Abundan hoy las biografías definitivas fruto de laboriosas investigaciones académicas y sembradas de trivialidades, y también las no autorizadas, que lucran ensañándose con las debilidades y bajezas de aquellos que los románticos llamaban Grandes Hombres. Releer una biografía clásica, por cierto no exenta de romanticismo, pero empapada de admiración por su personaje, reconforta y nos pone indulgentes ante ciertas frases enfáticas.
Henri Troyat (nacido Lev Tarassov) dejó la Rusia natal y llegó a ser Académico de Francia. Entre sus grandes evocaciones de la historia rusa, se destaca este homenaje a Dostoievski, una figura literaria cuya proyección sobre la cultura del siglo que termina ha sido imponderable.
Simular la locura, la transgresión y la excentricidad se ha convertido, desde hace un par de siglos, en un lucrativo negocio. Pero cuando uno se enfrenta con Dostoievski, se encuentra con alguien que no necesitaba sobreactuar sus conflictos, un personaje que amasó su literatura con dolorosas experiencias, un hombre capaz de tener momentos de auténtico profetismo cristiano, sin dejar de ser víctima de sus propias debilidades.
El estigma de la epilepsia, una congénita irresponsabilidad y la adicción a los juegos de azar, lo hicieron intolerable para cuantos dependían de él, en especial sus sufridas esposas y los amigos que constantemente debían acudir para salvarlo de los acreedores.
Su acercamiento superficial al mundo de la intelligentsia protorevolucionaria, que apenas lo salvó del fusilamiento pero lo llevó a pasar largos años en Siberia; sus desastrosas andanzas por todos los casinos de Europa, su nacionalismo mesiánico, todo está en sus novelas: los Karamázov, el príncipe Mischkin, el Jugador, Raskólnikov, los endemoniados, el stárets Zósima… Aun hoy sus novelas, para quien sabe vencer las inevitables barreras de estilo, suelen darnos sorpresas.
Troyat ha sabido procesar toda la erudición que respalda la factura de esta obra para escribir una suerte de novela, que ayudará al lector a comprender mejor al escritor. Para eso sirven las biografías de los artistas, no para desconstruir (o destruir) las obras, sino para mostrarnos la savia que les da vida.