Más allá del show, y del business, y del arte, que a veces también hay, el negocio de los premios Oscar significa una mirada al gusto del público norteamericano, no como un simple devenir de la moda, sino como una afirmación de cierto imaginario social, de cierto espíritu de la época, al que corresponde atender. No se trata sólo del gusto por un tipo de cine. En el fondo, se trata del gusto por un tipo de vida.
Esa vida se representa a través de los clásicos esquemas hollywoodenses, o de las producciones independientes que Hollywood acepte. Lo llamativo es que, entre tanto ‘fashion’ y ‘glamour’, entre tanto brillo y frivolidad, las principales películas candidatas este año aluden, de una u otra forma, al conflicto de clases. Qué está pasando para que eso sea evidente, desde acá no lo sabemos. Si corresponde a un sinceramiento, o a un agravamiento, tampoco. Pero el infame sacrificio de los pasajeros de tercera clase en el hundimiento de Titanic (Se va a ahogar la mitad del barco, No la mejor mitad, responde el que va en primera); el angustiante planteo del derecho de los esclavos a la rebelión, en Amistad ; el sentimiento de ridículo, pero también de lucha (y una singular solidaridad) de los desocupados de la inglesa The Full Monty; el asordinado desdén entre los que estudian por su cuenta y los que gozan de estudios (mejor dicho, títulos) pagos, como indica En busca del destino ; y el accidentado romance entre un escritor de Manhattan y una camarera de Brooklyn en Mejor, imposible, son indicios claros de dicho conflicto social como motor de identificación para el espectador.
Por supuesto que Hollywood no se volvió marxista ni nada semejante, y sabe reelaborar muy bien las cosas. Y que Titanic es, antes que nada, el imponente espacio de una tragedia eterna, la del hombre que marcha inconscientemente hacia su destino, la del modo en que cada cual, de un momento para otro, se enfrenta con la muerte, si es que puede enfrentarla. Que Amistad, si bien guarda cierta hipocresía en la elección de su anécdota, finalmente está destinada a mostrar, como en la Lista de Schindler, que no todos los miembros de una etnia enemiga son enemigos.
Que The Full Monty es, en su resolución, no precisamente una proclama social, sino la afirmación del propio cuerpo, graciosamente imperfecto, frente a la alienación que provocan los modelos imposibles. Que En busca del destino deriva al tema de los talentos, y a la libertad de elección frente a la imposición del medio. Y que en Mejor, imposible la chica se arregla con el muchacho, cuyo mayor inconveniente no es que tenga dinero, sino que es loco de darle con un palo (y además no es tan muchacho, como que lo interpreta Jack Nicholson).
Ninguna de esas películas, por otra parte, tiene valores artísticos enteramente indiscutibles, ni un guión perfecto, ni sentido del tiempo (salvo The Full… , que decentemente, dura noventa minutos, porque las demás son más largas de lo necesario). Triunfará Titanic, seguramente, que fascina por su ostentosa producción, sus efectos de toda clase, y su historia, que a esta altura ya es del repertorio clásico -baste recordar Y el mar los devoró y otras cintas sobre el mismo asunto-. Pero hay también otras películas, que tienen otros méritos, y atienden otros aspectos de la vida, como el sencillo y calmo relato familiar El oro de Ulises. Y que hasta contradicen lo que antes dijimos, como las monárquicas Su majestad, Mrs. Brown y Anastasia…
Pero de lo que ha llegado hasta estas pampas, la mejor, y verdaderamente buena, es la canadiense El dulce porvenir, de Atom Egoyan, un hombre de extraña capacidad para enrarecer dulcemente cualquier historia. Cuidado, El dulce porvenir es un título irónico, engañoso, pero el más adecuado para dar la clave de la obra. El otro, igualmente irónico, sería Flautista de Hamelin, ya que, como una clave, una babysitter lee a dos niños el viejo cuento de los hermanos Grimm, en una versión versificada, con ilustraciones de Kate Greenaway.
¿Pero quién hace aquí el papel de flautista? ¿Acaso la conductora de un ómnibus escolar, que por un accidente en la nieve lleva a 14 chicos a la muerte, o quizá a un lugar maravilloso? ¿O el abogado desconocido que impulsa a los desconsolados padres a entablar juicio contra la empresa automotriz? Los represento sólo en su ira, no en su dolor», les dice, y parece sincero, aunque a cada uno le incentiva una motivación diferente: conseguir dinero para pagar gastos médicos, castigar la negligencia industrial, o compensar el daño moral sufrido por la conductora…
El problema es éste que él mismo ha señalado. ¿Cómo representarlos en su dolor, cómo obligarlos a revivir ante los extraños su dolor? Sin embargo, él busca a través de ellos compensar su propia pena, y encauzar su rabia, por una hija que estuvo a punto de morir cuando era niña, y que ahora… El guión del propio Egoyan, libremente inspirado en un novela de Russel Banks, es admirablemente complejo, sutil, sugerente. Cada personaje tiene su parte de razón, su visión de las cosas, su verdad, y también su lado oscuro. Las hijas pueden castigar a los padres, por algo que ha pasado. Los padres pueden fingir que olvidan algo, para que haya un futuro. Y el espectador puede descubrir todo esto, con una mirada atenta.
Intensa, bien construida, dispuesta a varias interpretaciones (y apenas afectada por algo de morbo), ésta, la séptima película de Egoyan, es una obra de madurez, que duele con un dolor dulce, y que deja pensando. Aparte, el viejo Ian Holm, protagonista, está impecable.
Es de apreciar que esta obra haya recibido firmes nominaciones para la competencia de los Oscar. Aunque difícilmente gane algún premio, ya que no sólo es canadiense, sino que es demasiado buena…