“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Invitado por primera vez a la televisión de su país, el arzobispo de La Habana recurrió a esas palabras dictadas «no por la carne ni la sangre» a Pedro para explicar la razón fundamental del inminente viaje del Papa.

 

El 21 de enero de 1998 Juan Pablo II llegaba a la isla. Dos mil años después de aquella profesión de fe en Cesarea de Filipo, el sucesor de Pedro la renovaba en tierra cubana y cumplía el mandato recibido a orillas del lago de Galilea, después de la Resurrección: «Apacienta mis ovejas». Juan Pablo II lo expresaba así en el aeropuerto de La Habana: «Vengo en nombre del Señor para confirmarlos en la fe, animarlos en la esperanza, alentarlos en la caridad».

 

Proclamar la triple verdad

 

En enero de 1979 Juan Pablo II, en los albores de su pontificado, inauguraba la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunido en Puebla de los Ángeles. Con menos de sesenta años de edad, ágil, vigoroso y desbordante, el primer Papa no italiano en siglos atraía la atención del mundo. Retomando la carta magna de Pablo VI, Evangelii nuntiandi, puntualizaba la exigencia de anunciar la verdad sobre Jesucristo, sobre la misión de la Iglesia, sobre el hombre y su misterioso destino.

 

Ahora, ya anciano y frágil, cobró renovadas energías para llevar al pueblo de Cuba esa «buena noticia», desarrollada en cada etapa de su viaje apostólico.

 

Programa para un país: «No tengan miedo de abrir sus corazones a Cristo». E invitación a buscar en las propias raíces y tradiciones, en cada uno de los próceres, en el padre Varela, en Agramonte, Maceo y Martí, los valores que deben fundar una sociedad. «El camino es Cristo», repite una y otra vez.

 

En Santa Clara describe la situación de la familia, que sufre las dificultades y desafíos de nuestro tiempo y las propias del país y el régimen castrista: la separación de los hijos de sus padres, la sustitución del papel de éstos, la pérdida de los valores. «El camino para vencer estos males es Jesucristo».

 

En Camagüey, exhorta a los jóvenes a llevar «una vida limpia», y para ello los anima a experimentar el amor de Cristo: «Sintiéndose amados por Él podrán amar de verdad». En la Universidad de La Habana, a la que se ha llegado inesperadamente Fidel Castro, proclama: «En Cristo toda cultura se siente profundamente respetada, valorada y amada, porque toda cultura está siempre abierta en lo más auténtico de sí misma a los tesoros de la Redención». A los enfermos, muchos de ellos de lepra o de SIDA, los invita a ofrecer su sufrimiento «para que Cuba ‘vea a Dios cara a cara'». Y es junto a ellos que lanza un llamado a las autoridades por los que están presos sea «por diversos delitos o por razones de conciencia, por ideas pacíficas aunque discordantes». Cuba, por tener un alma cristiana, tiene un alma universal. Abrir las puertas a Jesucristo es abrir las puertas al mundo, es que el mundo abra sus puertas a Cuba.

 

En Cristo se ilumina el misterio del hombre y, a partir de ello, el modelo de sociedad, solidaria, participativa y con una democracia basada en la libertad y la responsabilidad que el Papa invita a construir.

 

En Santiago de Cuba, enseña que la Iglesia «es Madre y Maestra en el seguimiento de Cristo» y propone una justicia nueva, la del Reino de Dios. El mensaje de la Iglesia será siempre cuestionador de los sistemas y las ideologías ya que de «los temas sociales» hay que seguir hablando «mientras en el mundo haya una injusticia, por pequeña que sea… Está en juego el hombre». Por ello ni puede reducirse la religión a la esfera meramente individual, «ni puede el Estado hacer del ateísmo o de la religión uno de sus ordenamientos políticos». Pero tampoco puede librarse al hombre a las fuerzas ciegas del mercado, ni los países poderosos imponer a los pobres «programas económicos insostenibles». La enseñanza social que propone la Iglesia no busca poder político sino únicamente espacios de libertad para sí, y para todos la libertad de conciencia. Sus palabras son aclamadas en la Plaza de la Revolución, donde difícilmente alguien en el último medio siglo imaginó un Sagrado Corazón de Jesús ni a obispos y religiosas intercambiando el saludo de paz con el presidente Castro.

 

La Iglesia que está en Cuba ha ido ganando un lugar en la vida del país, desde el Encuentro Nacional Eclesial Cubano que presidiera el cardenal Pironio. Juan Pablo II sintetiza: «La cruz ha sido fecunda en esta tierra». Es una Iglesia que ha caminado con el pueblo en las privaciones, la falta de libertad, la imposición de un sistema totalitario. Para muchos cubanos, la situación del país los ha llevado a la frustración y a lo que describe el arzobispo primado, monseñor Meurice Estiú, como la confusión «de la patria con un partido, la nación con el proceso histórico… y la cultura con una ideología», procesos que han confinado a muchos compatriotas a exilios internos y externos. Cada uno de ellos es «el camino de la Iglesia».

 

«Somos un único pueblo», exclama el prelado, sucesor de san Antonio María Claret, y el Papa retomará la idea: saluda a los cubanos que están «en cualquier parte del mundo», a los que están en la isla o fuera de ella y los coloca bajo el manto maternal de la Virgen de la Caridad del Cobre, que los reúna «por medio de la reconciliación y la fraternidad». En el mensaje a la Conferencia Episcopal se refiere a los que «han salido de la patria pero se sienten hijos de Cuba» y les pide eviten «confrontaciones inútiles».

