La dirección de CRITERIO me ha pedido unas reflexiones sobre el Sínodo de los Obispos de América. Respondo con gusto por medio de estas líneas, que sobre todo quieren ser testimonio de un hecho que considero de singular importancia para la Iglesia en América. No sólo porque es la primera vez que se reúnen obispos de todo el continente, sino porque el clima de comunión vivido fue excepcional. Cuando el cardenal Turcotte, arzobispo de Montreal afirmó en una reunión: “los obispos de Canadá tuvimos que venir a Roma para descubrir América” expresó claramente el sentimiento de muchos de los participantes del encuentro.

 

¿Para qué un Sínodo?

 

El Sínodo de los Obispos, instituido por el papa Pablo VI en 1965, tiene como finalidad mantener vivo el espíritu de la colegialidad episcopal experimentado durante el concilio ecuménico Vaticano II y, al mismo tiempo, facilitar la aplicación de las enseñanzas conciliares. Con tales objetivos, se realizaron desde la institución de este organismo varias asambleas sinodales, algunas de carácter universal (ordinarias y extraordinarias) y otras de carácter regional (especiales). Cada una de ellas se desarrolla con relación a un tema previamente fijado, que expresa las inquietudes y preocupaciones pastorales que el Santo Padre desea tratar junto con miembros del colegio episcopal. En el caso de la asamblea especial para América el tema fue altamente significativo de la realidad eclesial y humana que la Iglesia en nuestro continente está llamada a enfrentar: Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la comunión, la conversión y la solidaridad en América.

 

Todos sabemos que el papa Juan Pablo II desde el principio de su pontificado habló del Jubileo del tercer milenio como un hito fundamental en la vida de los cristianos. Por eso creyó conveniente reunir, antes del año 2000, a obispos de los cinco continentes en asambleas sinodales: que la Iglesia católica se prepare a entrar al tercer milenio no sólo celebrando, sino respondiendo desde su acción pastoral a los desafíos de los tiempos.

El objetivo del Sínodo había sido claramente fijado por el Papa:

 

Promover una nueva evangelización en todo el continente como expresión de comunión episcopal.

 

Incrementar la solidaridad entre las diversas Iglesias particulares en los distintos campos de la acción pastoral.

 

Iluminar los problemas de la justicia y las relaciones económicas internacionales entre las naciones de América, considerando las enormes desigualdades entre el norte, el centro y el sur.

 

Como bien se sabe, el Sínodo es una asamblea de obispos que se reúnen para asesorar o ayudar al Santo Padre en su misión de pastor universal.

 

Por eso el Sínodo debía elaborar recomendaciones. Luego el Papa escribirá un documento dirigido principalmente a las Iglesias locales en el continente. Se espera que en el curso de este año tendremos esas orientaciones para América. Y es deseo del Santo Padre proclamar ese documento en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en Méjico.

 

Metodología del Sínodo

 

Como dijimos, hace ya tiempo (desde el final del Concilio) que se vienen realizando asambleas sinodales, a través de las cuales la Iglesia ha acumulado una gran experiencia de comunión eclesial. Fruto de ello es la metodología sinodal, en la cual se alternan análisis y síntesis, momentos de intervenciones personales y sesiones de trabajo en grupos. Todo ello se desarrolla en el clima general de diálogo, que exige, ante todo, saber escuchar, para luego poder llegar a través de una comunicación sincera a conclusiones que puedan ser aplicadas a la realidad, sin el peligro de que sean imposiciones teóricas abstractas.

 

Por eso, lo primero que impresiona en un Sínodo es que se destinan casi dos semanas a escuchar a cada uno de los participantes. Con toda franqueza yo pensé que ésta iba a ser una experiencia tediosa.

 

Mi primera sorpresa fue comprobar que las 250 exposiciones de ocho minutos cada una, constituyeron un mosaico apasionante de la vida de América y del trabajo de la Iglesia en el continente.

 

Cada participante tenía total libertad para usar esos ocho minutos como mejor le pareciera. Por eso es que en el aula se trataron todos los temas que son de interés de la Iglesia, desde los más religiosos a los más sociales, desde planteos sobre teoría teológica hasta el uso de la tecnología moderna al servicio de la evangelización.

