En 1984, al optar por el exilio, Tarkovski no sólo había cruzado un Rubicón geográfico. Acababa de atravesar la frontera temporal que separaba dos eras: la Modernidad extrema, cuyas obsesiones se habían encarnado en el totalitarismo, y las avanzadas de la posmodernidad, esa “era del vacío” que por entonces se llamaba “sociedad de consumo”.

 

Se diría que él mismo era algo así como un stalker fracasado que se veía obligado a abandonar el mundo opresivo del Profesor para marcharse al país desencantado del Escritor, sientiéndose tan incómodo en uno como en el otro, y siempre soñando con la Zona.

 

Tarkovski nunca ocultó sus sentimientos y menos aún en el exilio. Lejos de cuidar las formas, se expresó siempre con absoluta sinceridad. Con su extemporaneidad, pronto dejó de ser interesante para los medios. Tal como suele ocurrir cuando alguien no se ajusta estrictamente al libreto de moda, comenzó a ser tildado con los más variados rótulos. No se le perdonaba que, habiendo optado por Occidente, no se uniera al coro anticomunista, alabando las libertades de que gozaba ahora. Por el contrario, se atrevía (como Solyenitsin) a criticar la sociedad en que vivía, con lo cual se tornaba ingrato.

 

En realidad, Tarkovski no se había convertido a los valores de la democracia liberal y la economía de mercado. Tampoco se disponía a engrosar las filas del cine comercial. Se había visto obligado a abandonar a Rusia, expulsado por la opresión, y sentía gratitud por la hospitalidad europea, pero no se hacía ilusiones sobre el estilo de vida “consumista”. Ya en ocasión de su primer viaje a Cannes había observado que “no tiene nada de extraño que en la sociedad de consumo la gente desee pegarse un tiro” 1. Años después, seguía declarando: “cuanto más vivo en Occidente, más curiosa y equívoca me parece la libertad. ¿Libertad para drogarse? ¿Para matar? ¿Para suicidarse?” 2. 

 

Como muchos otros exiliados, Tarkovski no podía entender cómo los occidentales trivializaban esa libertad que siempre había sido un bien escaso para él.

 

El comunismo había sido la pesadilla del racionalismo europeo, el sueño de la Virtud impuesta a los hombres contra su voluntad por esos Grandes Inquisidores que presintiera Dostoievski.

 

Tarkovski imaginaba que de haberse quedado en Rusia podría haber filmado una segunda parte de Stalker, que concebía como una parábola de este proceso. El nuevo stalker, convencido de que la gente es incapaz de alcanzar por sus propios medios la “transformación interior”, llevaba tres viajeros a la Zona e intentaba transformarlos por la fuerza. Para eso no vacilaba en usar el engaño y la violencia, y se convertía en “fascista”.

 

Tarkovski, nacido y educado bajo el régimen comunista, había aprendido a temer a quienes imponen el terror en nombre de la utopía, pero tampoco se hacía ilusiones sobre aquellos que prometen una felicidad sin esperanza. Le preocupaba el estado de ese mundo que estaba saliendo del yugo de los Grandes Inquisidores (los revolucionarios ilustrados), para caer en manos de los manipuladores del deseo.

 

Presentía que la historia había entrado en una suerte de peligroso estancamiento, algo parecido a aquello que luego sería calificado como “el fin de las utopías”. Desde una estética diametralmente opuesta, J.G. Ballard expresaba la misma intuición con la metáfora del “presente insaciable”. Tarkovski llegaba a ilustrarlo con una cita inesperada: “Marx y Engels dicen en alguna parte que la historia elige para su desarrollo la peor de las variantes que existen” 3.

 

En Stalker, el escritor lo había anunciado: “Antes, el futuro era sólo la continuación del presente, y los cambios estaban lejos, más allá del horizonte. Ahora, el futuro se ha casado con el presente”. En Europa, Tarkovski retomaba esas palabras: “hemos llegado a un punto en el cual, como dice el stalker, el presente se ha mezclado esencialmente con el futuro” 4. 

 

Tarkovski no dudaba de las “indiscutibles” libertades democráticas pero las veía amenazadas por una “monstruosa” crisis moral 5. De ahí partían esas críticas a la democracia que le granjearon la antipatía de los medios. Obviamente, Tarkovski no podía añorar el despotismo totalitario, que había sufrido en carne propia. Aceptaba la democracia como forma de vida pero denunciaba el vacío ético que la corroe.

