Hace un tiempo escuché contar una anécdota que me dejó -como ocurre con la mayoría de ellas- pensando en cosas, que remiten tarde o temprano a uno mismo.

 

Aquel que la contaba señaló que cierto día, dictando una clase, le confesó a sus alumnos que él tenía la sensación de que se iba a morir joven. Un alumno, tal vez de los más agudos, le contestó: quédese tranquilo que Ud. ya no corre ese riesgo.

 

No sé si podríamos generalizar esta sensación y aplicarla, si no de manera tan decisiva, por lo menos a algún momento de nuestra vida en el que se nos haya ocurrido fantasear con cosas semejantes. Pero lo cierto es que, ante estas contestaciones, uno necesita introducir en la ambigüedad el término juventud y volver a imaginar, desde esta libertad, y con connotaciones muy diferentes de las anteriores, que aun con muchos años de vida es posible morir joven. Lo cual ya no resulta sencillo.

 

Se introduce una tensión semántica entre una y otra connotación de juventud, la de los pocos años y la deseada por la experiencia, que bien sirve -según señalaba el mismo Platón-, para dar nacimiento a la filosofía.

 

No hay final sin decepción, y esto nos obliga a pensar. Por perfecto que sea, el fin de una filmación, de un trabajo, de una novela, y por supuesto también de la vida, esconden siempre un corte prematuro. Nunca terminamos de aprender a finalizar.

 

Es una tarea para la cual debiéramos declararnos incompetentes, ya que siempre nos supera. O esperamos más, o imaginamos otro fin, o debatimos las múltiples posibilidades de un final abierto, o simplemente fantaseamos, curiosamente insatisfechos, con la vida de los protagonistas y personajes más allá del último párrafo o de la última escena.

 

De modo semejante, en la vida, ante la muerte, la pregunta que acompaña al dolor es ¿cómo seguir viviendo?, la cual evoca a menudo la necesidad de renacer, de volver a comenzar. Fines y comienzos no se hayan lejos el uno del otro. Y siempre un comienzo y un final nos preceden y suceden.

 

 

***

 

Como si se tratara del atardecer de un domingo, este fin de milenio no se exime de la regla. Mientras nostálgicamente nos desprendemos del ropaje moderno, echando a un lado, entre otras prendas, ideologías, utopías e historias, nos cubrimos con prótesis y redes, más modernas aún.

 

¿Cómo comenzar? Pregunta clave que el narcótico destello de las nuevas vestiduras puede hacernos ignorar, y de este modo pasar por alto las chances del espíritu, del sentido, de lo sagrado.

 

Hay necesidad de Dios. ¿Cómo ponernos a la altura de esta demanda?

 

Algo pasa en los tiempos en que “la piedra rechazada por los arquitectos” se vuelve nuevamente necesaria.

 

Por eso, no nos debe resultar extraño que, mientras los católicos nos prepararnos para el tercer milenio que adviene, también se hable del retorno de la religión, y que ella vuelva a ser de nuevo una cuestión que interesa a la gente y a la cultura. ¿Cómo hablar de Dios? ¿Bastan las palabras aprendidas? ¿Cómo testimoniarlo? Preguntas tan propias de la historia de Occidente, y en particular del cristianismo, vuelven a cuestionarnos.

 

Fin de la modernidad, retorno de la religión, no son fenómenos aislados, como tampoco lo son, el milenio adveniente y una nueva edad de la historia del mundo.

 

Si le sumamos al agitamiento del tema que en nuestra Buenos Aires generó el libro de Vattimo Creer que se cree, los aportes del Seminario de Capri publicado con el título “La religión” (en el cual no sólo Vattimo ha participado, sino además pensadores afamados como Gadamer y Derrida, y otros menos reconocidos pero de fuste filosófico, entre los que destacaría a Vincenzo Vitiello), más otros encuentros sobre temas afines, tenemos que reconocer que la religión se va perfilando como un tema clave en este fin y comienzo de milenio.

 

El “retorno de la religión”, fórmula que ha cundido a partir del mencionado texto de Vattimo, encierra una multitud de matices y significaciones.

 

 En Creer que se cree se trata de testimoniar un “retorno”, o si se prefiere, para ser más claros, de dos: uno, el retorno de Vattimo a la religión, al catolicismo, y otro, el retorno de lo religioso en un mundo secularizado.

 

Convengamos también que la palabra “retorno”, y en esto cito textualmente hasta las comillas, no la podemos tomar a la ligera, sobre todo cuando se trata de un pensador que traza el itinerario de su obra a través de Nietzsche y de Heidegger. Uno, el profeta del “eterno retorno”, y el otro, el sereno pensador rememorante (Andenken).