 

Pero, por sobre la dimensión temática, pudimos apreciar el celo de los pastores y la preocupación de los auditores (sacerdotes, religiosos/as, laicos) por construir desde el Espíritu una Iglesia más viva y eficaz en la transmisión del mensaje evangélico. Se podía constatar que no se trataba de una asamblea de técnicos o de burócratas, sino de hombres de Dios que quieren dejarse convertir por el Señor.

 

En el diálogo desarrollado durante el Sínodo todos tuvieron la oportunidad de ser escuchados y de contribuir con sus propias consideraciones al enriquecimiento de la temática sinodal, tanto en las sesiones plenarias como en los pequeños grupos. También hablaron los delegados fraternos (representantes otras confesiones cristianas), cuyas palabras dieron un matiz ecuménico. Todas estas reflexiones constituyeron la base para la elaboración de las proposiciones, que finalmente fueron sometidas al Santo Padre como fruto del trabajo de la Asamblea.

 

Merece un apartado especial la presencia del Papa. Asistió a todas las reuniones plenarias. Se lo veía llegar con su bastón, rengueando y con mucho sacrificio personal… tan sólo para escuchar. Claro está que si la misión del Sínodo es aconsejar al Papa, lo normal es que él escuche y no hable, pero también es justo valorar en toda su dimensión el ejemplo de quien teniendo dificultades físicas en cuanto a su movimiento, podría haberse eximido (alguna vez al menos) de estar presente, y no lo hizo. No sólo eso, cada día invitaba a almorzar a un grupo de obispos y a cenar a los auditores y expertos. Y en la media hora de descanso de la mañana, mientras nosotros tomábamos café, él a veces aprovechaba el tiempo para dar allí mismo alguna audiencia.

 

Los personajes del Sínodo

 

La palabra PERSONAJE la pongo con mayúscula porque el más importante fue sin duda el mismo Dios. Es verdad que tratándose de una asamblea eclesial no podría ser de otra manera. Pero si yo tuviera que decir en una respuesta “a boca de jarro” qué fue lo que más me impresionó del Sínodo, contestaría: fue una reunión profundamente religiosa.

 

Y al decir esto no me refiero sólo a que rezábamos todos los días sino a que los obispos hemos constatado “un despertar religioso de América”: Dios está vivo y presente en el continente. La sed de valores espirituales es hoy una realidad muy fuerte. Y apareció entonces lo que podríamos llamar el primer gran desafío para la Iglesia católica. ¿Va a ser ella la referente espiritual de América en el tercer milenio? Porque una cosa es decir que seremos el continente con mayor número de católicos y otra, plantearse si la Iglesia católica no va a ser desplazada por la multitud de nuevos movimientos religiosos que pueblan América.

 

Además es diversa, en número y en estilo de vida, la situación de la Iglesia en el norte, en el centro y el sur. En América latina los católicos son mayoría en números absolutos. En el norte, especialmente en EE.UU., los católicos van en camino de ser la primera mayoría relativa.

 

Si bien es verdad que un Sínodo no se hace para evaluar nuestra vida en cifras, las estadísticas ayudan a conocer la realidad. Por eso esta cuestión fue clara desde un principio. Frente a cierto relativismo religioso, la Iglesia necesita una identidad que le permita ser “ella misma” y, desde su ser, abrirse al diálogo a las otras religiones, culturas y sociedades. Esto es también un gran desafío religioso para la Iglesia ¿cómo construir su identidad sin caer en integrismos? ¿Cómo ser la Iglesia de Jesucristo sin cerrarse sobre sí misma, abriéndose al diálogo?

 

Pero hay algo más dentro de esta temática. ¿De qué Dios estamos hablando? Claro está, del único en el que creemos: la Trinidad, único Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero creo poder decir que el proceso espiritual del Sínodo siguió el camino de la Encarnación. Es por el Hijo, en el Espíritu, que hemos conocido al Padre. Y esto vale la pena consignarlo, porque si bien en el desarrollo del Sínodo apareció con claridad el fundamento teológico trinitario, yo creo que una escucha y una lectura atenta de las intervenciones mostraban la necesidad de consolidar a un Cristo vivo en cada una de las realidades de América. En ese mosaico al que hice alusión se lo podía ver a Jesús caminando por América como lo hizo en Palestina: acompañando a los excluidos y enfermos, enseñando a las multitudes, tomando distancia y “ubicando” a los poderosos, hablando con los pobres y ricos, eligiendo y confirmando a los suyos para enviarlos a evangelizar.

