La correspondencia entre la ciencia y la fe ha sido, es y será, un tema de debate. Cada época tiene una conciencia propia de ambos términos y de sus relaciones. Ya las cartas de Pablo intentan ordenar los campos de la sabiduría humana y divina en una jerarquía que se expresa por paradojas: Si alguno de ustedes se tiene por sabio en este mundo, que se haga insensato para ser realmente sabio (1 Cor. 3,18). Y, basándose en las Escrituras (Is. 29,14) afirma: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes (1 Cor. 1,19). Es más, mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres (1 Cor.1, 22-25). ¿ Cuál es el sentido de estas contundentes expresiones en este fin del segundo milenio cristiano? ¿Quiénes son los inteligentes cuya ciencia es rechazada? ¿De qué ciencia se trata?
Ciertamente la ciencia a la que se refiere Pablo no se reduce a la ciencia de los científicos, abarcaría todas las actividades del conocimiento humano. Y este conocimiento no puede, por su propia naturaleza humana, competir con la sabiduría de Dios. Sin embargo, es su reflejo, es un don divino, un regalo prodigioso del Creador a la humanidad. Pero esta inteligencia no puede ser simplemente la de los inteligentes… Nos resulta difícil salir de este vértigo de significados, de esta constante transmutación de sentidos espirituales y profanos. Tal vez un camino sería volver a la persona concreta del científico, más que analizar qué es el conocimiento científico, sus alcances y limitaciones. En primer lugar, el científico es un hombre de fe. Fe en sus propias ideas.
La fidelidad del científico
¿De dónde proviene esa fe que tiene el científico en sus propias ideas, aun antes de haberlas comprobado (o probado, si es un matemático)? Se trata de un tema digno de atención, que trasciende, tal vez, a la misma psicología. ¿Estará ligado acaso con ese entusiasmo divino que los filósofos griegos pusieron misteriosamente en el origen del filosofar?
En todo caso, la fidelidad es un signo de persistencia en la acción, contra viento y marea. Y sin fidelidad no hay ciencia. En efecto, muchas veces la historia de las ciencias recoge testimonios admirables. Son vidas enteras consagradas (otro término extraído del vocabulario religioso) a un mismo y único tema, generaciones que se suceden, sin desmayo, tratando de demostrar una intuición, una conjetura. En algunos casos la fidelidad se transmite de generación en generación, como sucedió con la prueba reciente del famoso teorema de Fermat, enunciado como conjetura matemática en el siglo XVII. De manera que los científicos son fieles a la ciencia, eso es ya algo importante para iluminar un aspecto poco estudiado de las correspondencias entre fe y ciencia.
Por de pronto, la ciencia no es un cristal terminado sino un organismo en perpetua transformación. Los científicos son los actores de ese crecimiento y muchos de ellos se consagran a la ciencia con la pasión necesaria para convertir a su actividad en una verdadera misión. En lo que sigue me referiré sólo a éstos (los otros son asalariados, en el sentido evangélico). La irresistible pasión de investigar, la curiosidad por abrir nuevos campos del conocimiento, por resolver un problema, por plantear otro, tal vez no sea congénita pero seguramente se nutre en experiencias muy precoces. En algunos casos la precocidad se convierte en una característica distintiva. Pero aunque no todo científico haya sido necesariamente un niño prodigio, todos los científicos son fieles a unas (pocas) ideas originales (y originantes), muchas de ellas generadas en la juventud.
De aquí extraemos una importante enseñanza práctica, es preciso alentar con atención y cariño las vocaciones científicas en germen. Y vocación es una palabra que resuena insistentemente en un espíritu religioso. Estamos ante otra analogía, por así decir, práctica entre fe y ciencia. Hay vocaciones religiosas y vocaciones científicas. En algunos casos excepcionales ambas se entrelazan sin perder sus respectivas identidades. Pensemos en los ejemplos geniales de Gregor Mendel, sacerdote y fundador de la genética moderna en el siglo pasado, y en el de Georges Lemaître, pionero de la nueva astrofísica, en éste. ¿Qué nos deparará el siglo XXI en el terreno de una consagración religiosa a la ciencia?
Una misma atracción por la verdad y dos ministerios en profunda armonía. La humanidad está sedienta de un testimonio integral, valiente y humilde en la búsqueda de la verdad. La reciente visita del Juan Pablo II a la tumba de su amigo Jérôme Lejeune, genetista eminente, puede ser entendida como un gesto profético hacia la consagración del laico a la ciencia.
Pero no todo llamado es claro, la vocación incipiente se prueba en el crisol de mil dificultades. En este sentido podemos leer siempre con provecho la autobiografía del joven James Watson en La doble hélice, donde narra apasionadamente las idas y vueltas, las desilusiones y fracasos, las exaltaciones e iluminaciones, que acompañaron el descubrimiento de la doble hélice de los ácidos nucleicos. Ese hallazgo cambió la historia de la biología y fue producto de un talento pertinaz puesto al servicio de una obsesión, de una creencia muy personal sobre la unión ordenada de ciertas macromoléculas.
