suprema belleza, coronada de espinas y crucificada” (Balthasar).

 

No sería irrelevante ver en cuántos cristianos, comenzando por clérigos y teólogos, se hace transparente semejante contemplación y representación, de manera que algunos pudieran presentarse como testigos, o al menos como interlocutores válidos de quienes, al preguntar, reclaman una respuesta que pueda realmente colmar sus expectativas (Por eso, cuando Borges sitúa a Cristo en una cruz lateral, en tercer lugar, ¿hace mal en entender que Jesús puede estar en el lugar del otro, al que entiende, y con el que se identifica?).

 

Lo que no se puede obviar (entre otras cosas) es que para Borges lo más importante del mundo y de la vida fue la literatura. Allí sí sabía ver cualitativamente, y es allí donde sintió que un texto literario llamado Evangelio era más que literario, sobre todo en el momento en el que crucifican a su personaje.

 

Llego a los dos versos finales del poema: “¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?”. Versos éstos que a muchos han parecido irreverentes, y de los que casi toda la crítica académica (literaria, filosófica, teológica) ha dicho que es un lugar en el que Borges declara con melancolía su agnosticismo.

 

Cito a Balthasar: “…la realidad de hecho de que un ser humano en un rincón del imperio romano ha sido crucificado dos mil años atrás (con otros miles de hombres), por amor de mí, ¿cómo podría motivarme a cambiar de vida? ¿Por ternura hacia este amor, que nadie me puede demostrar? Se habla de sustitución vicaria, pero una sustitución tal es válida, ruego que entiendan, únicamente si me ha implicado”.

 

Borges no sólo pregunta bien, sino que sitúa correctamente una interrogación que plantea uno de los pocos problemas que la teología, y los cristianos con su propia existencia, debieran no abandonar jamás en su búsqueda, si quieren que la respuesta sea real: o mi dolor y mi sufrimiento están verdaderamente asociados a la pasión de Cristo, y son contemporáneos con ella, o la fe, como respuesta y sentido, se torna insuficiente, porque no confiere al que padece la vitalidad que procede de la Pascua de Cristo, ya que el vínculo con ella es difuso, cuando debiera ser configurador. En otras palabras: al asumir Dios (y al asumir de un modo determinado) la condición humana y al ascenderla (en Cristo) yo soy hecho forma de Cristo al descender la condición divina a mí por su Espíritu. Y esto es verificable sólo allí donde se representa, es decir, donde se desarrolla el drama (mío y de Cristo) ahora, ya que el Padre está dando vida siempre (ahora) al que está situado en la Cruz. La pregunta de Borges, pues, se la interprete como se la interprete, es una pregunta que debiera hacerse todo cristiano y, a la larga, todo hombre.

 

Que yo sepa, entre nosotros sólo Eduardo Graham ha planteado de un modo explícito estas cosas respecto de Los Conjurados (en Conversión de la teología). Por un lado, ha hecho notar que “Doomsday”, el poema que sucede a “Cristo en la cruz”, postula la posibilidad de que algunas cosas sean contemporáneas (lo cual es una manera de comenzar a responder a la interrogación del final del primer problema). Ha visto también que los dos últimos poemas del libro (“Juan López y John Ward” y “Los Conjurados”) afirman una solidaridad (“comunión”, diríamos en términos cristianos) de la humanidad a partir de un vínculo que se entiende como real (Caín y Abel eran hermanos). Ambos poemas son dos caras de una misma moneda: en el primero, la parcelación de la tierra que “auspiciaba las guerras” hace que los hermanos sean víctimas asesinas. En el segundo, la decisión de “olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades” y de hacer crecer “una torre de razón y de firme fe”, repone la fraternidad. A lo largo de toda la obra de Borges hay un raro equilibrio entre la idea de que cada hombre puede ser todos, de que cada vida puede ser vivida en nombre de otro, de que “un hombre puede ser todos los hombres” o “todo para todos, como el Apóstol”, y la idea de que esto no desdibuja, sobre todo en el momento del sufrimiento, la identidad. Es la idea de que los individuos no pueden ser “sumados”, de que el dolor de cada uno es único porque “el dolor no es acumulable”. Esto le permitió escribir: “Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un judío baste para salvarlo” (Ficciones).

 

Es Graham también el que ha vinculado los dos últimos versos de “Cristo en la cruz” con el artículo de Balthasar “El olvido de Dios y los cristianos”, del que copio algunos párrafos: “Cuando aparece el cristianismo, se dan cita en su mensaje lo griego y lo judío, que chocan entre sí y parecen hechos lo uno para lo otro: griego es el hombre que busca a Dios, judío el que ha sido encontrado por Dios… y esto plantea un gran problema: ser encontrado por Dios es algo que está tan por encima de la búsqueda, que con su luz puede ensombrecer y llegar a suprimir el mismo hecho de buscar. El gran peligro es, pues, que los que han sido encontrados se sientan como encontradores de Dios… Pablo establece justamente con los griegos que lo divino no se deja encerrar en el oro, la plata o el mármol, ni en el arte o en los conceptos humanos; por eso hay que buscarlo siempre, preguntar siempre… No se entiende la revelación si no es como respuesta a la pregunta de la humanidad. Si la pregunta desaparece, se sustituye o se disminuye, resulta superflua la respuesta: busquen y encontrarán… La fe que busca conocer y explicar la revelación para defenderla de todo debilitamiento tiene sus peligros y, en su investigación, fue cayendo en una racionalización inaudita de las profundidades de Dios. Trazó los rastros de una concepción de Cristo que correspondieran a su propia necesidad de racionalización: Cristo sería el Logos absoluto convertido en hombre, y por ello habría que decir que sólo sufrió en las dimensiones más bajas de su naturaleza humana, pero que lo más elevado de él permaneció siempre en el gozo divino; pero la desgraciada conclusión de estas elucubraciones sería que los héroes de la tragedia griega sufrieron más hondamente que Cristo. Qué funesta seguridad en el conocimiento de los misterios de Dios. Seguridad que destruye la respuesta al olvidar la búsqueda… En la encrucijada actual, lo decisivo es la sinceridad y profundidad con que se plantee y se sienta la pregunta humana”.

