¿Es posible la alegría?
La primera pregunta que nos planteamos es ésta: ¿por qué el Papa nos habla de la alegría? ¿Es que es posible, en medio de frecuentes contradicciones y dificultades, experiencia de finitud y de muerte, de miseria y de fracaso, de desilusión y de sufrimiento, hablar de alegría, esperar la alegría, cantar la alegría? Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto, nos dice el Papa.
Es ahora cuando más necesidad tenemos de experimentar que Dios es amor, que su esencia es la fidelidad a la Promesa y que la infalible certeza de su presencia transforma nuestra oscuridad en luz, nuestra debilidad en fortaleza, nuestra tentación de desaliento y de tristeza en seguridad de gozo y de esperanza.
El mensaje del cristiano hoy -en este mundo quebrado y pesimista- es la alegría que nace de la cruz. Salve, oh cruz, nuestra única esperanza (Himno de Vísperas en Pasión).
Si los cristianos tienen hoy una responsabilidad -los que de veras por seguir a Jesús, han renunciado a sí mismos y han asumido con generosidad su cruz cotidiana- es la de ser mensajeros de alegría y de esperanza, la de ser, por fidelidad al Evangelio, los auténticos artífices de la paz. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9).
Un canto verdadero a la alegría hoy supone realismo evangélico, comprender que el misterio de iniquidad está obrando en el mundo y que ésta es también la hora del poder de las tinieblas. Supone, por lo mismo, experimentar el dolor de los hombres, la angustia de los pueblos y la soledad de las almas. Pero también supone descubrir que Cristo está presente y que el Padre obra por la actividad incesantemente transformadora de su Espíritu.
La posibilidad de la alegría supone una visión cristiana del dolor y una aceptación positiva de la fecundidad de la cruz. No es simplemente la resignación pasiva ante el sufrimiento. Es la seguridad divina de que nuestra tristeza se convertirá en alegría (Jn 16, 20).
En definitiva, la fuente honda de la alegría cristiana es la cruz. Por eso es preciso penetrar en su misterio. San Pablo nos dice: ahora me alegro de poder sufrir por ustedes y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). Al terminar su carta a los Gálatas, Pablo escribe: Yo sólo me gloriaré en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo (Gál 6, 14).
¿Por qué es posible la alegría? Porque es posible el amor. Los cristianos no podemos renunciar nunca a una experiencia y a un compromiso: la experiencia de que Dios es Padre y nos ama (Dios es amor) y el compromiso de que debemos amarnos como Él nos amó.
Lamentablemente la experiencia inmediata y cotidiana que vivimos es ésta: la indiferencia, la desconfianza, la marginación, la violencia, la muerte. Pero, desde la fe y en perspectiva luminosa de esperanza, es preciso gritar que Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16).
Una afirmación de la infalible posibilidad de la alegría supone creer en la inquebrantable firmeza del amor del Padre que nos ha reconciliado consigo por la sangre de su Hijo (Col 1, 20).
En una palabra: responder a esta pregunta ¿es posible la alegría?, es responder, desde la historia de la salvación, a lo siguiente:
– ¿es posible todavía el amor?
– ¿es posible la fecundidad de la cruz?
– ¿es posible que la salvación -fuente de alegría para todo el mundo- nazca precisamente de la cruz como fruto inmediato del amor?
Allí está la experiencia de la alegría honda, intraducible y transformadora, que necesitan hoy los hombres: la alegría verdadera es fruto del amor, se engendra en la cruz y se expresa en serenidad, gozo y esperanza.
Más que nunca es necesario hoy gritar a los hombres la Buena Nueva de la salvación: Les anuncio una gran alegría para ustedes y para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor (Lc 1, 10).
¿Qué es la alegría?
El perfecto descanso en un bien inmensamente deseado y ahora plenamente poseído. Desde el punto de vista cristiano ese bien tiene un nombre: es Dios hecho presente en Jesucristo e interiormente saboreado en el Espíritu. Por eso las etapas de la alegría cristiana son las mismas que la revelación de Dios al hombre en la historia de la salvación: la creación, la redención, la comunicación del Espíritu.