 

 Vattimo se pregunta: “¿Cómo “retorna” -si retorna, como creo- lo religioso en mi-nuestra experiencia actual?”. En tanto queda más o menos claro que es lo religioso aquello que y a lo cual se retorna, cabe preguntarse: ¿Cómo no confundir el testimonio personal de su “retorno” al catolicismo con este “retorno” de lo religioso? ¿De dónde y a dónde retornan estos “retornos”? De modo muy sencillo podríamos decir que se trata de un retorno de y a lo religioso después del ateísmo.

 

Creer que se cree habla de un “retorno”, que se sitúa más allá de las críticas al antropomorfismo de la religión. Luigi Pareyson, a quien Vattimo le reconoce su influencia, distingue entre un antropomorfismo abierto y genuino, el del mito, y un antropomorfismo espurio y desviante, propio de las doctrinas filosóficas sobre Dios. Sin saber bien hasta qué punto pesa en él esta distinción, parece posible ubicar este “retorno”, más allá de la experiencia religiosa del ateísmo.

 

Pero, volviendo a Vattimo, nos dice: “El hecho es que el “fin de la modernidad” o, en todo caso, su crisis ha traído consigo también la disolución de las principales teorías filosóficas que pensaban haber liquidado la religión:…”

 

Fin de la modernidad, postmodernidad -y lo que voy a decir no es novedoso-, resultan por sí mismas formulaciones vagas e imprecisas. Sin entrar en una aclaración detallada del tema, podemos decir que tanto el “fin” como el “post” se siguen entendiendo, y en algunos casos definiéndose, solamente en torno de la modernidad.

 

“Fin” o “crisis” indican además de la clausura de una época, de un modo de vivir, de dirigirse y proyectar, el comienzo de una época diferente que aún no se distingue, o todavía no se ha realizado. Con lo cual podemos entender el “fin de la modernidad” como la denominación de un tiempo en el que convergen, se cruzan y complementan fines y comienzos. De allí que Vattimo insista en la postmodernidad como un período de “convalecencia”, estadio pasajero en el cual todavía se padecen los síntomas decadentes de la edad precedente.

 

Pensar el “retorno” de y a lo religioso, significa para Vattimo, como queda claro en Creer que se cree, un “retorno más allá del dios de la metafísica, o lo que resulta equivalente, más allá del dios de los filósofos y de la violencia sacrificial propia de la religión natural.

 

En torno del fin de la modernidad, las claves más hondas provienen del pensamiento de Nietzsche, por esto se explica el resurgimiento actual de su obra y de los estudios sobre ella. Si pensamos en los que Ricoeur bien ha llamado “maestros de la sospecha”, creo que podemos decir a esta altura del siglo que hemos dado cuenta del marxismo y en gran parte también del psicoanálisis, pero no ocurre lo mismo con el nihilismo. Desde Nietzsche “el fin de la modernidad” se ahonda y queda planteado como el tiempo del advenimiento y superación del nihilismo, tiempo que se extiende entre “la muerte de Dios” y su retorno.

 

La superación del nihilismo consiste, para Nietzsche, en superar la conciencia cristiana que tiene a la muerte de Dios como centro de justificación del sufrimiento y la mortificación. Es decir que apunta a la transformación de la conciencia moral cristiana. La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” ataca el núcleo nihilista de la moral cristiana, en tanto ésta es la responsable de reducir un mensaje de vida y salvación al mero cumplimiento de preceptos. Por eso, dicha frase posee un carácter bivalente, ya que libera a la voluntad del yugo de una religión convertida en moral, y a Dios de su piel moral.

 

Zaratustra, quien con una doble ironía, se adjudica a sí mismo ser el “más ateo de los ateos”, sabe que el camino es circular y que por ello el ateísmo, en tanto es consecuente consigo mismo, se convierte en religión.

 

Cabe preguntarnos, ¿por qué el retorno de la religión, del cual hablamos, llega por el camino de la negación de Dios?

 

Creo que esto no debe resultarnos extraño. Las interpretaciones de Nietzsche, y podríamos incluir también algunos de los comentarios del Creer que se cree, se quedan solamente con la transmutación moral que propone e incuba su obra, pero ignoran su trasfondo religioso. De este modo, realizan una interpretación parcial y no son consecuentes con el persistente vaciamiento que el nihilismo provoca.

 

Vattimo dice: “La violencia de la metafísica es también el final de esta imagen de Dios, la muerte de Dios de la que ha hablado Nietzsche”. Si bien Vattimo propone interpretar la encarnación y la secularización más allá de la violencia de la metafísica, no queda expresamente mencionada en Creer que se cree, y me parece sugerente poder hacerlo: una interpretación de la muerte de Dios desde la kénosis y la caridad, y una consideración del adviento en clave cristiana.

