“Hoy sus restos van a quedar aquí bajo la protección y la mirada maternal de María. Sus restos aquí, su alma en el cielo. A esa gloria, a ese cielo, adonde también nosotros queremos ir. Haremos lo posible de llegar nosotros con su intercesión, su ejemplo, con su recuerdo. Por eso no le vamos a decir adiós, que parece una despedida definitiva. No le vamos a decir ‘adiós, cardenal Pironio’. Le vamos a decir sencillamente y un poco como la gente nuestra de este campo del Oeste: ‘hasta cualquier momento, querido cardenal Pironio’. Amén».

 

Con estas palabras, el cardenal Antonio Quarracino despedía, el 13 de febrero, en la Basílica de Luján los restos de su «amigo del alma».

 

Sesenta años de entrañable amistad unieron a estos dos hombres, de carácter y estilos tan distintos, cuyas vidas y trayectorias se entrecruzaron providencialmente hasta preceder uno al otro en apenas unos días en la «mansión eterna» del Cielo.

 

Ambos fueron hijos de inmigrantes italianos de la primera posguerra: Pironio del Friuli, Quarracino del sur. Había nacido en Pollica de Salerno el 8 de agosto de 1923, radicándose sus padres en San Andrés de Giles cuando él tenía cuatro años. Fueron compañeros y amigos desde los días del seminario e iniciaron el ministerio sacerdotal en su diócesis de origen, Mercedes, Pironio en diciembre de 1943, Quarracino, dos años después. Antonio Quarracino fue designado obispo de Nueve de Julio, la ciudad natal de Eduardo Pironio, en 1962, y como tal participó en todas las sesiones del Concilio Vaticano II. En 1968 fue trasladado a la diócesis de Avellaneda, de donde monseñor Pironio había sido nombrado, en difíciles momentos, administrador apostólico un año antes.

 

Sucesivamente, los obispos Pironio y Quarracino ejercieron la secretaría general y la presidencia del CELAM. A aquél, le tocaron los años posteriores a Medellín, a éste, los que siguieron a Puebla. El 5 de abril de 1986 Quarracino asumía como arzobispo de La Plata, y el 10 de julio de 1990 como décimo arzobispo de Buenos Aires. El único cardenal argentino creado bajo el pontificado de Juan Pablo II encontraba en esa dignidad lo que su amigo recogería en su testamento espiritual: «la vocación al martirio, un llamado al servicio pastoral y una forma más honda de paternidad espiritual».

 

Cuando fue elegido para suceder al cardenal Aramburu, que hoy lo sobrevive, era ya una personalidad relevante, apreciada en el país como en el ambiente eclesial latinoamericano y en la Santa Sede. Había sido uno de los grandes difusores del Concilio Vaticano II entre nosotros, de lo que dan fe las páginas de CRITERIO de aquellos años. Como tal impulsó el trabajo ecuménico en tiempos particularmente fecundos en que los cristianos aprendían a orar juntos, a aventar prejuicios, a tomar conciencia del compromiso de caminar hacia la unidad plena. Llamó a las religiosas de Nuestra Señora de Sión para que fueran las animadoras de la relación con el judaísmo entre nosotros, y desde el CELAM estrechó lazos de perdurable amistad con personalidades e instituciones de esa religión, alentando iniciativas como la publicación del ritual de Pésaj (la Pascua judía) como una de las formas de promover la comprensión y el amor a partir de las raíces comunes de judíos y cristianos. Como arzobispo de Buenos Aires dio repetidas y elocuentes muestras de ese afecto por los «hermanos mayores» en la fe, como fue la colocación en la Catedral de un panel recordatorio del Holocausto y de los atentados de la embajada de Israel y de la AMIA.

 

Los años del CELAM pusieron sordina al entusiasmo posconciliar: veía la asfixia de los católicos en Cuba, a donde fue a predicar retiros, el intento sandinista de una «iglesia popular» enfrentada a la jerárquica, determinadas expresiones de las «teologías de la liberación». Como muchos protagonistas del Concilio, fue virando a posiciones más conservadoras en lo doctrinal, al tiempo que encontraba una especial sintonía con el pensamiento de Juan Pablo II y su visión del Hombre y de la Iglesia.

 

En su primer mensaje como pastor de la arquidiócesis resumió así su misión: «El Obispo es testigo del Señor Resucitado al servicio del anuncio de la verdad, de la construcción de la unidad, de la expansión del amor». (CRITERIO, n. 2058, p. 559, 11/10/1990).

 

El cardenal Quarracino llevó adelante su labor con un estilo frontal, que despertó más de una polémica, y un humor incisivo y exuberante. Alguna vez se dijo que hubiera estado a gusto con los grandes apologistas. Para él, el anuncio de la verdad, en un mundo en crisis de valores morales, no admitía medias tintas. Entendió así el pacto que había hecho de joven sacerdote con el padre Pironio, según narró junto a sus restos en Luján: «Yo subrayaría en mi predicación la Fe, él, la Esperanza, unidas las dos en la Caridad».