 

Crecido a la sombra del totalitarismo, Tarkovski había desarrollado un sentido estoico de la libertad interior. Para él, la libertad era algo que el hombre debe merecer y puede ganar aun en las condiciones más abyectas. Como tal, no depende del progreso social, de las leyes o de los derechos humanos. “No venimos al mundo para ser libres o felices…Vivimos para luchar y vencer esa batalla con nosotros mismos, ganar y perder a la vez” 6. 

 

Temía que al no haberse ganado su libertad, los occidentales estuvieran dispuestos a enajenarla, sometiéndose a una compulsión silenciosa que reduce la libertad a elegir entre placeres, sin responsabilidad ni sacrificio.

 

 Al lema optimista de Korolenko que le habían enseñado en la escuela (“los hombres nacen para ser felices”) oponía las paradojas del libro de Job 7. “La libertad nunca es algo que podamos dar por hecho… es algo que debe ser conquistado por el esfuerzo moral 8. Del mismo modo, “el artista que no es consciente del sentido que tiene su vida, tampoco es capaz de afirmar nada coherente en el lenguaje de su arte” 9. 

 

“Aquí (en Europa) nadie entiende de esto”, se quejaba. Todos parecen esclavos del progreso, y creen que la libertad es un valor que pueden comprar con su dinero. Al no haberse cuestionado nunca el sentido de sus vidas, “viven de un modo pragmático, como animales”.

 

Pensaba que el egoísmo había erosionado la personalidad, y veía como los vínculos humanos degeneraban en meras relaciones sin sentido entre grupos: la idea de que cada uno es responsable de sí mismo parecía haber desaparecido 10. Irónicamente, decía que para combatir la angustia, la depresión o la desesperanza, recurrimos a los psicólogos, o mejor aún a los sexólogos. Para calmar nuestra necesidad de amor, acudimos a la prostitución. Pero lo más grave es “la imposibilidad de volver a aquellas formas superiores de espiritualidad que constituyen nuestra esperanza de salvación” 11. 

 

Entendía que en Occidente la cultura también era un producto de consumo, algo que uno puede poseer. De haber vivido más años, hubiera llegado a ver artistas que hablan de sus obras y de sí mismos como “productos”.

 

Pero Tarkovski entendía que no es posible apropiarse de la cultura tan sólo por tener libertad, tener derechos y dinero para pagarla. De hecho, “todo se puede comprar, pero para asimilar la cultura hay que hacer un esfuerzo análogo al que hace el artista cuando crea su obra” 12. 

 

***

 

Por momentos, Tarkovski confiaba en un renacimiento de Rusia. Al haber madurado en el dolor, Rusia encerraba “una inmensa esperanza”. Creía que las “gigantescas fuerzas espirituales que fermentan en el país (estaban) llamadas a desempeñar un rol capital en el futuro”. Soñaba con “una tercera vía” entre el Este y el Oeste, aunque se cuidaba de aclarar que no pensaba en un proceso político, sino en un renacimiento religioso: “Si en nuestro tiempo no hay un despertar del sentimiento religioso, será el fin de todo” 13. 

 

Ya habíamos encontrado este sentimiento eslavófilo y esta confianza mesiánica en la misión del pueblo ruso redimido por el sacrificio en la carta de Puschkin, que cita en El espejo. Son las ideas que defendió Nicolai Berdiaev. Tarkovski no lo menciona, aunque sabemos que lo había leído, y los críticos le atribuyen una gran influencia sobre él 14. En Una nueva Edad Media (1927) el filósofo exiliado sostenía que Rusia había quedado fuera de las corrientes humanistas del Renacimiento y había experimentado todos los pecados de la Modernidad sin llegar a conocer ninguna de sus virtudes. Apelando al lenguaje bíblico, Berdiaev llegaba a afirmar que “Dios transfirió el poder a los bolcheviques con el objeto de infligir un castigo al pueblo” 15.

 

A diferencia de Berdiaev, que depositaba su confianza en el renacimiento de la religión ortodoxa, Tarkovski descreía de la vitalidad de las iglesias, que “desgraciadamente hoy existen como un apéndice de las instituciones sociales. Por cierto, en un mundo como el de hoy, tan inclinado hacia lo material y lo tecnológico, la Iglesia no da muestras de estar en condiciones de restablecer el equilibrio convocando al despertar espiritual” 16. Seguía sintiéndose profundamente cristiano, aunque a la manera tolstoiana.

