Más de cuarenta años atrás el enfrentamiento entre el gobierno de Juan Perón, durante su segundo mandato, y la Iglesia católica sacudió a la Argentina con una intensidad nunca vista, contribuyendo de manera decisiva al derrocamiento de aquél en septiembre de 1955. 

El conflicto comenzó a exteriorizarse a mediados del año anterior y creció aceleradamente a partir de las acusaciones lanzadas por el Presidente contra miembros del clero de diversa jerarquía y de asociaciones católicas, involucrándolas en un supuesto plan de “infiltración clerical” en las “organizaciones populares” destinado a socavar las bases de sustentación del “Estado Justicialista”. En lo que constituyó el primer documento crítico producido por la Iglesia desde el advenimiento del peronismo al poder, el Episcopado en su Carta del 19 de noviembre de 1954 puso de relieve su “asombro y estupor” por aquellas declaraciones, que alteraban la “atmósfera tranquila” en la que la Iglesia venía desarrollando su obra espiritual, “favorecida y estimulada por V.E. con palabras y hechos tan significativos y hondos como la ley de enseñanza religiosa” (CRITERIO nº 1224, 25/11/54). 

La crisis alcanzó su punto máximo siete meses más tarde con el saqueo e incendio de la Curia metropolitana y de diez templos situados en el centro de la ciudad y barrios aledaños. 

En los días previos ocurrieron episodios de gravedad como la quema de una bandera argentina frente al Congreso y otros destrozos en la ciudad, que el gobierno atribuyó a manifestantes católicos a lo que se sumó el ataque al día siguiente a la Catedral, ocasión en la que centenares de los que se reunieron para defenderla terminaron presos. Igual suerte corrieron los monseñores De Andrea, Tato y Novoa, estos últimos expulsados del país. 

Los gestos de pacificación ensayados por Perón después del 16 de junio no lograron su objetivo, pues se dudaba de su sinceridad. Para muchos católicos, el clima se asemejaba al de las persecuciones antirreligiosas desatadas durante la Revolución Mejicana o bajo la Segunda República Española, de donde la de los “Cristeros” o de los “Cruzados” se presentaban como el ejemplo digno de imitar. 

Hasta hacía poco, sólo los opositores habían sido objeto de represión y violencia, como había ocurrido en 1953 con el incendio de sus sedes partidarias incluyendo la biblioteca de 50.000 volúmenes del Partido Socialista, y del Jockey Club señalado como reducto de la oligarquía. Semejantes desmanes, silenciados ante la opinión pública y que no merecieron ninguna condena social, no hicieron mella en la popularidad de Perón, como lo demostró el 63% de los votos que obtuvieron sus candidatos en las elecciones legislativas y para la vicepresidencia de la Nación celebradas en 1954, poco antes de encenderse la querella con la Iglesia. 

¿Cuáles fueron las razones que empujaron a Perón, reconocidamente dotado de una innegable intuición y sagacidad política, y dueño de un poder absoluto, a desatar hostilidades que terminarían sumando a la Iglesia al frente de sus tradicionales y debilitados adversarios? ¿Acaso no previó las fatales consecuencias que tendría para su régimen los pasos que daba? ¿Fue víctima de una hábil estratagema armada por la “sinarquía internacional”? ¿O se trataba de un error de apreciación de un líder cuya clarividencia ya no era la misma desde la muerte de Evita, y un entorno perverso se ocupaba de exacerbar la concupiscencia del presidente viudo? 

Una amplia gama de interrogantes y respuestas han girado en torno del tema y han sido objeto de análisis en gran cantidad de tesis universitarias, mayormente producidas en universidades europeas y norteamericanas, destacándose entre las que han sido traducidas y publicadas más recientemente aquí la de nuestra compatriota Lila M. Caimari (Perón y la Iglesia católica, comentada por C. A. Floria, CRITERIO nº 2160, 21/8/95). 

Para el autor del libro que comentamos, el enfrentamiento resultó la lógica consecuencia del intento de establecer una “Iglesia Nacional”, un propósito nunca expuesto formalmente por Perón pero al que conduciría la dinámica de los elementos en juego, más exactamente, agregaríamos nosotros, de la raíz totalitaria de la “comunidad organizada” concebida por él.  

Aunque la hipótesis no es nueva, por lo general quienes la mencionaron no profundizaron en ella, señala el autor.  

