De los incontables testimonios que podrían darse sobre la espiritualidad y virtudes del cardenal Eduardo Francisco Pironio, me toca dar una breve versión.

 

Muchas personas lo conocieron. Todas coincidirían en recordar su imagen como la de un hombre de Dios. El cardenal Pironio fue la serena manifestación de la acción misteriosa de Dios en un hombre. Siempre dispuesto a cumplir la voluntad de Dios. Ese fue el centro de su espiritualidad sencilla y, a la vez, profunda y ejemplar.

 

Hay tres aspectos que querría subrayar: el de su fidelidad, el de su amistad, el de su plenitud.

 

La fidelidad fue su respuesta a un don de Dios. El Cardenal fue ante todo un cristiano fiel al Señor, a su Iglesia, a los obispos que fueron sus pastores, a los papas bajo cuyas órdenes sirvió en el Vaticano. Fue el sacerdote fiel a las ovejas que pastoreó en las diócesis que tuvo a su cargo; a los religiosos y a los laicos de todo el mundo, de quienes se ocupó en sendos dicasterios de la Curia Romana; al CELAM y a toda América latina. Su fidelidad se inspiró en la fidelidad de la Virgen María, cuya devoción fue clave en su prédica y en su ánimo. Fidelidad que fue su manera especial de vivir la verdad de Dios y la verdad del hombre. Por ser fiel aceptó muchas cruces y se entregó lúcidamente, sin ostentación alguna y con gran generosidad.

 

Qué gran amigo fue el cardenal Pironio de sus amigos. Amigo en las buenas y en las malas. Siempre dispuesto a escuchar primero. Pero también dispuesto a confiar. Amigo de los grandes y de los pequeños. Cómo no recordar aquí su entrañable amistad con Pablo VI.

 

Una vida en plenitud hasta el último suspiro. Todos los talentos que recibió los hizo fructificar. En estos últimos meses, ya considerablemente limitado en sus posibilidades de desplazarse por sus propios medios, no dejó de celebrar la Eucaristía ni de participar del Sínodo de América, no dejó de confirmar, no dejó de dar el testimonio de su fe esperanzada. “Ya estoy caminando hacia la luz”, nos decía desde un dolor que aceptaba en paz.

 

El misterio de la comunión de los santos se nos hace más perceptible gracias a la vida entre nosotros del cardenal Pironio. Un regalo del Señor a la historia de los hombres que peregrinan, a su Iglesia, a la Argentina siempre presente en su corazón y sus preocupaciones.

 

Es difícil no llorarlo con lágrimas de esperanza y alegría.

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