 

Si bien las corrientes esotéricas no llegaban a seducirlo del todo, no dejaba de sentir su atracción. Había leído a Schopenhauer, y en la época de Stalker solía vérselo en compañía de un misterioso “profesor de parapsicología” que lo había asistido cuando convalecía de su enfermedad. En Berlín, también había quedado impresionado por un vidente chino que era capaz de “leer el aura”. Algo de estos personajes se refundiría en la figura de Otto, el otro yo de Alexander en El sacrificio.

 

Su rechazo del esoterismo no era antojadizo. Tarkovski lo asociaba con el romanticismo, con su exaltación del Yo y su “desagradable” autoadmiración. Pensaba que el romántico intuye algo del misterio que rodea a la vida pero es incapaz de abandonar su actitud egocéntrica. Para él, el individualismo romántico y el esoterismo eran el “fruto de la incredulidad” 17.

 

Más fuerte resultaba la tentación del Oriente: “hay momentos en que uno desea descansar, entregarse, abandonarlo todo y abandonarse uno mismo a alguna cosmovisión totalizadora, como el Veda por ejemplo. Oriente estuvo más cerca de la verdad que Occidente, pero la civilización occidental devoró al Oriente con su materialismo práctico” 18.

 

Tarkovski hace escasas referencia al hinduismo, que suele ser la forma más popular de orientalismo. Sus ancestros mongoles le llevan más lejos, al Extremo Oriente: la poesía japonesa, el taoísmo, la antigua música china que se escucha en Nostalghia y El sacrificio.

 

“Allí donde el artista occidental dice ‘¡Mírenme!’ -escribió- la música taoísta hace que la persona sea “totalmente absorbida en Dios, la Naturaleza y el Tiempo, descubriéndose en todo, descubriéndolo todo en sí misma” 19. En ella, “el individuo se disuelve en el vacío, se funde con la naturaleza, con el universo”. En su última etapa, era capaz de decir que “todo gravita hacia el Oriente. Tailandia, Nepal, el Tibet e incluso China, son para mí más próximos que Francia y Alemania” 20. Un comentario bastante extraño en boca de quien en El espejo había representado a Rusia como el dique de contención de las fuerzas orientales.

 

La misma ambivalencia se encuentra en las páginas donde Tarkovski cuenta cómo llegó a concebir El sacrificio. “La obra nació de la preocupación por la idea de equilibrio, de sacrificio, el yang y el yin de la personalidad… el tema de la armonía que surge del sacrificio” 21. En esta visión oriental, el sacrificio es una suerte de justicia metafísica, que enmienda los errores y las desmesuras, para restaurar el equilibrio y reconciliar al hombre consigo mismo. “Quise mostrar que el hombre puede restaurar sus lazos con la vida renovando su alianza con las fuentes de su alma” 22.

 

Pero Tarkovski también entiende que la armonía es inalcanzable, porque el deseo no reposa en la satisfacción de fines determinados: apunta al infinito 23. Es por eso que abandona la ideas de armonía, para definir al acto de Alexander como “un sacrificio, en el sentido cristiano de auto-sacrificio”. Es una idea que, como reconoce, “goza de tan poca popularidad como el amor al prójimo” 24. Avanzando más en sentido cristiano, afirma que “Dios escucha la plegaria de Alexander, y las consecuencias son a la vez terribles y gozosas” 25.

 

Alexander Barynin lo vio como un hombre profundamente religioso, que sin embargo nunca hablaba de religión. Su religiosidad no era como la devoción del común de las personas, era “algo más íntimo”, que apenas traslucía. Recuerda que cuando Solonitsin le presentó a Tarkovski, una de las primeras preguntas que le hizo el maestro fue para saber si era creyente.

 

Era un artista, y en el final de su vida, depositaba en el arte sus esperanzas de renacimiento espiritual. Como todos los clásicos, intuía que la belleza formal no era un fin de sí mismo, sino la manifestación de una Verdad superior.

 

Su libro se cierra con una pregunta. ¿Nuestra capacidad de crear ¿no será la prueba de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios?

 

Tarkovski hubiera coincidido con Tolkien, quien pensaba que el arte es una “subcreación”, pues decía que el arte era “la capacidad de crear, el reflejo especular del gesto del Creador. Nosotros, los artistas, no hacemos más que repetir, imitar este gesto” 26. Todos sus filmes -decía- habían sido “actos de amor al Creador”.