 

El segundo PERSONAJE importante del Sínodo. fue la Iglesia preocupada por los pobres. Fuimos muchos los participantes de esta Asamblea que coincidimos en apreciar que acercándonos a los veinticinco años del Concilio, aquella afirmación de Juan XXIII de que “la Iglesia de Jesucristo es la Iglesia de los pobres”, se ha convertido en una realidad en América.

 

Mansamente, desprovista de ideologías y polémicas desgastantes sobre el tema, fue un verdadero gozo constatar que en América la Iglesia está evangélicamente preocupada por los pobres.

 

También sobre esta cuestión alguien podría haber dicho: si no es la Iglesia la que se preocupa por los pobres, ¿quién lo va a hacer? Esto es verdad, pero también es verdad que el tema no estaba tan plenamente ni tan pacíficamente aceptado unos años atrás.

 

Sentimos una gran alegría al constatar la presencia de una Iglesia que se preocupa por todos pero especialmente por los pobres, que quiere dialogar con las culturas y las autoridades de los pueblos pero no para erigirse en factor de poder sino para servir mejor a sus hijos predilectos: los excluidos del continente. Así en las intervenciones iban desfilando los problemas de los más débiles: los que no tienen fe (y sobre todo les falta esperanza), enfermos, aborígenes despojados de sus hábitats, víctimas de la droga, niños de la calle, jóvenes sin porvenir… la lista sería innumerable. ¡Qué gozo es poder apreciar que en América se consolide una Iglesia de Jesucristo en esta dirección!

 

En esta línea no puedo dejar de marcar algo que me llamó mucho la atención, quizás porque no se la hemos prestado hasta el momento: el fenómeno de las migraciones. Es uno de los más grandes desafíos a enfrentar en la América del 2000. Además de lo que significa vivir en tierra extranjera, pude tomar mayor conciencia de los problemas familiares y culturales que arrastra esta problemática. Un solo ejemplo: los obispos bolivianos nos decían que en estos últimos años buscando otros horizontes se fueron del país dos millones de habitantes.

 

Evangelización de la cultura

 

¿Cuál es el hecho cultural más destacado, y por tanto más desafiante, para la Iglesia del tercer milenio?

 

Es difícil responder a esta pregunta con una sola respuesta. El Sínodo recorrió varios caminos que manifiestan la problemática actual: el secularismo, el relativismo, el materialismo.

 

Podríamos decir que todos estos temas ya fueron abordados por la Iglesia en muchos documentos. Sin embargo, en estos últimos años, en gran parte debido al progreso en la tecnología de las comunicaciones, lo verdaderamente novedoso es el proceso de la globalización. En un primer momento comenzaron a ocuparse de este tema los economistas, ellos ya habían descubierto desde hace mucho que la buena información es fundamental para el éxito de las inversiones económicas.

 

Al difundirse como un concepto económico y al servicio de la inversión monetaria, la globalización en un principio fue mirada con gran desconfianza por la Iglesia. Globalización y absolutización de las leyes del mercado eran sinónimos de capitalismo salvaje.

 

Pero, a poco de andar, la Iglesia, que como tal se honra de ser católica, es decir universal, fue tomando conciencia de que el fenómeno de la globalización supera lo económico y se convierte en un “hecho cultural”. Al decir esto estamos entendiendo que la cultura signada por la globalización va convirtiendo al mundo en una gran aldea, la así llamada “aldea global”.

 

Por eso creo que lo novedoso de este Sínodo de América es que se trata del primer encuentro eclesial de envergadura que enfrenta esta problemática.

 

¿Y cuál fue el camino seguido por el Sínodo? Apelar al discernimiento. Esto quiere decir a la disección espiritual de este fenómeno. Ver en él las zonas negras, las blancas y las grises.

 

Por ejemplo: si la globalización desde el punto de vista económico significará para algunos países un crecimiento vertiginoso de la desocupación, entramos en zonas negras; pero si globalización supondrá una América más comunicada, y en este sentido mejor predispuesta para la solidaridad, entramos en zonas blancas. Y creo que el Sínodo trabajó este fenómeno, con discernimiento y predisponiendo a la Iglesia del continente a avanzar en este camino.

