¡En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén! ¡Magnificat!

 

Fui bautizado en el nombre de la Trinidad Santísima; creí firmemente en Ella, por la misericordia de Dios; gusté su presencia amorosa en la pequeñez de mi alma (me sentí inhabitado por la Trinidad). Ahora entro “en la alegría de mi Señor”, en la contemplación directa, “cara a cara”, de la Trinidad. Hasta ahora “peregriné lejos del Señor”. Ahora “lo veo tal cual Él es”. Soy feliz. ¡Magnificat!

 

“Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. Gracias, Señor y Dios mío, Padre de las misericordias, porque me llamas y me esperas. Porque me abrazas en la alegría de tu perdón.

 

No quiero que lloren mi partida. “Si me amáis, os alegraréis: porque me voy al Padre”. Sólo pido que me sigan acompañando con su cariño y oración y que recen mucho por mi alma.

 

¡Magnificat! Me pongo en el corazón de María, mi buena Madre, la Virgen Fiel, para que me ayude a dar gracias al Padre y a pedir perdón por mis innumerables pecados.

 

¡Magnificat! Te doy gracias, Padre, por el don de la vida. ¡Qué lindo es vivir! Tú nos hiciste, Señor, para la Vida. La amo, la ofrezco, la espero. Tú eres la Vida, como fuiste siempre mi Verdad y mi Camino.

 

¡Magnificat! Doy gracias al Padre por el don inapreciable de mi bautismo que me hizo hijo de Dios y templo vivo de la Trinidad. Me duele no haber realizado bien mi vocación bautismal a la santidad.

 

¡Magnificat! Agradezco al Señor por mi sacerdocio. Me he sentido extraordinariamente feliz de ser sacerdote y quisiera transmitir esta alegría profunda a los jóvenes de hoy, como mi mejor testamento y herencia. El Señor fue bueno conmigo. Que las almas que hayan recibido la presencia de Jesús por mi ministerio sacerdotal, recen por mi eterno descanso. Pido perdón, con toda mi alma, por el bien que he dejado de hacer como sacerdote. Soy plenamente consciente de que ha habido muchos pecados de omisión en mi sacerdocio, por no haber sido yo generosamente lo que debiera frente al Señor. Quizás ahora, al morir, empiece a ser verdaderamente útil: “Si el grano de trigo… cae en tierra y muere, entonces produce mucho fruto”. Mi vida sacerdotal estuvo siempre marcada por tres amores y presencias: el Padre, María Santísima, la Cruz.

 

¡Magnificat! Doy gracias a Dios por mi ministerio de servicio en el episcopado. ¡Qué bueno ha sido Dios conmigo! He querido ser “padre, hermano y amigo” de los sacerdotes, religiosos y religiosas, de todo el Pueblo de Dios. He querido ser una simple presencia de “Cristo, Esperanza de la Gloria”. Lo he querido ser siempre, en los diversos servicios que Dios me ha pedido como obispo: auxiliar de La Plata, administrador apostólico de Avellaneda, secretario general y presidente del CELAM, obispo de Mar del Plata y luego, por disposición del papa Pablo VI, prefecto de la Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y, finalmente, por benigna disposición del papa Juan Pablo II, presidente del Pontificio Consejo para los Laicos. Me duele no haber sido más útil como obispo, haber defraudado la esperanza de muchos y la confianza de mis queridísimos padres los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Pero acepto con alegría mi pobreza. Quiero morir con un alma enteramente pobre.

 

Quiero manifestar mi agradecimiento al Santo Padre, Juan Pablo II, por haberme confiado, en abril de 1984, la animación de los fieles laicos. De ellos depende, inmediatamente, la construcción de la “civilización del amor”. Los quiero enormemente, los abrazo y los bendigo; y agradezco al Papa su confianza y su cariño.

 

¡Magnificat! Doy gracias a Dios que, por el Santo Padre Pablo VI, me ha llamado a servir a la Iglesia universal en el privilegiado campo de la vida consagrada. ¡Cómo los quiero a los religiosos y religiosas y a todos los laicos consagrados en el mundo! ¡Cómo pido a María Santísima por ellos! ¡Cómo ofrezco hoy con alegría mi vida por su felicidad! Soy cardenal de la Santa Iglesia. Doy gracias al querido Santo Padre Pablo VI por este nombramiento inmerecido. Doy gracias al Señor por haberme hecho comprender que el cardenalato es una vocación al martirio, un llamado al servicio pastoral y una forma más honda de paternidad espiritual. Me siento feliz de ser mártir, de ser pastor, de ser padre.