 

Censuraba a los románticos, porque no creía que el artista existiera sólo para “expresarse” y afirmar su individualidad creadora. “Mi yo no tiene importancia alguna… el talento me ha sido dado, he sido elegido para algo. Soy un esclavo y no el ombligo del mundo” 27. Pero no dejaba de acercarse al romanticismo, cuando consideraba “inspirado” un poema de Puschkin o cuando decía haber sentido que a veces Alguien guiaba su mano.

 

Se atrevía a decir, casi haciéndose eco de Sócrates, que el arte tiene por misión ayudar a la gente para que le encuentre sentido a la vida y se prepare para la muerte.

 

El buen combate

 

Para Tarkovski, el exilio había sido una enfermedad incurable, que los sinsabores políticos no habían hecho más que agravar. En Italia, había querido hacer un filme sobre la nostalgia rusa, pero dudaba tanto como Gorchakov que los europeos pudieran entenderlo. De algún modo, intuía la cercanía de su propio fin: “Me resulta difícil hacerle entender a quienes no son rusos qué sentido tiene el título del filme: la nashtalghia es una enfermedad, un sufrimiento moral que tortura el alma, y llega a ser mortal si uno no acierta a superarlo”.

 

Anatoli, el actor que iba a encarnar a Alexander, murió de cáncer cuando Tarkovski estaba en Italia. En el primer borrador de El Sacrificio, Alexander se curaba del cáncer por la intervención de una bruja. Al acabar el rodaje del filme, Tarkovski descubría que él también estaba condenado por el cáncer. Antes había escrito: “No sé qué significa esto. Sólo sé que me asusta, y no tengo dudas de que la poesía del filme se convertirá en una realidad específica, de que la Verdad que toca se materializará, se dará a conocer y -gústeme o no- afectará mi vida” 28. 

 

En setiembre de 1985 hizo un largo viaje por tierra de Estocolmo a Florencia, en compañía de Michal Lesczylowski, quien se había hecho cargo del montaje de El sacrificio. Mientras escuchaban música de Bach, Louis Armstrong y Stevie Wonder (una mezcla bastante ecléctica para un “tradicionalista”) hablaron largamente de religión y política. Tarkovski ya comenzaba a hacer su balance: acababa de leer un texto de Conrad y reflexionaba sobre el arte, el tiempo y las edades de la vida 29.

 

En julio de 1986, Lesczylowski lo visitó en un eficiente y pulcro sanatorio de Stuttgart, donde estaba pasando su convalescencia. Para Tarkovski, el edificio era tan “moderno” que le resultaba insoportable.

 

En el cuarto de Andrei había algunos iconos rusos, y sobre la mesa de luz una Biblia, que por entonces era su única lectura. Tarkovski comentó que siempre le hubiese gustado hacer un filme basado exclusivamente en textos bíblicos, pero no se había atrevido.

 

Lesczylowski le tradujo un pasaje de las memorias de Buñuel, que acababan de aparecer. Andrei lamentó no haber tenido ocasión de conocerlo, puesto que siempre lo había admirado. En sus memorias, el cineasta catalán hablaba de la vejez, del debilitamiento del deseo y la resignación que produce haber dejado atrás una larga vida. Tarkovski, que enfrentaba la muerte siendo relativamente joven y siempre había amado la vida, reflexionó que el transcurrir de la vida nos libera de ese sentimiento de insatisfacción, puesto que toda la vida es vanidad. Fue entonces cuando tomó la Biblia y se puso a leer en voz alta el Eclesiastés:

 

“¡Vanidad de vanidades -dice Cohélet- ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con la que se afana bajo el sol? Una generación va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y de él vuelve a salir.” (Ecl. 1, 2-5)

 

Eran las mismas palabras que se escuchan en Andrei Rublev, acompañando la escena en que Kyrill contempla el Cristo airado de Teófanes.

 

Tarkovski se estaba preparando para morir, y repasaba su vida:

 

“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar, y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras y su tiempo el recogerlas.” (Ecl. 3, 1-5)

 

Aquí, recordó que uno de los títulos que había propuesto para El sacrificio era precisamente Un tiempo para arrojar piedras y uno para recogerlas. Lamentablemente, “en sueco no hubiera sonado bien”. Y prosiguió:

 

“Dulce es la luz y bueno para los ojos ver el sol. Si no vive muchos años, que se alegre en todos ellos, y tenga en cuenta que los días de tinieblas muchos serán, que es vanidad todo lo porvenir.

