Cuenta la leyenda que Jim Cameron se interesó por el cine a raíz de su temprana fascinación por la tecnología de los efectos especiales. Y, como en toda leyenda, en esta subyace algo de verdad.
Lo que pertenece -quizás- por entero al dominio de los mitos, es la imagen del jovencito canadiense construyendo maquetas y preparando explosiones en el jardín de su casa de Kapuskasing, bajo la preocupada mirada del señor Cameron, un ingeniero eléctrico con fama de severo.
Pero fue un film fundacional, si los hay, el que disparó definitivamente los chips en la mente de Jim: 2001, A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968). Tenía apenas quince años: La vi unas diez veces, pues no entendía cómo podían haber rodado aquello, comentaría mucho después.
Pasó el tiempo y su afición por los aspectos arquitectónicos del cine de ciencia ficción creció y creció. Leyó ávidamente libros sobre impresión óptica, maquetas, modelismo, proyección frontal y trasera, mate painting, etc., convirtiéndose en un verdadero autodidacta. La ilusión y la frustración convivían en su interior por aquellos tiempos, acentuándose ya la una, ya la otra, de acuerdo con los estímulos de un mundo en constante mutación. El hombre abandonaba los viejos terrores y buscaba otros -como ya ha hecho otras veces-; los antiguos monstruos, surgidos de la literatura, pasaban de las tinieblas de los castillos de la Hammer Films a las remeras y a los cineclubes. Mientras tanto, las space opera de la ciencia ficción de los años cincuenta y sesenta se instalaban en la pantalla. Y lo hacían con otra película fundacional: Star Wars (George Lucas, 1977), un western cibernético, con un poquito de Robert Heinlen y dos partes de Frank Herbert, que terminó de darle vuelta la cabeza a nuestro joven amigo. Quedé muy irritado, yo quería hacer aquella película. Ahí es donde empecé a trabajar en serio, según sus propias palabras.
Gracias a la intermediación de unos amigos, consiguió una entrevista con Roger Corman, productor y director de películas Clase B (con suerte) y autor de algunos muy buenos productos, como por ejemplo X: The Man With X-ray Eyes (1963), Tomb of Ligeia (1965) o la reciente Frankenstein Unbound (1990). Corman, equivalente imperial de nuestro perpetrador Julio Irigoyen, ya gozaba de una bien ganada fama de excelente ecónomo y era apodado El Rey Midas, en directa alusión a aquel soberano que convertía en oro todo lo que tocaba (o apenas rozaba con el codo).
A esa altura, Jim ya había construido un dolly (o carrito para realizar travellings), algunas maquetas y otros modestos aparatos en el living de su casa.
Bien, play back, entonces. Tenemos a nuestro héroe saliendo de su entrevista con El Rey Corman. Está contento (¿quizás algo nervioso?) y seguramente excitado. Ha logrado un contrato que lo llevará, unos pocos meses más tarde, a dirigir un departamento de efectos especiales. Con varios técnicos a su cargo, trabaja muy duro por espacio de dos años.
Participa también, como director artístico, en el film Battle Beyond the Stars (J. T. Mirakami, 1980) y efectúa diseño de producción y dirección de segunda unidad en Galaxy of Terror (B.D. Clark, 1981).
Dime con quién andas y te diré quién eres… decía mi abuelita. Las malas compañías llevaron al entusiasta Cameron a debutar como realizador con un producto holando-ítalo-americano, filmado en Jamaica y controlado por un tal Ovidio G. Assonitis…
Suena mal, ¿no?
Se trata nada menos que de Piranha II: The Spawning (1981) y de ella ha dicho el mismo Jim: Al llegar al set en Jamaica, me encontré con un equipo de gente que solamente hablaba italiano y con una infraestructura pobre, sin apenas financiación, en la que ni siquiera había vestuario para los actores principales. Para confeccionar el uniforme de policía que debía vestir Lance Henriksen, compramos el traje de uno de los camareros del hotel.
Los roces con el tal Assonitis fueron cosa de todos los días, y durante la post-producción, el novel director tuvo que pasar por la experiencia de ver su película cortada y remontada. En una oportunidad llegó a amenazar la integridad física del productor y a introducirse clandestinamente en los estudios Cinemonta para intentar enmendar el probable estropicio de compaginación.