Cuanto más claramente conocido y más plenamente poseído es Dios, tanto más honda e intraductible es la alegría. Es, por eso, la alegría de los niños y los pobres: Te glorifico, Padre, porque esto lo has ocultado a los sabios y prudentes, y lo has revelado a los pequeños (Lc 10, 21).
Santo Tomás define así la alegría como acto interno de la caridad: el más perfecto reposo del alma es la posesión del bien más perfecto (perfecta quies in optimo).
La alegría supone, de algún modo, la presencia del bien amado. Así salta de alegría san Juan en el seno de su madre Isabel cuando la visita María (Lc 1, 45).
Así se llenan de alegría en el cenáculo los discípulos cuando se les hace presente el Cristo resucitado (Jn 20, 20). Para las mujeres que van al sepulcro de madrugada la manifestación de Jesús es una extraña mezcla de alegría y temor (Mt 28, 8). Cuando Jesús se va al Padre los discípulos se entristecen; pero el Señor les advierte: si me amaran de veras, se alegrarían: porque me voy al Padre (Jn 14, 18). Volver al Padre, para Cristo, no es separarse de los suyos y dejarlos huérfanos: Me voy y volveré a ustedes. Es la misteriosa presencia de Jesús glorificado, por el Espíritu que habita en nosotros (Rom 8, 11). Por eso la tristeza se convertirá en gozo.
Los hombres gustamos así -saboreamos en lo hondo- la presencia de Dios en el alma: vendremos a él y habitaremos dentro de él (Jn 15, 23).
¡Descansar en Dios! Esto supone descubrirlo muy cerca y muy adentro por la fe, gustarlo por la caridad. Somos felices en la medida de nuestra comunión con Él. En la medida, también, en que lo intuimos y saboreamos su presencia en la belleza de las cosas o en la sinceridad de los amigos. Allí también se nos revela Dios y se nos comunica.
Pero hace falta, mientras peregrinamos en el Señor intensificar la fe, la esperanza, la caridad. Un alma de fe -que todo lo descubre en la luminosidad de un Dios que es Padre y confía plenamente en Él- es inmensamente feliz. No importa el sufrimiento. Al contrario: la cruz se convierte, aun entre lágrimas, en fuente de felicidad (¿no es acaso esa felicidad de las bienaventuranzas evangélicas?). El sufrimiento se da en el tiempo porque sólo presentimos a Dios; no lo vemos. Cuando lo veamos tal como Él es (1Jn 3, 2) seremos semejantes a Él: también en la plenitud de la felicidad. En la medida de nuestra capacidad finita seremos consumadamente felices. Nuestra alegría será superplena, tan grande que no entrará en nosotros. Seremos nosotros los que, conducidos por el Espíritu, entraremos en la alegría del Señor (Mt 25, 23).
Pero si la alegría es reposo en un Dios poseído por la fe y la caridad -ardientemente deseado y buscado en la esperanza-, tenemos que señalar caminos y marcar las fuentes de la felicidad. Aquí en el tiempo -¡valle de lágrimas!- será siempre una alegría imperfecta y limitada.
Pero hay fuentes de felicidad mientras vivimos. Yo quiero señalar las siguientes: la experiencia de Dios -sabiduría de su presencia- por la contemplación, la cruz, la caridad fraterna. Son modos de entrar en comunión profunda con Dios, de descubrirlo como Padre, de gozar de su presencia.
La oración, si es verdadera, deja una paz muy honda en nuestros corazones. Es la alegría de recibir la Palabra de Dios y realizarla (Lc 11, 28). Nos equilibra y serena. Nos hace fuertes y luminosos. Nos hace Cristo.
La cruz se nos revela como el gran don del Padre, como la gran condición de una inhabitación más honda de la Trinidad Santísima en nosotros, como el signo y principio de la verdadera fecundidad. Apenas empezamos a ser útiles cuando sufrimos. El sello de la cruz es la manifestación del amor. Por eso es la misteriosa explosión de una alegría profunda, contagiosa, inalterable.
¿Cuáles son las fuentes de la alegría?
Constantemente el Papa se refiere a tres temas con los que intrínsecamente va unida la alegría cristiana: el amor, el don del Espíritu Santo, la salvación.