 

Así fue como la reflexión de la Iglesia llega a concluir la necesidad de globalizar la solidaridad. Frente a problemas que exceden a las organizaciones de los Estados nacionales (como lo son el narcotráfico, las mafias, el comercio internacional de vidas), la Iglesia en América llamó la atención de las dirigencias de los países para que piensen en organizaciones continentales al servicio de la justicia y de la solidaridad. En este sentido el Sínodo alentó al Santo Padre en sus preocupaciones por fundar un nuevo orden internacional.

 

Dentro de esta problemática se inscribió la cuestión de la deuda externa. Creo que fue una temática abordada con inteligencia. Nadie dudó de la gravedad del problema y de la situación de países que sufren miseria, entre otras causas, debido en gran parte a la deuda. Por eso la invitación del Papa de pedir una condonación total o parcial (Tertio millennio adveniente, 51) de ella fue el punto de partida indiscutido de todo el tratamiento. Pero a la vez, la madurez del Sínodo se manifestó al no abordar esta temática tan compleja desde una simplificación clerical, sino instando a un exhaustivo estudio y reconsideración del tema por parte de pastores y especialistas (financistas, economistas, políticos) que podrán ayudar a que se cumpla el deseo del Santo Padre.

 

Eclesiología de comunión

 

Frente a un mundo que se unifica es normal que la Iglesia en el continente haya apelado a una categoría teológica que la pueda autodefinir en consonancia con los desafíos de los tiempos.

 

Me explico. La Iglesia de Jesucristo es una y siempre la misma. Pero esta Iglesia, en el Concilio Vaticano II se describió de distintas maneras: como cuerpo místico de Cristo, como pueblo de Dios, como sacramento de unidad.

 

A partir del mismo Vaticano II fue tomando más fuerza la eclesiología de comunión, como una categoría que engloba la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma, en este tiempo.

 

Este concepto manifiesta que la Iglesia es ante todo comunión de Dios con los hombres, que en su etapa terrena refleja esa unidad con el Creador en la comunión de todos los miembros. En esta eclesiología los estados (obispos, presbíteros, religiosos, laicos) se entienden como mutuos servicios de unos hacia los otros, para posibilitar que toda la Iglesia se presente al mundo como servidora.

 

Creo que a lo largo del Sínodo fue esta la categoría que recorrió no sólo los textos escritos sino, fundamentalmente, la vida cotidiana de la asamblea. El primer signo de este servicio fue el del Papa quien, tal como dijimos, con su presencia y aliento se mostró “como servidor de los servidores de Dios”.

 

Hacia una síntesis pastoral

 

Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia (sin lugar a dudas inspirada y guiada por el Espíritu) emprendió un arduo camino de renovación. Fue el Espíritu el que condujo la mente y el corazón de quienes protagonizaron un cambio fundamental que le permite, no sin dificultades, dialogar con la cultura actual.

 

Desde el Concilio hasta este momento en la Iglesia se redefinieron oficios y estructuras. En estos años, la comunidad eclesial ha intentado plasmar una nueva síntesis doctrinal y estructural. Una de las expresiones más interesantes de esta renovación conciliar es, precisamente, el Sínodo de los Obispos, cuya misión es ser un órgano de consulta y colaboración al servicio del Santo Padre en el gobierno de la Iglesia universal. La finalidad del Sínodo es, por lo tanto, fundamentalmente pastoral. Así comenzamos a intuirlo los obispos desde el principio de nuestros encuentros. El Sínodo no se encaminaba hacia el debate teológico, no aparecían corrientes ideológicas opuestas. Lo que se manifestaba con extraordinaria fuerza era la inquietud, en muchos casos transformada en sana angustia, de pastores preocupados por plasmar en la vida y cultura de América la síntesis teológico-doctrinal ya elaborada por la Iglesia en los últimos años. Por eso las cuestiones que aparecieron con fuerza fueron los desafíos pastorales. ¿Cómo encarar la exclusión social? ¿cómo evangelizar las diversas culturas, desde las etnias hasta la cultura de las grandes ciudades? ¿cómo ocuparnos más evangélicamente de los numerosos migrantes? ¿cómo redefinir la pastoral familiar frente a la disolución de muchas familias? Y sobre todo, ¿cómo estar presentes en las diversas formas de pobreza que por doquier interpelan a quienes intentamos vivir el Evangelio de Jesús?

