“Hombre de Dios y servidor de la Iglesia”: acaso sea la más justa y certera definición de un sacerdote y pastor de dimensión humana y espiritual comparable a los grandes en el cristianismo, quienes, como María en el Magnificat, pueden decir: “miró con bondad la pequeñez de su servidor” (Lc1,48).

 

El cardenal Eduardo Francisco Pironio fue insigne protagonista en la historia de la Iglesia universal de este siglo y particularmente en la Argentina, su país natal, y en América latina, cuando fuera secretario general y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en los años del postconcilio.

 

Teólogo visionario, pastor sensible y cercano, padre espiritual, asceta y contemplativo, fue llamado en muchas ocasiones “profeta de la esperanza”. Él mismo explicó el sentido de esa vocación: “Yo he predicado siempre la esperanza. Predico a Cristo, nuestra feliz esperanza, y quisiera siempre ser apóstol de Cristo. Por eso al comenzar mi ministerio episcopal he elegido como lema de mi vida y de mi misión en el servicio, las palabras de san Pablo: ‘Cristo, entre ustedes, esperanza de la Gloria’, porque he querido ser entre los hombres, mis hermanos, como la imagen de Cristo, el cual es imagen del Padre; pero de un Cristo pascual, por eso un Cristo esperanza de la Gloria”.

 

A lo largo de su vida no puede hallarse sino la continuidad y la transparencia de quien fuera llamado a la vocación cristiana en sus primeros años y la cultivara a cada paso con coherencia y fidelidad: sólo a las “cosas de Dios”, y por eso a los hombres y a la Iglesia.

 

Su vida ha sido en ocasiones signo de contradicción, en el sentido evangélico. Vivió “tiempos difíciles”, así solía definirlos, en la Iglesia y en el mundo, tiempos de grandes cambios que tuvieron no pocas veces excesos e incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia. Sin embargo, sus actitudes pacificadoras, buscadoras de verdad y caridad, lo caracterizaron desde muy joven y maduraron con los años.

 

No es posible encontrar en él posturas desequilibradas, grandilocuentes o “solemnes”. Expresaba con naturalidad el magisterio que surgía de la vivencia radical del Evangelio. Seguramente por ello todos los que lo conocimos sentimos su cercanía, apoyo y confirmación con exigencia, pero de esa exigencia que surge de la fidelidad al llamado y al carisma del Señor en la vida de cada uno.

 

Fue maestro de la fe porque era discípulo de Jesucristo, en comunión estrecha con Pedro en la persona de cada pontífice, particularmente Pablo VI y Juan Pablo II. Vivió las virtudes cristianas (fe, esperanza y amor) hasta encarnarlas profundamente: era posible percibir en él una fuerza interior de hondo contenido espiritual.

 

Un hombre de oración, un contemplativo en las realidades cotidianas. Por eso podía expresar: “un contemplativo es un hombre profundamente encarnado. Alguien que escucha siempre a Dios y tiene capacidad para escuchar al hombre, asumiendo sus angustias y esperanzas, iluminando su dolor y dando sentido a su alegría”.

 

Es apasionante descubrir en los últimos tramos de la vida y en la muerte del cardenal Pironio, cómo Dios pudo plasmar algo así como un icono evangélico. Esas palabras que muchas veces volvían en sus discursos o presentaciones, eran un trozo de su vida misma: esperanza, alegría, fidelidad, fiat, magnificat, comunión misionera, servicio, pobreza… La teología fecundada en Pironio, más allá de su gran lucidez intelectual nos invita a contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu en el misterio de la Trinidad (“que habita en nosotros como en un Templo”).

 

Amó a la Iglesia y sufrió la Iglesia, como san Pablo: “me alegro de poder sufrir por los padecimientos que soporto por vosotros”. Y lo hizo con un amor tierno, con alegría honda, cultivada en el sufrimiento. Predicó y experimentó una Iglesia pascual: que surge en Pentecostés, después de la cruz y la resurrección. Creyó firmemente en la “Iglesia que expresa y comunica a Cristo, el salvador del mundo”, y estuvo convencido de que “toda renovación auténtica en la Iglesia se da por una honda transformación en Cristo. Sobre todo por los caminos del amor hecho oración, hecho cruz, hecho servicio. Es inútil que hablemos de ‘actualización’ en la Iglesia si el Espíritu no nos lleva a la profundidad de la contemplación, a la serenidad de la cruz y a la alegría del amor fraterno”.

 

Fue un hombre agradecido, en el sentido que respondía a los dones que él advertía que Dios le regalaba en las personas y en los acontecimientos. Era fácil, con él, aprender el valor de la gratitud: se brindaba a todos con gratitud.

 

Su perfil se nos torna inabarcable y toda semblanza se demuestra incompleta, salvo que aceptemos su invitación a vivir en Cristo, con Cristo, desde Cristo. Como una nota particular, como un matiz muy personal, hay que señalar que Pironio fue un hombre profundamente mariano: sintió su vida como una “intercesión privilegiada” del amor de María, la Madre de Jesús. Fue peregrino de muchos santuarios marianos en el mundo. En el de Luján, en su querida Argentina, fue consagrado sacerdote y obispo, allí se despidió de su tierra cuando comenzara los servicios en la Santa Sede, allí volvió como peregrino muchas veces. Ese es el lugar que eligió para su descanso en el Señor.

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  1. Soy una religiosa mexicana, conocí providencialmente al tan recordado y querido Cardenal Pironio cuando era prefecto de la Vida Consagrada, yo fui a estudiar a Roma, justo cuando fue elegido el Papa Juan Pablo I, y viví una situación triste. Allí en el altar del Papa Pio X lo conocí diciendo Misa, junto con un Monseñor Argentino, con el P. Fernando Vergez y con el P. Argentino Carlos Malfa, esto fue en sept. del 1979, de alli lo traté y me ayudó espiritualmente por estar yo lejos de mi patria, éramos dos hermanas de mi congregación y fue un ángel para nosotras, desde entonces yo le escribía.
    Cuando estuve en Roma por 3 años lo trataba, después seguí escribiéndole y en 1993 volví a Roma para trabajar en la Positio de mi Fundadora Julia Navarrete, ahora ya venerable. Supe de su muerte por la bondad del P. Fernando y por las hermanas que le atendían, fue muy duro para mi, y aún lo recuerdo con mucha gratitud y devoción. Realmente es y fue un hombre santo y humano, delicado y te hacía sentir la presencia del Señor. Ahora rezo, pienso en él y espero que sea canonizado, aunque santo lo fue, gracias por permitirme expresar mis sentimientos. Les suplico me de la dirección del P. Fernando Vergez también a el lo traté en Roma y en México cuando fue su secretario, rezo mucho por el, un saludo y mil gracias de nuevo. Aentamente sister Lida C. Chavez.

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