Hace poco más de quince años, después de la derrota de Malvinas y cuando el descalabro de la dictadura militar permitía avizorar un renacer democrático, se vivieron en la Argentina tiempos de gran movilización social. Los partidos políticos recibían afiliaciones masivas, los jóvenes se entusiasmaban con la política y la vida cívica, pintaban las paredes por convicción y no por dinero, llenaban las plazas y las canchas en actos preelectorales. La dirigencia política ocupaba los peldaños más altos de la escala de estima ciudadana.
Pasó el tiempo. Cambió el mundo y, muy especialmente, cambió la Argentina. Sólo los dirigentes políticos permanecieron bastante iguales a sí mismos, con algunos cincuentones que siguen usufructuando una patente de jóvenes dirigentes obtenida entonces. A la vuelta de estos tres lustros, la política ya no convoca. Los jóvenes miran con escepticismo y se preocupan ante todo por su futuro individual en una lucha salvaje por sobrevivir económica y socialmente. ¿Quién puede imaginar hoy a multitudes recitando emocionadas el preámbulo de la Constitución Nacional?
No podríamos en estas líneas analizar a fondo las razones de este cambio. En realidad, confesamos no concerlas. Podemos intuir unas u otras, locales o importadas. Pero sí queremos detenernos un momento en un hecho que, si no es la causa, al menos nos animamos a sospechar que contribuye grandemente al descrédito de la dirigencia política, al desdén de los jóvenes y el desencanto de los no tan jóvenes, al peligroso hastío que provocan las noticias políticas entre nosotros.
En octubre de 1997 hubo elecciones legislativas. 1998 es un año sin elecciones: en un país sensato, es un año para gobernar y administrar bien, para discutir temas relevantes antes de tener que agotarse en una campaña electoral. Pero no. El día antes de las elecciones de 1997 empezó la campaña para las que habrán de ocurrir a fines de 1999. Incluso hay quienes actúan y empeñan sus vidas con miras a las elecciones del 2003…
El Gobierno perdió la elecciones. Negarse a reconocerlo fue un gesto entre pueril y soberbio. Pero más allá de lo que se quisiera decir para la TV, claramente tenía dos caminos abiertos: recibir el mensaje del electorado y cambiar lo que fuera menester -personas, estilos y políticas- para tener dos años finales de muy buena gestión; o ensimismarse reflotando la lógica tradicional del peronismo de leales o traidores y acentuar las impostaciones más rechazadas por la sociedad. El gobierno del presidente Menem eligió el segundo camino, el peor.
El menemismo se divide entre quienes buscan denodadamente la forma de violentar la Constitución para posibilitar a su jefe una nueva aventura electoral en 1999 (y mientras tanto colocan minas en el camino de sus eventuales oponentes internos), y quienes buscan el modo de que Menem vuelva al gobierno (evitando ser investigado mientras tanto) en el 2003. Las rencillas internas del partido gobernante son públicas y ocupan la mayor parte del tiempo de muchos funcionarios, gobernadores y legisladores. Así, la imagen que dejan los políticos es que cuando acceden a alguna cuota de poder sólo la emplean en tratar de conservarla o aumentarla peleando entre ellos, en un vale todo que aterra.
La oposición no parece estar mejor. Su victoria en las elecciones parlamentarias de 1997 permitía augurar que el Congreso sería el escenario de grandes debates. No fue así. Legisladores del Frepaso no tuvieron mejor idea que reflotar la cuestión de las leyes de amnistía de Alfonsín, abriendo una herida dolorosa de sus socios de la UCR, poniendo al borde del colapso a la Alianza, y regalando un escenario favorable al gobierno. Un proyecto de ley inútil -que, todos saben, carecerá de efectos jurídicos, que el Presidente, al mismo tiempo que pidió su tratamiento en sesiones extraordinarias anunció que lo vetaría…- fue el eje de la vida política de estas semanas. Mientras tanto, el ahora ex capitán Astiz fue sacado de su retiro y salió a decir cosas que serían patéticas si no fueran tan atroces, para terminar dado de baja por el mismo presidente que lo ascendió hasta donde pudo e indultó a sus comandantes.
Pensemos un momento en un joven de diecisiete o dieciocho años (y que por lo tanto no vivió ni el terrorismo, ni la represión salvaje, ni la guerra de Malvinas, ni el renacer democrático ni, por supuesto, cuanto ocurrió en las décadas anteriores). ¿Qué atractivo puede hallar en esa política? ¿Qué puede llegar a entender de esas discusiones interminables sobre hechos que ocurrieron antes de que naciera, que ya no tienen remedio, que poco inciden sobre su futuro? ¿Qué estímulo encontrará para participar en luchas donde otros, siempre los mismos, parecen pelear solamente por un botín?
Vale la pena detenerse en esto. Los afanes de la clase política de hoy son tan ajenos a los jóvenes, como eran a quienes hoy tienen cuarenta años los relatos de sus padres acerca del aluvión zoológico encabezado por Evita y el ex tirano prófugo, o acerca de los fusilamientos de la revolución gorila en 1956 (según de que lado estuviera la familia de uno). Relatos que no impidieron, y tal vez alentaron, violencias posteriores. Y cada generación podrá hallar ejemplos equivalentes.
La apatía ciudadana y juvenil no es culpa de los ciudadanos y de los jóvenes. La gran pregunta es quién propone qué, hoy, en la Argentina. Y no se trata de proclamar grandes utopías, sino solamente de preocuparse por el presente y por el futuro, por la mayoría de las personas y sus vidas reales, y no por los devaneos de una farándula donde muchos dirigentes políticos se sienten tan cómodos.
¿Acaso no hay temas importantes en la Argentina? No decimos que el pasado no lo sea, pero no es posible que se constituya en la principal preocupación (o en la segunda más importante, luego de los apetitos de poder personal) de la dirigencia.
A título de ejemplo:
¿Quién piensa hoy seriamente la transformación educativa?
Si la economía marcha con piloto automático -situación que el Gobierno exhibe como un logro-, la sociedad necesita saber, y sobre todo los perdedores del modelo -los desempleados sin esperanza de obtener empleo, las poblaciones marginadas del interior, los comerciantes aplastados por los hipermercados…-, hacia dónde nos lleva ese piloto.
La Justicia en la Argentina vive una crisis estremecedora…
Y así podría seguir la lista de temas importantes que están pendientes. Pero lo importante no parece importar a la dirigencia política. Las cuestiones más complejas y delicadas, si son propuestas al debate, no lo son de modo serio, sino como cascotes que se arrojan al adversario porque se calcula que así se lo puede perjudicar electoralmente.
A ocuparnos, entonces, de las cosas importantes. Cada uno de nosotros en su ámbito, y urgiendo a nuestros dirigentes políticos para que presten atención a ellas. Que los partidos vuelvan a ser el cauce normal de las iniciativas sociales. Que el Congreso sea el ámbito de discusión elevada y racional donde se tracen caminos para el futuro del país, se debatan los grandes temas, se recupere el sentido arquitectónico de la política. Que los cristianos seamos capaces de aportar constructivamente a la labor común de hacer una Argentina mejor en un mundo nuevo. Estas son las tareas para un 1998, que recién comienza.