La alegría supone una experiencia profunda del inalterable amor del Padre, de su fidelidad, de su misericordia. Es la fuente de la alegría en Cristo: el Padre me ama. Cristo tiene conciencia del amor del Padre; eso le comunica serenidad y fuerza aun en los momentos intraduciblemente duros de Getsemaní. Allí Cristo siente angustia, temor y tristeza. Pero en la profundidad interior hay un gozo inalterable: sabe que, en definitiva, todo ocurre por amor. Y que su entrega a la cruz es también por fidelidad al amor. Para que conozca el mundo que yo amo al Padre. En esa honda conciencia -del amor del Padre y de la fidelidad en la respuesta amorosa del Hijo- reside el secreto de la alegría austera de Cristo. De esa profundidad interior nace la mirada simple con que Jesús contempla y goza las alegrías naturales y familiares. Sabe gozar del mar y la montaña, de los lirios del campo y las espigas maduras, de los pájaros del cielo y de los peces del lago. Sabe experimentar la alegría de los niños, la generosidad de los jóvenes, la intimidad familiar de los amigos. Cristo -porque se siente amado por el Padre y exclusivamente abierto para hacer su voluntad adorable- tiene una capacidad única para saborear las alegrías cotidianas y sencillas.
Lo mismo pasa con María. El ángel de la Anunciación la saluda invitándola a la alegría: alégrate, la llena de gracia, es decir, la amada por Dios, la favorecida, la privilegiada.
Quizás la angustia contemporánea, fuente de continuas neurosis y desequilibrios psíquicos, provenga en definitiva de esto: de haber perdido los hombres -lamentablemente también nosotros los cristianos- la conciencia de que Dios es Amor. Por eso, el grito más fuerte del testigo hoy debiera ser éste: Dios es Padre y nos ama. Esto hay que descubrirlo, vivirlo y proclamarlo, aun en medio de la tribulación y el sufrimiento. Más aún: es entonces cuando el testimonio es más claro, más fuerte, más válido.
Por eso hay que redefinir al cristiano como el hombre que, por haber experimentado adentro que Dios es Amor, sabe descubrir cotidianamente la alegría de las cosas y anunciar a sus hermanos la Buena Noticia de la presencia de Jesús y la llegada de su Reino.
En definitiva, un cristiano es aquel que ha conocido y cree en el amor que Dios nos tiene (1 Jn 4). Por eso es inconmoviblemente alegre: con una alegría muy honda e imperdible, muy serena y contagiosa, muy nacida en el silencio y la cruz.
Por eso la alegría, enseña santo Tomás, es acto interno de la caridad: nos alegramos por el bien inmutable de Dios y la seguridad de su presencia, nos alegramos porque Él nos ama entrañablemente -a pesar de nuestra pequeñez y nuestro pecado- y nos lleva por su Espíritu a la posesión definitiva de un Dios claramente visto y amado. Habrá más alegría en el cielo… (Lc 15, 7).
La alegría es, por eso, fruto del Espíritu Santo (Gál 5, 22), que es el Espíritu del amor.
Es el Espíritu que asegura la inefable presencia de Dios en nuestras almas, como en un templo (1 Cor 3, 16). El Espíritu habita en nosotros (Rom 8, 9-11), derrama en nuestros corazones el amor de Dios (Rom 5, 5) y nos hace comprender que el Reino de Dios no es cuestión de comida o de bebida, sino de justicia, de paz y de alegría en el Espíritu Santo (Rom 14, 17).
El Cristo de la Pascua vive y obra en la historia -hasta la consumación de los tiempos (Mt 28, 20)- por la actividad incesantemente recreadora del Espíritu Santo. Es el modo ahora de no sentir la ausencia o la soledad, sino de gustar adentro la presencia misteriosa y desbordante de un Dios que nos envuelve en la alegría de su amor y nos hace participar del gozo pleno de la visión que nos espera en la posesión consumada.
La alegría es don del Espíritu Santo que nos hace pobres y sencillos, serenos y contemplativos, serviciales y misioneros. En una palabra, es el Espíritu de la santidad -que es la única alegría inalterable y verdadera- que engendra en nosotros el amor hecho oración y testimonio, presencia y apertura, donación y martirio.