En un reportaje confesaría: Me sentí meado… En fin, cosas del oficio; también diría que esta experiencia lo hizo volverse desconfiado hacia las otras personas que tuvieran poder sobre sus películas. Esto es común en el cine norteamericano, ya que muy pocas veces el criterio estético del director coincide con el comercial.
Respecto del film, podemos decir que Piranha II fue concebida como secuela de Piranha (1978), film producido por la New World de Roger Corman, escrito por John Sayles y dirigido por el posteriormente niño mimado de Spielberg: Joe Dante.
Piranha II: The Spawning no posee interés alguno. No pasa de ser un desmañado intento de engancharse a la popa (o a la aleta) del enorme éxito de Jaws (Steven Spielberg, 1975), como si escualos, pirañas y otros habitantes de mares y ríos, por su mero parentesco ictiológico, acarrearan iguales beneficios económicos.
Si la analizamos como opera prima del director de The Terminator, su nulidad es aún mayor. Y el público pareció darse cuenta, pues no mordió el anzuelo. Pero, a su favor, podemos alegar que resulta casi imposible imprimir un sello personal a un producto realizado en las condiciones en que se trabajó, agravadas por la constante presencia del productor ejecutivo, el resbaloso señor Assonitis.
Los fantasmas de Jim Cameron, sin embargo, lejos estaban de descansar. Quizás se deba a ellos, y a los abundantes capítulos de Rumbo a lo desconocido digeridos durante la infancia, su verdadero debut-presentación en sociedad: The Terminator (1984). La película tuvo un gran éxito comercial inmediato y mediato, quizás porque se diferenciaba muy claramente del cine de ciencia ficción en boga en la época, que seguía dominado por las enormes y venerables space opera antes nombradas.
Fantasía apocalíptica concebida según las convenciones narrativas del thriller urbano, poblada de ambientes nocturnos y marginales, héroes al filo de la ley, asesinos implacables, policías rudos e impiadosos, la película llegaría a ser un film de culto y el tercero de los hitos fundacionales que mencionaremos aquí (junto con 2001 y Star Wars). Originará también, como ya es de rigor, secuelas fílmicas lícitas y espurias: Inseminator, Infiltrator, Extermineitors, 2 , 3 y 4, y -por supuesto- Terminator 2 : Judgement Day.
Sucede que, en un futuro no demasiado lejano, las máquinas libran una cruenta lucha contra la raza humana. Se trata de una generación de ciborgs inteligentes y tremendamente poderosos, que -para colmo- está a un cachito así de hacerse con el dominio del planeta. Sólo tienen que comer una pieza y darán jaque mate: deben eliminar al líder de los humanos, y no encuentran mejor manera que enviar a un campeón al pasado, para matar a la madre de quien se convertiría con el tiempo en el mentado líder.
Se trata de un verdadero full equipment.
La mujer es soltera, el óvulo aún no ha sido fecundado, el niño sólo existe en el futuro; o, como suele decirse vulgarmente, en las glándulas seminales de su padre, las que por lo tanto adquirirán un original status espacio temporal.
Bien, el asesino espacio-temporal no es otro que el The Terminator del título; a éste lo sigue un experimentado soldado de carne y hueso, que tiene la misión de proteger a Sara Connor y a su vientre todavía vacío… El soldado, versión caucásico-culturista del arcángel Gabriel, cumple celosamente su misión de Anunciador; encuentra a Sara-María antes que el ciborg, pero incurre en un flagrante caso de exceso de celo: se convierte en el padre de la criatura.
Amén.
Al final, los tres huirán como María y José con el niño, pero el burrito habrá sido suplantado por un jeep.