 

Algunos obispos comentaban que este Sínodo lo que ha hecho es clarificar más la problemática de América. Los desafíos que están reclamando conversión, comunión y solidaridad.

 

Hace mucho tiempo le oí al padre Moledo una frase genial. Estaba hablando a los jóvenes y les decía: “La Iglesia tiene la respuesta a las necesidades de ustedes: Jesucristo y su mensaje. Pero, ¿tiene todas las preguntas de ustedes?”

 

A mí me parece que este Sínodo ha significado para los obispos y el Papa un intento serio de tener más claras las preguntas del continente. Por eso la Iglesia en América tendrá que consolidar ahora su síntesis pastoral.

 

Una síntesis pastoral necesita un respaldo teológico-doctrinal, pero no puede quedarse en esto. Se logra por medio de gestos, signos y acciones. Podríamos decir que a la Iglesia en América le ha llegado claramente la hora de una misión más intensa.

 

Gestos quiere decir actitudes, estilo de vida evangélico, plasmación más fuerte del Evangelio en la vida de todos los miembros de la Iglesia.

 

Signos son señales, caminos vivos que denotan una gran coherencia de vida.

 

Acciones son grandes emprendimientos: misiones, uso audaz de la tecnología moderna al servicio del Evangelio.

 

En fin, estoy hablando de la hora de la acción, de la misión.

 

Conclusión

 

Al concluir quisiera señalar tres cosas.

 

1. Destaco el clima de comunión que le dio al Sínodo una tónica realmente evangélica. Norte, centro y sur de América, estuvieron servicialmente presentes, intentando descubrir los caminos del Espíritu para vivir en conversión, comunión y solidaridad.

 

No fue el Sínodo de las quejas del sur con respecto al norte (esto hubiera podido darse), ni de los maestros del norte enseñando a los discípulos del sur. Fue el Sínodo de la búsqueda común, de la generación de una autoconciencia de la necesaria servicialidad que debemos brindarnos unos a otros. El cardenal Mahony de Los Ángeles expresó estos conceptos en una frase sintética: “Ha surgido un nuevo sentido de colegialidad y colaboración”.

 

2. Algunos dijeron que los problemas de la Iglesia del norte no aparecieron. Todos sabemos que hay teólogos en EE.UU. que cuestionan a los obispos y al Papa, que por ejemplo hay corrientes teológicas ultrafeministas y que hay fuertes cuestionamientos al celibato sacerdotal. Es verdad, estos problemas no aparecieron. Hay dos explicaciones posibles: la primera decir que esos no son los problemas de los obispos sino de ciertos grupos eclesiales; la segunda pensar que los obispos de EE.UU. no quisieron trasladarnos sus propios problemas. Seguramente habrá quienes encontrarán otras razones.

 

3. Me pareció admirable la fraternidad y el ambiente de trabajo de los obispos argentinos. Vivimos, nosotros también, un clima de especial comunión. Habíamos preparado nuestra presencia con diversos trabajos personales previos y con una reunión de dos días con la participación de expertos. En Roma, además nos ayudaron monseñor Gerardo Farrell y el padre Lucio Gera que asesoraron al grupo.

 

Y una palabra final de gratitud para los periodistas argentinos que viajaron especialmente y estuvieron en Roma para cubrir el Sínodo. Algunos, como José Ignacio López, permanecieron allí todo el tiempo. Creo que también en este caso se generó un especial clima de diálogo entre obispos y comunicadores.

 

Sólo me resta dar gracias a Dios y pedir a Nuestra Señora de Guadalupe que nos ayude a plasmar las enseñanzas del Sínodo y sobre todo las orientaciones que oportunamente nos impartirá el Santo Padre, recogiendo las recomendaciones de los obispos.

1 Readers Commented

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  1. SARA on 24 agosto, 2009

    QUIERO QUE SE HAGA PORQUE ES IMPORTANTE EL SINODO DE AMERICA

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