 

Aunque a menudo severo crítico de los medios de comunicación, el Cardenal valoraba su importancia, sea a través de artículos periodísticos, sea a través de la televisión. Enfrentado semana a semana a la grabación de un espacio frente a las cámaras, constituyó ésta una experiencia poco afortunada. A muchos que lo conocían y querían les preocupaba que la contundencia y la ironía, que ciertamente también despertaban adhesiones, primasen sobre la profundidad y su característica calidez.

 

Poseía el cardenal Quarracino una notable cultura, no sólo teológica sino humanista: disfrutaba con el buen cine (en especial aquél de los ’50 y ’60), la música clásica (había integrado coros en su juventud) y la literatura argentina y extranjera. Echaba de menos los tiempos en que Maritain, Claudel, Bernanos, Papini, marcaban una fuerte presencia católica en la cultura. Por ello se propuso rescatar del olvido de las nuevas generaciones los Cursos de Cultura Católica y los nombres y la obra del padre Castellani y de monseñor Franceschi. Esa nostalgia del pasado hacía que le costara encontrar en la cultura de este fin de siglo expresiones tan válidas como aquéllas, aunque necesariamente distintas, del quehacer intelectual de los cristianos.

 

Sin embargo, a través de la Comisión Arquidiocesana de Cultura, hizo posible la convocatoria a laicos destacados del mundo cultural. Tomó parte personalmente en conciertos, sesiones de poesía y otros encuentros organizados por la Comisión, en los que con su amplitud de corazón brindaba y cosechaba afecto y agradecimiento. Los premios bianuales José Manuel Estrada a escritores, filósofos y músicos seguramente constituyen el primer galardón de ese tipo discernido por la Iglesia en la Argentina.

 

Convencido de que en la catedral está, como su nombre lo indica, la «cátedra» del obispo, y que es «cabeza y madre» de todas las iglesias de la diócesis, encaró las obras de restauración de la Catedral metropolitana, cuya estabilidad misma estaba en riesgo. El arzobispo no alcanzó a ver terminados los trabajos arquitectónicos y artísticos, los primeros de magnitud en muchas décadas.

 

Con la experiencia de su medio siglo de sacerdocio, exhortaba a los sacerdotes a que en cada misa tuvieran la actitud de intensa admiración de la primera. Con ellos quiso ser «padre, hermano y amigo de todos y de cada uno», aun sabiendo que ejercer esta paternidad, como toda paternidad, «puede resultar no muy cómoda, cuando a ella se debe unir la advertencia o el ejercicio de la disciplina». Urgía a los «laicos estupendos» a formar «comunidades donde el pastor no absorba al rebaño, ni éste suplante al pastor», en verdadera comunión. Se propuso alentar la pastoral de los sectores, como la del empresarial y universitario. Hombre activo por definición, tenía un profundo conocimiento y amor por la vida contemplativa.

 

Entre 1991 y 1996 fue presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Su estilo lo puso muy a menudo en el centro de las noticias, y sus declaraciones, aun las accidentales, pasaron por ser, a pesar suyo, la voz de la Iglesia. Para muchos dentro y fuera de los límites eclesiásticos, el rol del arzobispo de Buenos Aires y el de presidente de la Conferencia se hacían uno confiriéndole un protagonismo que apareció como demasiado cercano a las contingencias de la política nacional.

 

Con su salud afectada ya antes de su designación en la sede porteña, Quarracino debió ser sometido a más de una intervención quirúrgica, no siempre exitosa. A las alternativas de su salud, que lo limitaron y de alguna manera aislaron, se agregó en los últimos meses de 1997 la prueba, aún más dolorosa, de las consecuencias de la caída del Banco de Crédito Provincial por la gran confianza que había puesto en sus propietarios.

 

Cada vez más impedido en su movilidad, el último Jueves Santo había confiado al clero que debería recurrir a una silla de ruedas, aunque con el tiempo volvió a caminar con dificultad. El día de Corpus Christi, víspera de la publicación del nombre del arzobispo coadjutor, llegó en su silla de ruedas al altar levantado en la Plaza de Mayo, para lanzar a los laicos a trabajar en la «misión arquidiocesana», para que, desde las parroquias, se llevase casa por casa, el mensaje de Cristo y la presencia maternal de María. Esta tarea misionera y movilizadora, aún no concluida, es su último legado de pastor.

 

El 28 de febrero, tras ser internando una semana antes en grave estado, el cardenal Quarracino «descansó de sus fatigas».

 

El 4 de marzo el nuevo arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge M. Bergoglio, con cerca de ochenta obispos, dos cardenales y cuatrocientos sacerdotes, presidió la misa exequial. Ante las más altas autoridades de la Nación y de la Ciudad, y gran cantidad de fieles, su sucesor encomendó el alma buena y misericordiosa del cardenal Quarracino a las misericordias de Dios, las que cantará eternamente en ese cielo que anhelaba con impaciencia, como las cantó a lo largo de su vida. A los pies de la Virgen de Luján, en la Catedral de Buenos Aires, sus restos esperan la feliz resurrección.

 

CRITERIO, de la que fue durante años lector y colaborador, y muchos de cuyos miembros del Consejo de Redacción supieron de su afecto y amistad, rinde su homenaje conmovido y respetuoso al cardenal Antonio Quarracino, y expresa su espíritu de comunión con el dolor de la arquidiócesis primada y con el deseo de un fecundo ministerio para su sucesor.   

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