 

Lo que sí queda claro en Vattimo es que no se trata de un retorno de y a la religión fundada en una metafísica del poder y la violencia. En términos de René Girard, este retorno más allá de la muerte de Dios implica la superación de la estructura antigua del sacrificio y de la violencia natural. Y en términos de Heidegger, otro autor caro a Vattimo, se trata de la superación de la historia de Occidente como constitución onto-teológica de la metafísica, es decir, como historia del vaciamiento de Dios (Gottlosigkeit) concebido como “causa sui”, y la preparación del advenimiento del “último Dios” según lo plantea en los Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis).

 

En este sentido podemos decir que Vattimo plantea el retorno de y a la religión, como retorno que se produce más allá de “la muerte de Dios”, y me animaría a agregar: más acá del “último Dios”.

 

Fue Heidegger quien se encargó de reinterpretar y trasladar la filosofía de Nietzsche al siglo XX. El “olvido del ser”, fórmula clave para introducir la perspectiva de “Ser y tiempo”, está vinculada al vaciamiento de Dios (Gott-losigkeit). “No podrás ver el rostro de Dios” llevaba por título el Seminario dirigido por Bultman en 1924, al cual asistió el joven Heidegger. Con lo cual, no resulta extraño que las obras posteriores a Ser y tiempo deriven en la interpretación de la obra de Nietzsche y en la “huida de los dioses”, tomada de los versos de Hölderlin. En el pensamiento de Heidegger, superación de la metafísica y superación del nihilismo son una y la misma cosa. Superar (Überwinden) significa además, para Heidegger, preparar. Superar el nihilismo y la metafísica es preparar el advenimiento del “último Dios”.

 

Vattimo tiene afirmaciones sugerentes al respecto: “Pero el final del Dios de la metafísica no prepara el reencuentro del Dios cristiano sólo en la medida en que despeja el campo de los prejuicios de la religión natural”.

 

 Me pregunto: ¿en qué sentido habla Vattimo del “último Dios” del que habla Heidegger? La respuesta es compleja. Si nos dejamos llevar por el texto recién citado podríamos pensar que es lo mismo, y de hecho el “último dios” incluye muchas características cercanas a la kénosis. Pero cuando Heidegger habla del “último Dios” lo introduce con un epígrafe que dice: “El totalmente otro frente a los que han sido, especialmente frente al cristianismo”. Esto separa las aguas respecto del pensador alemán, ya que Vattimo habla del retorno al catolicismo y a los Evangelios.

 

 

***

 

 ¿Qué más puede decir un filósofo o un pensador sobre esto? ¿Qué más, sino callar y prepararse para el adviento?

 

La filosofía debe reconocer que no sólo ante el fin sino también ante el comienzo no tiene ni la última ni la primera palabra, pero deberá encontrar entre ellos sus primeras y últimas palabras. Comienzos en los que el arte se ha mostrado siempre más permeable, incitado y veloz, tal vez por su desenfadada proximidad con la belleza, y fines ante los cuales la fe resulta más sabia, y sólo a través de ella se encuentran palabras de salvación.

 

En una de las varias versiones de un poema de Hölderlin titulado “El Único”, el poeta realza la grandeza de Cristo por encima de todos los dioses del Olimpo, y dice magníficamente:

 

      “Sólo Cristo es signo de sí mismo”.       

 

Y agrega en verso subsiguiente:

 

      “Cristo es el fin”.

 

Hablar de retorno no es hablar de adviento. Prepararse para saber recibir al Dios que llega, que nace, diríamos recordando el título de un pasado editorial de CRITERIO, es ponernos en condición de recibir la novedad de la Navidad. De Jesucristo que “es el mismo ayer, hoy y siempre…”.

 

La palabra “retorno” sigue hablando de una religión (y por ello mismo también de un Dios) envejecida, trillada, “convaleciente” de pasado. El tiempo de adviento es diferente, es principalmente futuro, pero no el futuro de prótesis y redes hacia el cual vamos, sino el de lo divino que viene.

 

En este sentido podríamos decir también con Vattimo que la verdad de la encarnación como kénosis, como anonadamiento de Dios, “es el amor de Dios por sus criaturas”, con lo cual cambia el sentido desacralizante que comúnmente se le adjudica a la secularización, para comprenderlo como la constante inserción de lo divino en la historia.

 

Termino citando unos excelentes versos escritos por Roberto Juarroz:

 

“Porque el amor es simplemente eso:

la forma del comienzo

tercamente escondida

detrás de los finales”.

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