 

¡Magnificat! Agradezco al Señor el privilegio de su cruz. Me siento felicísimo de haber sufrido mucho. Sólo me duele no haber sufrido bien y no haber saboreado siempre en silencio mi cruz. Deseo que, al menos ahora, mi cruz comience a ser luminosa y fecunda. Que nadie se sienta culpable de haberme hecho sufrir, porque han sido instrumento providencial de un Padre que me amó mucho. ¡Yo sí pido perdón, con toda mi alma, porque hice sufrir a tantos!

 

¡Magnificat! Agradezco al Señor que me haya hecho comprender el misterio de María en el misterio de Jesús y que la Virgen haya estado tan presente en mi vida personal y en mi ministerio. A ella le debo todo. Confieso que la fecundidad de mi palabra se la debo a Ella. Y que mis grandes fechas de cruz y de alegría fueron siempre fechas marianas.

 

¡Magnificat! Agradezco al Señor que mi ministerio se haya desarrollado casi siempre de un modo privilegiado, al servicio de sacerdotes y seminaristas, de religiosos y religiosas y últimamente de los fieles laicos. A los sacerdotes a quienes, en mi largo ministerio, pude hacerles algo de bien les ruego la caridad de una misa por mi alma. A todos les agradezco el don de su amistad sacerdotal. A los queridos seminaristas -a todos los que Dios puso un día en mi camino- les auguro un sacerdocio santo y fecundo: que sean almas de oración, que saboreen la cruz, que amen al Padre y a María. A los queridísimos religiosos y religiosas, “mi gloria y mi corona”, les pido que vivan con alegría honda su consagración y su misión. Lo mismo les digo a los queridísimos laicos consagrados en la providencial llamada de los Institutos Seculares. A todos les pido que perdonen mis malos ejemplos y pecados de omisión.

 

¡Magnificat! Gracias a Dios por haber podido gastar mis pobres fuerzas y talentos en la entrega a los queridos laicos, cuya amistad y testimonio me han enriquecido espiritualmente. He querido mucho a la Acción Católica. Si no hice más es porque no he sabido hacerlo. Dios me concedió trabajar con los laicos desde la sencillez campesina de Mercedes (Argentina) hasta el Pontificio Consejo para los Laicos. ¡Magnificat!

 

Pido perdón a Dios por mis innumerables pecados, a la Iglesia por no haberla servido generosamente, a las almas por no haberlas amado más heroica y concretamente. Si he ofendido a alguien, le pido que me perdone: quiero partir con la conciencia tranquila. Y si alguien cree haberme ofendido, quiero que sienta la alegría de mi perdón y de mi abrazo fraterno.

 

Agradezco a todos su amistad y su confianza. Agradezco a mis queridos padres -a quienes encontraré en el cielo- la fe que me transmitieron. Agradezco a todos mis hermanos su compañía espiritual y su cariño, especialmente a mi hermana Zulema.

 

Amo con toda mi alma al papa Juan Pablo II, le renuevo mi entera disponibilidad, le pido perdón por todo lo que no supe hacer como prefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y como presidente del Pontificio Consejo para los Laicos. Dios es testigo de mi absoluta entrega y de mi total buena voluntad. Le agradezco la delicadeza y la bondad de haberme querido nombrar cardenal obispo de la diócesis suburbicaria de Sabina-Poggio Mirteto.

 

Renuevo a las queridas Siervas de Cristo Sacerdote, que me acompañaron durante tantos años, toda mi gratitud, mi cariño paternal y mi profunda veneración por su vocación específica, tan providencial en la Iglesia. Las quiero mucho, rezo por ellas y las bendigo en Cristo y María Santísima.

 

Agradezco a mi querido y fiel secretario, el R.P. Fernando Vérgez, Legionario de Cristo, su cariño y su fidelidad, su compañía tan cercana y eficaz, su colaboración, su paciencia y su bondad.

 

Pido que hagan celebrar misas por mí y rezar por mi alma y las de tantos por quienes nadie se acuerda. De un modo especial quiero que hagan rezar por la santificación de sacerdotes, de los religiosos y religiosas y de todas las almas consagradas.

 

Quiero morir tranquilo y sereno: perdonado por la misericordia del Padre, la bondad maternal de la Iglesia y el cariño y comprensión de mis hermanos. No tengo ningún enemigo, gracias a Dios; no siento rencor ni envidia a nadie. A todos les pido que me perdonen y recen por mí.

 

¡Hasta reunirnos en la Casa del Padre! ¡Los abrazo y bendigo con toda mi alma por última vez en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo! Los dejo en el corazón de María, la Virgen pobre, contemplativa y fiel. ¡Ave María! A ella le pido: “Al final de este destierro muéstranos el fruto bendito de tu vientre, Jesús”.

 

 

Roma, 11 de febrero de 1996

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