 

Alégrate, mozo, en tu juventud, ten buen humor en tus años mozos. Vete por donde te lleve el corazón y el gusto de tus ojos, pero a sabiendas de que por todo ello te llevará Dios a juicio”. (Ecl. 11, 7-9)

 

Una vez más, éstas eran las palabras que escuchaba Andrei Rublev cuando recibía el llamado de Teófanes; era el llamado de la vocación.

 

“He considerado la tarea que Dios ha puesto a los humanos para que en ella se ocupen. Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio al fin”. (Ecl. 3, 10-11)

 

Días después de la muerte de Andrei Tarkovski, se celebró una liturgia en su homenaje en la catedral ortodoxa de San Sergio, en París. Cuando todos los presentes sostenían velas encendidas, como Gorchakov al cruzar el estanque, el celebrante volvió al Eclesiastés:

 

“Acuérdate de tu Creador en tus días mozos […] mientras no se quiebre la hebra de plata, se rompa la bolita de oro, se haga añicos el cántaro contra la fuente, se caiga la polea dentro del pozo, vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio. ¡Vanidad de vanidades! -dice Cohélet- ¡todo vanidad!” (Ecl. 12, 1; 6)

 

***

 

En ruso, “fe” se dice véra, como recuerda Gorchakov en Nostalghia: un concepto que abarca no sólo el dogma, sino la adhesión y la confianza en la Verdad encarnada. Cierta vez dijo Tarkovski que “buscar la verdad significa seguir las exigencias espirituales que guían al hombre a través de la multiplicidad y variabilidad de los fenómenos de la vida” 30. 

 

Ni siquiera cuando escribía bajo el poder soviético, Tarkovski había ocultado su filiación religiosa y su adhesión a la tradición de los iconógrafos. Cuando aludía a la “perspectiva inversa” de los iconos, citaba a Florensky 31 y no omitía mencionar otras tradiciones rusas, como la de los “locos de Cristo” 32, entre quienes bien podían figurar algunos de sus personajes, desde la Tonta que acompaña a Rublev hasta Domenico y Alexander.

 

Sus definiciones acerca del arte habían resultado casi tan provocativas en Europa occidental como en la URSS. Decía que el arte es esencialmente aristocrático y selectivo 33 y que el desarrollo de una sensibilidad estética depende del crecimiento espiritual de las personas 34. Para sostenerlo, recurría a una autoridad insospechada como el propio Marx, quien habría dicho que “para gozar del arte es preciso tener educación artística” 35.

 

Comparaba al arte con la ciencia 36 y con la religión 37. Al arte, le asignaba la elevada misión de “darle al hombre fe y esperanza” 38, “liberando al alma humana para hacerla receptiva al bien” 39, puesto que el arte se vuelve religioso cuando se inspira en el compromiso con un fin trascendente” 40.

 

Las implicaciones de este ambicioso programa lo llevaban por momentos a asumir su vocación como profética: “el artista trabaja para cumplir con su misión espiritual personal” 41, no para “mantener contento al público” 42. “El artista sólo se justifica por su obra cuando ella es algo crucial en su vida y constituye su propio modo de existencia” 43.

 

Esta vocación le restaba importancia a la cuestión de la libertad, que para otros es condición ineludible para crear: “Un artista nunca es libre. No existe otra persona que tenga menos libertad. Un artista siempre está atado a sus dones, a su vocación” 44.

 

Por extraño que pueda parecer hasta en esta posmodernidad donde abundan los videntes, Tarkovski se sentía inspirado y predestinado.

 

 “A veces siento que alguien me toma por la mano y me guía”, declaró alguna vez 45. En otra oportunidad confesó: “Tengo la sensación de que todo lo que debo hacer en la vida ya ha sido determinado por alguien. Es un sentimiento que me acompaña desde la infancia” 46.

 

Y añadía: “Como Gorchakov, estoy sometido a una Voluntad Superior” 47.

 

En sus últimos escritos, atravesados por la presencia de la muerte cercana y la meditación del Eclesiastés, Tarkovski se desentiende del cine para hablar de lo que más le preocupa: el vacío espiritual del hombre posmoderno, que ya no cree en Dios ni en la utopía y parece marchar hacia la destrucción o la estolidez del “último hombre” nietzscheano.

 

Cuando murió, faltaban tres años para el colapso del sistema soviético, algo que casi nadie era capaz de prever. Tarkovski pensaba que sólo un renacimiento de la fe podría detener la decadencia. Confiaba en que las fuerzas capaces de restablecer el equilibrio vendrían de los pueblos como el ruso, de aquellos que más habían sufrido esa pesadilla en que se convirtieron las utopías filantrópicas de la modernidad.