Por eso la alegría cristiana -participación de la alegría divina- es don del Espíritu Santo y hay que pedirla insistentemente como fruto del Año Santo.
Hay particularmente tres cosas, muy unidas entre sí y profundamente conectadas con la efusión del Espíritu Santo en la historia y su actividad interior en las almas, que abren el camino a la alegría:
a) Es el Espíritu de la Verdad: es decir, del silencio, la oración y la contemplación. Eso nos equilibra inalterablemente en Dios al introducirnos en serena y honda comunión con el Señor, al mismo tiempo que nos hace trascender la inestabilidad y los límites de los bienes del tiempo. Nos coloca plenamente en Dios, como un gozo anticipado de la eternidad. También nos da, desde la fe, esa visión completa del hombre y su historia, del mundo y sus cosas, de Dios y su comunicación.
b) Es el Espíritu de la Fortaleza, que nos hace superar el desaliento y la desesperanza, la sensación de impotencia y frustración, el cansancio, la depresión y la tristeza. Es el Espíritu que interiormente nos está gritando lo de Jesús: En el mundo tendréis mucho que sufrir; pero tened coraje: Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
c) Es el Espíritu del Amor y la Comunión: el que nos purifica de la tristeza, del egoísmo y el encierro, y nos abre a Dios y a los hermanos. El que nos hace morir a nosotros mismos para vivir en Dios y renacer constantemente en los otros. El que nos comunica adentro la alegría honda e insustituible del encuentro en la amistad verdadera, de la donación generosa en el servicio, de la sencilla y cotidiana comunicación a los hermanos de la Buena Noticia del Reino, de la gracia de Dios, fuente de salvación para todos los hombres (Tit 2, 11).
Precisamente aquí reside el centro de la alegría cristiana. Bíblicamente la alegría coincide con la salvación. Ser alegre es experimentar el gozo de ser salvados: es la alegría honda de la Anunciación, de la Natividad del Señor, de su Resurrección gloriosa. Es la alegría que atraviesa la Biblia, desde la creación -y vio Dios que era bueno (Gn 1, 31)- hasta el Apocalipsis – la Jerusalén celestial donde ya no habrá llanto, ni lágrimas, ni tristeza (Apoc 21, 4)-. Todo será luminosidad de día, de sol y de alegría.
Podríamos decir que la historia de salvación coincide con la historia de la alegría: cada vez más cercana, más íntima, más consumada. Cuando el hombre alcance la seguridad de su salvación, cuando la historia entre en la consumación de la salvación (porque llegará Cristo para vencer el dolor y la muerte y entregar el Reino al Padre), entonces se dará consumadamente la alegría.
La historia cristiana -que tiene en su centro a un Cristo que ora y sufre, viene a servir y no a ser servido, a dar testimonio de la verdad, a salvar y no a condenar- es una historia de salvación. Por eso, una historia de alegría.
De aquí la necesidad de vivir este año muy particularmente la alegría: porque es providencialmente un año de salvación. La conversión, la renovación interior y la reconciliación fraterna, nos conducen necesariamente a eso: a ser inmensamente felices, a comunicar a otros la alegre Noticia de la Salvación hecha presente, saboreada adentro y comunicada con fuerza como testimonio de la Pascua.
Conclusión
Hablar de la alegría es, por eso, hablar de María Santísima como causa de nuestra alegría. Ella fue la aurora que anunció la salvación. Por ella entró Cristo, el Salvador del mundo y Señor de la historia, para reconciliarnos con el Padre y hacernos saborear el gozo de los hermanos. Ella fue el comienzo de la nueva creación por el Espíritu: como nueva creatura, plasmada por el Espíritu Santo (Lumen gentium, 56).
En María Santísima se revela la plenitud de los tiempos: Nació de una mujer, para hacernos libres e hijos adoptivos (Gál 4, 4). En Ella se da la comunicación del Espíritu Santo, sombra fecunda de Dios que hace nacer a Cristo y a la Iglesia (Lc 1, 35; Hech 1,14).
