Entre la pocas películas trascendentes que nos deja este verano, Pizza, birra, faso, así, con este título que es casi una declaración de principios, importa en primer término, y sin duda será también una de las más importantes películas argentinas que hayamos visto al final de todo el año. Es un excelente aporte al cine nacional y, particularmente, un duro cuadro de nuestra realidad contemporánea, con mucha tela para cortar.
Los autores son Bruno Stagnaro y Adrian Caetano, que ya habían mostrado lo suyo en sendos cortos de Historia breves (respectivamente, Guarisove, humorada sobre chicos olvidados en Malvinas, y Cuesta abajo, un relato circular dentro del género fantástico). Ahí ya se advertía la buena mano de ambos para construir el relato, el manejo de diálogos y situaciones, la concisión, la percepción risueña y aguda de lo propio, y también la capacidad profesional, es decir, una suma de méritos poco frecuentes que bien valen el elogio, y que ellos han sabido trasladar a su primer largometraje.
Asimismo se advertía una visión ácida de espacios supuestamente abiertos, pero sin salida, y, en un caso, un retrato debidamente cáustico de un grupo de jóvenes puestos en situación épica, sin ninguna épica, pero con cierto espíritu común. Esas características también aparecen en Pizza…, que es una excelente comedia dramática sobre un grupito de malvivientes menores (no de menores malvivientes, aunque sean chicos) que transitan por Buenos Aires. Muy buen oído para los diálogos, situaciones creíbles, personajes queribles (dentro de lo que cabe), y una buena historia, sirven al auspicioso debut de estos dos jóvenes directores, y de sus intérpretes, aún más jóvenes.
Quizá pueda parecer benevolente que la llamemos comedia dramática. Muchas escenas son demasiado chocantes y el final, decididamente amargo; pero la definición es la que corresponde. La obra es un registro casi naturalista de lo que cuesta ganarse el peso en Buenos Aires, hecho con muy buen ojo, cargado de nervios y de risa nerviosa, con unos muchachitos que dan el tono justo, una imagen precisa, nunca preciosista, una música totalmente adecuada (la primaria y vital música bailantera), unos textos mínimos que, sin embargo, dicen mucho más de lo que parece, una tensión que va creciendo sin aspavientos, y varias situaciones muy bien articuladas donde lo dramático y lo ridículo se enlazan de modo tremendamente, argentinamente fuerte y reconocible. Y es mediante esa condición de lo reconocible que la película atrapa, emociona y deja un sedimento moral.
En efecto, sin ningún discurso expresamente dicho. Pizza… es, en el fondo y tal vez a su propio pesar, una película moralista. Ello porque sus personajes, malandras soñadores, crueles inocentes, infelices víctimas y al mismo tiempo victimarios, a fin de cuentas resultan igual que los espectadores, con la misma mentalidad argentina, es decir, algo neurótica y antisocial, resentida y amistosa, chanta e irresponsable, fantasiosa y divertida, leal, noble y prístina, todo a la vez… El país entero se retrata en esas criaturas.
En cuanto a la anécdota (algo que hasta ahora no hemos mencionado), puede anticiparse que es clásica. Nada nuevo, nada del otro mundo, pero también, por ello mismo, nada de tentaciones artísticas exageradas. Puede rastrearse, por ejemplo, que asimilaron al Huston de Jungla de asfalto, y al Buñuel de Los olvidados, pero no los ponen como citas cinéfilas, lo que en este caso sería un pecado de sabihondez, o una desviación hacia el artificio, el cine por el cine, sino que esos textos asoman, apenas, como elementos ya incorporados a una visión social, colectiva, de los personajes y del público. Huston, Buñuel, y acaso también el Saura de Deprisa, deprisa. No son malas compañías.