Modificar el pasado para cambiar el presente; preservar el pasado como reaseguro del porvenir… temas que la ciencia ficción ha tratado profusamente y parecen sin embargo inagotables. Un datito para los que quieran profundizar algo sobre el tema: algunos de los mejores trabajos al respecto están reunidos en la Antología no euclidiana, compilada por Domingo Santos y en otra sagazmente titulada El tiempo no es tan simple (Producciones Editoriales, Barcelona, 1976). Allí hay cuentos maravillosos como En el país del cristal lento de Walter Miller, La patrulla del tiempo de P. Anderson o Los hombres que mataron a Mahoma de Alfred Bester. Este último, justamente, tiene cosas en común con el planteo de The Terminator; pero, o no teme al final catastrófico como la película de Jim o el malo de Alfred Bester no se sentía tan inclinado a las metáforas piadosas.
Claro, no debemos olvidar que cuando la película se rodó, ya se empezaban a vivir tiempos de notoria revalorización de la moral conservadora. De esto dan fe las claras referencias bíblicas del guión: el Apocalipsis, la predestinación pre-lógica, la Sagrada Familia restaurada, el Mesías, la Anunciación…; elementos que hicieron estragos en la imaginación de los que gustan aplicar criterios cultos al cine de acción. Claro, en este caso Jim Cameron no era del todo inocente.
Son estos críticos los que opinan que The Terminator es la mejor película rodada por Cameron hasta la fecha. Aunque -acotan- con relación al buen cine no sea demasiado. En 1984 se estrenaban Broadway Danny Rose (Woody Allen, 1984), París Texas (Win Wenders, 1984), la magnífica Brazil (Terry Gillian, 1985) o En compañía de lobos (Neil Jordan, 1984) por citar sólo algunas.
En fin, una buena película de acción, de aventuras o de ciencia ficción, vale por lo que es: eso mismo. Un producto cinematográfico debe evaluarse por lo que se proponía cuando era sólo un proyecto y por lo que, finalmente, ha resultado.
Un par de datos más: uno de los elementos de mayor interés en el proyecto de Terminator era, sin duda, el ascendente Arnold Schwarzenegger (Conan the Barbarian, John Millius, 1982). En medio de una reunión pre-producción se tomó una decisión inteligente: Schwazenegger no encarnaría al bueno, sino al malo. Todo un signo de los tiempos.
Va el segundo: Terminator es un sutil (¿o no tanto?) caso de plagio literario, como denunció en su momento el escritor de ciencia ficción Harlan Ellison. El viejo Harlan alegó que todo estaba en sus cuentos Soldier, Demon With a Glass Hand y I Have No Mouth and I Must Scream , este último un clásico del género a esta altura.
Ellison ganó el juicio y, quienes hemos visto el episodio El soldado, de la serie Rumbo a lo desconocido (guión del propio Ellison), creemos que se hizo justicia.
A todo esto, mientras daba los últimos toques a la producción de The Terminator, Cameron se hacía un tiempito y escribía los guiones de Rambo: First Blood, Part II (George P. Cosmatos) y Aliens (1986). Elegiría a esta última y no Terminator 2: Judgement Day (1991) como su siguiente proyecto personal.
Ripley y su gato llegan a puerto seguro después de la masacre del Nostromo; las oscuras maquinaciones del poder, encarnado por una Empresa y descubiertas en el film original persisten y una expedición parte a un lejano planeta, donde una base terrestre está en apuros. Ripley, que ya es una experta en las simpáticas criaturas creadas por Gigier, acompaña la misión. A partir del momento en que llegan a destino, se desata la acción vertiginosa, al más puro rambo style: marines embetunados, brillantes de transpiración, camisetas sucias, lanzagranadas acoplados a los cañones de las ametralladoras, miras láser, explosiones, una tierna niñita a la que hay que salvar y -por supuesto- muchísimos Aliens trepadores, que preservan el nido de la Gran Madre Alien.
Otra vez es Ripley (Muñeca Brava, si las hay) la que demuestra su aplastante superioridad y logra sobrevivir; pero acompañada esta vez por la niña y los restos pegajosos del buen androide Bishop; otra vez la Empresa se queda sin su ansiada arma secreta.
Leemos en una prestigiosa revista española que Aliens es más personal que su antecesora Alien (Ridley Scott, 1979). ¿Cómo puede ser esto posible, tratándose de una saga, una segunda parte, si consideramos aquello de que segundas partes nunca son buenas?