La creencia del científico
¿Qué corresponde a la creencia en el ámbito de la ciencia? A los miembros de una Iglesia los identificamos como creyentes y podemos identificar sus creencias (en el Credo, por ejemplo). A los miembros de la comunidad científica (de hoy y de siempre) les atribuimos una creencia en la ciencia. Pero hay muchas maneras de creer en la ciencia. La filosofía de la ciencia de estos últimos años se ha esmerado en detallar sus variedades. Es un tema apasionante en sí, pero que nos desviaría del nuestro. Simplemente digo que la creencia no es sólo válida en una Iglesia determinada sino en una comunidad científica. Thomas Kuhn llamó paradigma al conjunto de creencias admitidas en el núcleo duro de las ciencias de una época. Por eso, el cambio de paradigma es un cambio de creencias.
Por eso, también, hay ideas ortodoxas y heterodoxas en permanente pugna en las ciencias (tanto como en las religiones). A veces la ortodoxia científica crea sus propios dogmas. De los descubrimientos de Watson y Crick surgió, por ejemplo, el primer dogma de la biología molecular: la información genética fluye del núcleo de la célula al citoplasma, pero no a la inversa. Al cabo de un tiempo se descubrió que la información puede pasar en sentido contrario gracias a la enzima transcriptasa inversa y el dogma se abandonó. Este es el destino de los dogmas en las ciencias. Otras veces, los científicos premian a la heterodoxia, como sucedió recientemente con el premio Nobel concedido a Stanley Prusiner por su descubrimiento de los priones (proteinaceus infectuous particles), esas extrañas proteínas que infectan sin poseer el material genético necesario para reproducirse, contra la creencia admitida por casi todos sus colegas. En definitiva, la ortodoxia tiende a conservar las creencias, la heterodoxia a transformarlas. Pero para conservar hay que transformar. Por eso decimos en el ámbito cristiano Ecclesia semper reformanda. Podemos traducir iglesia por asamblea, por comunidad de científicos y la expresión sigue siendo válida.
Sería aconsejable hacer algún día una fenomenología de la noción de creencia en las ciencias. Nos llevaríamos muchas sorpresas interesantes. Arrastramos, en efecto, cientos de años de oposición filosófica entre la doxa (opinión subjetiva, creencia) y la episteme (conocimiento objetivo). Ahora advertimos que la creencia está inserta en el corazón mismo de la ciencia más avanzada. ¿Pero, de qué creencia estamos hablando? Otra vez más debemos confrontarnos con Pablo, el primero en guiar la nave cristiana en el proceloso mar pagano. No tengan relaciones indebidas con los que no creen. Porque, ¿qué tienen en común la justicia con la iniquidad, o la luz con las tinieblas (2 Cor. 6,14). En este sentido paulino, cortante, el Credo es nuestro símbolo de unión pero también de separación. Al científico Pascal le importaba únicamente el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
La creencia crítica
Para terminar este rápido paso de una orilla a la otra, de la ciencia a la fe, queda por ver cuál es el río o el mar que las separa.
La crítica es una división, una separación. Tal vez, la operación esencial de la crítica sea, precisamente, ese tajo en el conocimiento que deja dos bordes cortantes, la ciencia y la fe. Una creencia crítica, en cambio, serviría para sanar la herida abierta por la pura inteligencia crítica. Distinguir para unir, decían los escolásticos. Creer críticamente podríamos decir ahora.
Trataré de justificar esta posición. Por una parte entrevimos, aunque sin entrar en detalles, que la creencia es propia de la fe tanto como de la ciencia. Pero también advertimos que no es un término unívoco y que se expresa diferentemente en el plano racional y en el espiritual (religioso). Por otra parte, la crítica en su sentido literal es una ruptura. ¿La crítica puede romper una creencia? Sí, por supuesto. Pero una creencia crítica, esa es mi tesis, no necesitará llegar a la ruptura brutal, al rechazo final. Puede ser gentil y correctora, constantemente alerta para percibir las grandezas y las debilidades de una teoría científica. Pero esa teoría, y aquí está la novedad, no será ya un dogma revestido de racionalidad, sino un cuerpo de creencias razonables. Tal vez la creencia crítica sea un instrumento para alcanzar la deseada sensatez de la sabiduría. Aquella sabiduría que está más allá de la ciencia.
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Join discussionUsar la inteligencia, racional, intuitiva, la esperiencia, las vivencias, la capacidad de descernimiento, la capacidad de racionalización… todas las potencias del alma para separar el grano de la paja, para buscar la luz en medio de las tinieblas, para construir y desarrollar modelos en linea de mejora continua, en busca de la excelencia, no es una opción, es una obligación.