Por eso María cambia el Miserere en Magnificat. Es la realización práctica de lo de Jesús: vuestra tristeza se convertirá en gozo (Jn 16, 20). Desde la experiencia de la finitud y del pecado, en el Miserere, se llega a la explosión serena y luminosa del canto de los pobres en el Magnificat: es el canto de la verdadera alegría cristiana. Dios hizo maravillas en María porque era bueno, porque era el Todopoderoso; pero, principalmente, porque miró con bondad la pequeñez de su Servidora.
En definitiva, seremos alegres si somos pobres y contemplativos, si vivimos en la cruz y nos abrimos al servicio a los hermanos. Si verdaderamente experimentamos y celebramos al Dios que es Amor, al Padre que se nos revela en Jesucristo, al Espíritu Santo que nos grita adentro con gemidos inefables que el Padre nos ama, obra siempre maravillas en nosotros y sigue siendo fiel a sus promesas.
La alegría cristiana se resume en el Magnificat de Nuestra Señora: es la alegría de los pobres que han experimentado la presencia de un Dios Salvador, anticipadamente buscado, gustado y poseído y definitivamente saboreado cuando el Señor venga a buscarnos para que estemos eternamente donde Él está con el Padre (Jn 14, 3).
Entonces sí que nuestra alegría será colmada (Jn 15, 11) y nadie nos la podrá quitar (Jn 16, 22). Porque estaremos siempre con el Señor (1 Tes 4, 17).
Eduardo Francisco Pironio nació el 3 de diciembre de 1920 en Nueve de Julio, provincia de Buenos Aires. Murió en Roma el 5 de febrero de 1998.
Ordenado sacerdote el 5 de diciembre de 1943 en la Basílica Nacional de Nuestra Señora de Luján, entre 1944 y 1953 fue profesor de teología en el Seminario de Mercedes y en 1958 designado vicario general de esa diócesis.
En 1960 fue nombrado rector del Seminario Metropolitano de Buenos Aires. En 1963 designado visitador apostólico de la Universidad Católica Argentina.
Juan XXIII lo nombró perito en la segunda sesión del Concilio Vaticano II.
El 24 de marzo de 1964 fue creado obispo auxiliar de la diócesis de La Plata y el 31 de mayo recibió la ordenación episcopal en Luján.
Asesor nacional de la Acción Católica Argentina y presidente de la Comisión Fe y Cultura de la Conferencia Episcopal Argentina, en 1967 fue designado administrador apostólico de la diócesis de Avellaneda.
En 1968 fue elegido secretario general del CELAM (Consejo Episcopal para América Latina) y en agosto de ese mismo año el papa Pablo VI lo nombra secretario general de la II Asamblea General del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar en Medellín, Colombia. En 1970 fue reelecto como secretario general del CELAM.
El 27 de abril de 1972 fue nombrado obispo de la diócesis de Mar del Plata.
En noviembre de 1972 fue elegido presidente del CELAM; cargo en el que permaneció por dos períodos de cuatro años.
En marzo de 1974 fue invitado por Pablo VI para predicar ejercicios espirituales al Papa y a la Curia Romana.
El 19 de septiembre de ese año, Pablo VI lo nombró proprefecto de la Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares. El 24 de mayo de 1976, cardenal titular de San Cosme y San Damián.
El 9 de abril de 1984 Juan Pablo II lo nombró presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, cargo en el que fue reconfirmado el 9 de abril de 1989 por cinco años y sucesivamente hasta abril de 1994.
En julio de 1995 el Santo Padre lo nombró cardenal obispo titular de la sede de Sabina-Poggio Mirteto.
Participó en todos los Sínodos de Obispos, tanto ordinarios como extraordinarios o especiales; el último fue el Sínodo de las Américas.
Ultimamente actuó en calidad de miembro en el Consejo de la Segunda Sección de la Secretaría de Estado; en las congregaciones para las Iglesias Orientales, la Causa de los Santos, los Obispos, la Evangelización de los Pueblos, y la Educación Católica; en el Pontificio Consejo para la Interpretación de Textos Legislativos; y la Pontificia Comisión para América Latina.