 

El mundo nacido en 1989 no ha manifestado hasta ahora signos de un renacimiento espiritual. La vaga “espiritualidad” de la New Age se ha hecho eco de su necesidad, pero la ha privatizado. En cuanto a los países del Este post-comunista, ya disfrutan de todas las miserias que la globalización puede ofrecerles, desde las mafias hasta la pornografía y la droga.

 

De haber vivido hoy, Tarkovski se hubiera sentido tan fracasado como el stalker. Estigmatizado como “apocalíptico”, su voz se hubiera perdido entre el bullicio de los falsos profetas.

 

 “Profeta” no es aquel que predice el futuro: para eso están Julio Verne, Töffler y las adivinas. Según el espíritu de la tradición bíblica, “profeta” es el niño capaz de gritar que el rey está desnudo, aquel que nos despierta del sueño conformista y nos hace ver que algo anda mal en un mundo donde unos mueren de hambre y otros de bulimia.

 

Vivimos en una cultura donde es casi obligatorio ser “transgresor”, con la condición de transgredir sólo aquello que se recomienda y permite transgredir. Quien, como Tarkovski, se atreva a salirse de este canon, cargará con el sambenito de “apocalíptico” y será relegado a la abigarrada multitud de los charlatanes.

 

La fe no es un talismán ni un seguro de vida. Es un don que cuesta aceptar y resulta agónica en cualquier tiempo. Por cierto, es posible tener fe sin genio, o genio sin fe.

 

Pero cuando una obra, como la de Tarkovski, tiene la marca del genio, alienta la esperanza de los pobres y está respaldada por autenticidad, entonces llega a ser un testimonio profético.

 

 

  


 1. Martin (1987).

 2. Andrei Tarkovski. Sculpting in Time, pág. 181.

 3. Sculpting in Time, pág. 235.

 4. Sculpting in Time, pág. 235.

 5. Sculpting in Time, pág. 236.

 6. Edelhajt (1987).

 7. Sculpting in Time, pág. 239.

 8. Sculpting in Time, pág. 236.

 9. Sculpting in Time, Conclusión.

 10. Sculpting in Time, pág. 233.

 11. Sculpting in Time, pág. 218.

 12. Ilg-Neuger (1991).

 13. Edelhajt (1987).

 14. Argentieri (1987) En privado, Tarkovski hablaba mucho de Berdiaev (Alexander Barynin, comunicación personal)

 15. Nicolai Berdiaev, Una nueva Edad Media (1927) Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé, 1979, pág. 109.

 16. Sculpting in Time, pág. 237.

 17. Ilg-Neuger (1991).

 18. Sculpting in Time, pág. 240.

 19. ídem.

 20. Edelhajt (1987).

 21. Sculpting in Time, pág. 217.

 22. Entrevista, marzo 1986.

 23. Sculpting in Time, pág. 237.

 24. Sculpting in Time, pág. 218.

 25. Sculpting in Time, pág. 227.

 26. Cossé (1986).

 27. Ilg-Neuger (1991).

 28. Sculpting in Time, pág. 220.

 29. Lesczylowski, Michal, “L´ultimo incontro”, en Per Andrei Tarkovski. Actas del simposio del 19 de enero l987. Centro Sperimentale di cinematografia (Roma). Reproducido en “A.Tarkovski. Souvenirs” en Positif nº 324, febrero 1988 y “A year with Andrei”, en Sight and Sound, 1987.

 30. Conferencia de prensa en Le Figaro Magazine, 21 de agosto 1984.

 31. Sculpting in Time, pág. 82.

 32. Sculpting in Time, pág. 227.

 33. Sculpting in Time, pág. 164.

 34. Sculpting in Time, pág. 172.

 35. Sculpting in Time, pág. 167.

 36. Sculpting in Time, pág. 37, 41.

 37. Sculpting in Time, pág. 41.

 38. Sculpting in Time, pág. 192.

 39. Sculpting in Time, pág. 165.

 40. Sculpting in Time, pág. 168.

 41. Sculpting in Time, pág. 165.

 42. Sculpting in Time, pág. 186.

 43. Sculpting in Time, pág. 189.

 44. Sculpting in Time, pág. 165.

 45. Martin (1987).

 46. Baglivo (1984).

 47. Sculpting in Time, pág. 220.

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