 

En medio de este artículo, Balthasar recuerda la frase insistente de Agustín: “Si has entendido, no es Dios”.

 

Años después, el teólogo suizo recoge el tema en su “Teodramática”, vinculando la pregunta humana, que no debe ser abandonada, con la respuesta de Cristo que se manifiesta contemporánea de esa pregunta. Lo hace comentando la palabra bíblica “efápax” (una vez por todas, de una vez para siempre): “Si esta pregunta ha de recibir respuesta de la Biblia tiene que darse necesariamente en el horizonte de la existencia dramática y de su problematicidad, para hacerse comprensible al hombre. Esto significa que en la figura de la dramática pregunta humana está ya la dramática respuesta divina. Un está que se da de una vez por todas (efápax), no como algo que flota en la corriente de las sucesivas situaciones históricas, sino como algo que las envuelve en su horizonte. La pregunta alcanza su culmen trascendente, como horizonte insuperable, en el grito abismático de la cruz. Es el reverso de toda resignación religiosa que se diluye en un horizonte absoluto, pero sin dramatismo… Y sobre este grito estalla, desde el horizonte silente, el relampagueo de una acción decisoria: el paso del Sábado Santo a Pascua. Es respuesta contemporánea a todos los tiempos, porque acontece tanto en el tiempo oportuno (como respuesta a este grito), como en el tiempo final y definitivo (en cuanto respuesta a todos los gritos). No puede dejar de ser actual porque es plenamente acto, aunque no se haga actual más que allí donde se representa y se plantea la pregunta con dramatismo. Según esto efápax significa exactamente: respuesta única a todas las veces del preguntar, y no: respuesta acumulable y sabida de una vez por todas y como si la pregunta sobrase. Hay que preguntar y representar ahora, hay un demasiado tarde”.

 

“Sufro ahora”; “¿de qué me sirve?”. Drama y pregunta ante Cristo, otro sufriente, del que no todos parecen dar razón, pero cuyo rostro hay que seguir buscando.

 

Borges siempre aspiró a una Palabra, vedada a los hombres, que sólo pueden aludirla, capaz de contener y pronunciar la totalidad de la realidad y de su forma bella. Cristo, más de una vez, es asociado por Borges a esta palabra. En “Mateo XXV, 30”, que es una imaginación sobre unas palabras de Cristo acerca del Juicio, su “voz infinita / dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras, / que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra)”. Se enumeran luego, dentro de esa palabra, un montón de cosas heterogéneas concedidas al poeta a lo largo del tiempo, para terminar así: “has gastado los años y te han gastado, / y todavía no has escrito el poema”. Esta “voz infinita” es la misma “Boca inapelable” que no necesita de otras representaciones que la de su propia palabra, y es la “voz inconcebible que un día juzgará a todos los seres”, que aparece en la poesía “Lucas XXIII” y le concede al buen ladrón el paraíso. Borges se aplica a sí mismo esta voz de un modo más exigente porque se sitúa ante ella desde lo más profundo de su existencia: su ser poeta. (Sabe, sin embargo, en su último libro, que Cristo puede decir esto: “Si algo ha quedado de tu culpa, yo cargaré con ella”).

 

La belleza es una palabra que dice cosas que sólo ella puede decir. Borges no la desconoció y, no pocas veces, la percibió y la pronunció ante la imagen de Jesús crucificado. “Sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final”.

 

 

 


Cristo en la cruz

 

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.

Los tres maderos son de igual altura.

Cristo no está en el medio. Es el tercero.

La negra barba pende sobre el pecho.

El rostro no es el rostro de las láminas.

Es áspero y judío. No lo veo

y seguiré buscándolo hasta el día

último de mis pasos por la tierra.

El hombre quebrantado sufre y calla.

La corona de espinas lo lastima.

No lo alcanza la befa de la plebe

que ha visto su agonía tantas veces.

La suya o la de otro. Da lo mismo.

Cristo en la cruz. Desordenadamente

piensa en el reino que tal vez lo espera,

piensa en una mujer que no fue suya.

No le está dado ver la teología,

la indescifrable Trinidad, los gnósticos,

las catedrales, la navaja de Occam,

la púrpura, la mitra, la liturgia,

la conversión de Guthrum por la espada,

la Inquisición, la sangre de los mártires,

las atroces Cruzadas, Juana de Arco,

el Vaticano que bendice ejércitos.

Sabe que no es un dios y que es un hombre

que muere con el día. No le importa.

Le importa el duro hierro de los clavos.

No es un romano. No es un griego. Gime.

Nos ha dejado espléndidas metáforas

y una doctrina del perdón que puede

anular el pasado. (Esa sentencia

la escribió un irlandés en una cárcel.)

El alma busca el fin, apresurada.

Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.

Anda una mosca por la carne quieta.

¿De qué puede servirme que aquel hombre

haya sufrido, si yo sufro ahora?

 

Jorge Luis Borges

Kyoto, 1984

1 Readers Commented

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  1. Luis Alberto Ferreyra on 29 marzo, 2013

    había leído muchas veces como si fuera una oración Lucas XXIII, no conocía esta poesía, hoy es VIERNES SANTO, no puedo decir que haya sido una casualidad haberla conocido hoy, «sería una blasfemia».

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