Su trabajo parte de la caracterización del peronismo como un movimiento político religioso que pretendía “imponer una nueva conciencia a través de una concepción propia diferenciada de la católica”, al menos tal como era interpretada por la jerarquía eclesiástica. Este “cristianismo de nuevo cuño” vendría a reivindicar para sí el sentido prístino y original del Evangelio, lo que constituye, según el autor, un elemento común en los reformistas religiosos, y en los políticos, cuando éstos se han identificado con aquellos, como lo demuestra la utilización de los conceptos “doctrina”, “apóstoles”, “mística”, etc., a los que recurrió el “justicialismo”, y en alguna medida también el radicalismo yrigoyenista. Al respecto es necesario aclarar que los gobiernos de Yrigoyen transcurrieron sin el menor incidente entre su administración y la Iglesia, habiéndose suscitado uno, muy respetuoso y civilizado por cierto, durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear, estando al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto el muy católico Dr. Ángel Gallardo. 

Un papel relevante en la formación de la atmósfera favorable a la creación del nuevo culto lo tuvo la exaltación mística de Evita, que superó a la de su esposo, no siendo ajeno a ello, entre otros factores determinantes, su condición de mujer, el contacto directo que mantenía con los humildes, el impacto popular provocado por la penosa enfermedad que la atacó, y su prematura muerte sobre la cual se montó desde el poder una escenografía imponente. El embalsamamiento de su cadáver para su exhibición pública en un mausoleo puede parangonarse con el tratamiento que recibió Lenin en la Rusia soviética. 

Cabe recordar al respecto, que en vida ya había sido consagrada “Jefa Espiritual de la Nación”, por ley del Congreso, que también dispuso, días antes de su muerte, que se levantara en su homenaje un monumento en la ciudad de Buenos Aires, y sus réplicas en la capital de cada provincia y territorio nacional.  

El autor ha dividido su trabajo en tres partes. La primera está dedicada a establecer las diferencias entre el concepto de “Iglesia Nacional» y otros análogos como el regalismo y el césaropapismo, en un excursus histórico que va desde el Constantinismo, hasta la Iglesia Popular en la Nicaragua del FSLN, pasando por Rivadavia y Rosas, a orillas del Río de la Plata. Después de esta introducción, a la que le habría venido bien un acortamiento en su extensión, le sucede una segunda parte dedicada de lleno a la cuestión, que titula precisamente “La Iglesia Nacional Peronista”, compuesta por cuatro capítulos en los que analiza los elementos religiosos del peronismo, el peronismo como neocristianismo, su política religiosa, y el factor religioso en el conflicto. 

La cuestión siempre polémica de la “excomunión” de Perón está bien tratada en el Apéndice, despejando las dudas sobre su existencia y alcance, como así también sobre el levantamiento de la sanción, a pedido del afectado, el 18 de enero de 1963. 

El libro, fruto de una exhaustiva investigación que insumió doce años de labor, contó en su tramo inicial con la dirección del Dr. Víctor Tau Anzoátegui y en el final con la del Dr. Pedro J. Frías. 

Decano y profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, Bosca ha declarado que no ha sido ni es “gorila” (tenía 6 años cuando cayó Perón), y es más: cuando inició su investigación veía con cierta simpatía al peronismo (Clarín, 8/6/97). Ya lo había anticipado en el capítulo introductorio de este libro al aclarar que lo suyo constituía “una reflexión sobre el poder” y de ningún modo “un alegato contra el peronismo y mucho menos contra la persona de su jefe histórico”, porque “aparte de que sólo Dios juzga las conciencias, tampoco se puede desconocer sus indudables méritos, incorporados al patrimonio histórico del país”. Aún así, teme que algunas de las expresiones vertidas pueden parecer muy duras, y quizás evitables, y por ello pide perdón anticipado a quienes puedan sentirse agraviados “por incomprensión o por cualquier otro motivo”. La susceptibilidad que aún despierta la mención de dichos y hechos ocurridos en aquella época explica la loable intención del autor de no reabrir heridas en una sociedad que desgraciadamente continuó padeciendo mucho tiempo más los estragos de la intolerancia. Por nuestra parte no encontramos al autor incurso en ninguno de los eventuales pecados de los que se disculpa.  

Más allá de las discrepancias que puedan suscitar los enfoques y conclusiones del autor, queda en claro que, de aquí en más, por la seriedad con que ha sido abordada y la variedad y profusión de las fuentes informativas que la respaldan, su obra será de ineludible consulta para los interesados en el tema.

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