 

Y llega el momento de la despedida. Fidel Castro dice: «Santidad: creo que hemos dado un buen ejemplo al mundo». Era así, máxime cuando algunos periodistas norteamericanos habían dejado apresuradamente la isla para cubrir los últimos escándalos sexuales del presidente Clinton. Será difícil olvidar la mirada profunda del Papa cuando, al concluir su discurso, reflexionó sobre la lluvia que había caído esa tarde. Lluvia que deseaba fuera «un signo bueno de un nuevo Adviento en vuestra historia».

 

Balance y perspectivas

 

Aunque era previsible, sorprendió la fuerza del Papa, que cumplía un proyecto largamente acariciado, y la respuesta masiva y entusiasta de la población. Tras presidir día a día las sesiones del Sínodo de América, el viaje a Cuba era como un primer gesto celebratorio y un testimonio de la unidad de la Iglesia del «continente de la esperanza».

 

Si Juan Pablo II podía repetir con firmeza las palabras de Cristo a Pedro tras su profesión de fe: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella» (Mt 16, 13-20), su interlocutor, el presidente cubano, no podía esgrimir certezas ni siquiera aproximadas. Llegó al poder absoluto cuando el mundo estaba dividido en dos. En las puertas de los Estados Unidos, cuya bandera flamea aún en un rincón del suelo cubano, plantó el marxismo-leninismo y se convirtió en su apóstol para el continente. Un buen día, vio caer el muro de Berlín y enseguida el mismo imperio soviético, un gigante de pies de barro. Curiosamente, Fidel es ahora una supervivencia del pasado… Si hasta China emprende la marcha hacia un capitalismo sin libertad. El pulcro gobernante que acompañaba solícito al Santo Padre sabe que el poder de la muerte prevalecerá sobre su régimen. Entretanto, él también, en sus palabras de despedida, se permitía expresar el sueño de un mundo más justo.

 

Interrogado por los periodistas sobre si el viaje tendría un «efecto polaco», Juan Pablo II respondió: «Quien viva, lo verá. No soy un profeta». Ciertamente, no es de esperar que el régimen se desplome de un día para otro. Los gritos de libertad, escuchados en la Plaza de la Revolución, no alcanzan. Pero algo ha cambiado ya, y cuantos anhelan una transición pacífica hacia la libertad tienen más razones para la esperanza. En especial, habrá ayudado a los cubanos del exterior de la isla a comprender que no se trata simplemente de regresar, sino de sumarse a un esfuerzo común.

 

La Iglesia está llamada a tener un rol importante. Compararlo con el de Polonia, un modelo intransferible, podría ser temerario. Con prudencia, sabiendo esperar, confiada en la solidaridad de la Iglesia de América (en la misa del domingo concelebraron 132 obispos, 32 de ellos norteamericanos), sostenida con firmeza por la Santa Sede, la Iglesia cubana mostró la cohesión de su episcopado, la calidad de liderazgo de su joven cardenal, Jaime Luis Ortega y Alamino, y el compromiso valiente de sacerdotes, religiosos y laicos. Claro está, donde apenas se sabe ya lo que es la Navidad, su carácter festivo restaurado excepcionalmente en 1997, el programa por delante es arduo. La católica es la confesión mayoritaria, y seguramente hay buenas razones para afirmarlo tras la visita papal; pero, además de los altos porcentajes de no creyentes, hay numerosos cristianos con los que, siguiendo la invitación del Papa, deberá dialogar y trabajar en común; está la comunidad judía, que, contando con la ayuda de otras de América, como por ejemplo la argentina, quiere preservar su herencia religiosa y cultural; e inclusive los «cultos sincretistas que, aunque merecedores de respeto, no pueden ser considerados como una religión propiamente dicha sino como un conjunto de tradiciones y creencias», como expresa el mensaje del Papa a los obispos.

 

Cuba está ahora más integrada a América, tras haber atravesado la exclusión por parte de unos y la que su propia exportación revolucionaria la colocó en el pasado. No fue únicamente el régimen el cuestionado por la palabra del Papa, quien enfatizó que el embargo es éticamente inaceptable pues cae sobre los menos favorecidos. Se mostró sin complacencias con la sociedad del consumo y del hedonismo y con el capitalismo salvaje, que no admite como opciones para los países pertenecientes ayer a la órbita soviética ni para Cuba mañana.

 

¿Y nosotros? El Papa viajero en Cuba también nos ha confirmado en la fe: en él hemos renovado el amor a su ministerio de Supremo Pastor, y a través suyo nos hemos sentido hermanados con las multitudes fervorosas de Cuba. Demasiado condicionados por lo inmediato, por la política oportunista, por la utilización de lo más sagrado en maniobras de corto vuelo, los argentinos hemos visto por las cadenas internacionales de televisión al Papa y a Fidel caminando lentamente por el Palacio de la Revolución de La Habana. Era una lección impartida por hombres con visión y convicción, conscientes de la hora histórica que protagonizaban. En el caso de uno de ellos, el más débil físicamente, se encarnaba una experiencia bimilenaria en humanidad.

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