La teoría que contiene (en fin…) la respuesta es la siguiente: Alien fue filmada por encargo, lo que le restaría parte de su mérito de ópera original. Por otra parte, hay notables, e incluso excelentes, realizadores impersonales (Karl Freund, Roy Ward Baker, Alan Parker, el mismo Ridley Scott) y grandes chapuceros del celuloide como George Romero, Michael Reeves y Ed Wood, que resultan sumamente personales. Todo se reduce, entonces, a una cuestión de honestidad profesional; a tener algo interesante que contar y expresarlo en imágenes convincentes y creativas.
Desde ese punto de vista, Aliens es una obra personal, sin duda. Encontramos en ella los temas y motivos visuales más caros al cine anterior y posterior de Cameron: el despliegue de poderío y preparativos militares, personajes de mentalidad castrense (la Sargento Vázquez, maravillosa), decorados y ambientes agobiantes, paredes de metal pulido, pisos de rejilla, ductos de ventilación, el ajustadísimo montaje, la mezcla de géneros, referencias y autorreferencias y el retorno -en colores y con toda la música- de la vieja serie B.
Hasta acá todo está bien; pero aparecen los analistas y nos dicen que bueno, muy bien, la propuesta es llamativa, interesante, las imágenes deslumbrantes, la historia entretenida… pero lamentablemente vacua. Que, si Alien ha llegado a convertirse en un clásico es justamente por su vinculación con las raíces de lo mítico y lo fantástico como universales de la cultura; que el verdadero terror es aquel que anida en el interior de cada hombre, que se dispara ante la presencia de lo desconocido, de lo apenas sugerido, intuido, sospechado… Elementos éstos que, obviamente, faltan en Aliens fundamentalmente por la ausencia de un factor clave: la sorpresa.
O sea, por su naturaleza de segunda parte, que ahora sí se vuelve en su contra.
Tres consideraciones antes del fundido a negro:
1) Ninguna segunda parte se ha convertido jamás en un clásico. Tampoco puede alterar la naturaleza de la primera.
2) Lo mítico y lo fantástico son, a esta altura de la civilización occidental, a las puertas del tercer milenio, muy relativamente universales e intemporales. Hay nuevas mitologías que tienen que ver con diferentes sectores sociales, nuevos terrores, nuevas y constantes desacralizaciones, etc.
3) Aliens puede verse como una mezcla de la vieja serie Combate, Full Metal Jacket (Stanley Kubrik, 1987) y The Thing (Christian Nyby, 1951). Esto no debe ser tomado en sentido peyorativo, cabe recordar aquí que la maravillosa novela El nombre de la rosa, del semiólogo italiano Umberto Eco es una feliz mezcla de El sabueso de los Baskerville de Conan Doyle, El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux, La Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges, la historia de las herejías medievales y el método filosófico de Guillermo de Ockham, conocido como La navaja de Ockham.
Se trata otra vez, sin duda, de un signo -o un sino- de los tiempos que corren.
El siguiente film de Jim reconocería su origen en lo que fue, según parece, una pesadilla recurrente: una ola gigantesca que asolaba la Tierra a la manera del viento imparable que describe J.G. Ballard en The Wind From Nowhere. Un tema grato y común al imaginario de la ciencia ficción y -en el caso de la película- al de la ficción política.
The Abyss (1989) costó mucho y estuvo lejos de recaudar una cifra que conformara a los productores. La causa puede buscarse, ya que estamos en plena y saludable posmodernidad, en una mezcla similar a la tan mentada de H2O y lubricante (elementos que abundan, por cierto, en la película). El film cuenta la epopeya de la tripulación de una plataforma submarina de exploración petrolera (un edificio tecnológico que recuerda a la inmensa nave Nostromo de Alien, una suerte de refinería-factoría-catedral móvil), que debe emprender la búsqueda de un submarino nuclear siniestrado en circunstancias poco claras. Por supuesto no faltan los militares psicóticos, que se convierten (en este caso) en el verdadero enemigo y las situaciones infartantes, llevadas hasta el paroxismo. Sobre todo dos: el sacrificio de Mary Elizabeth Mastrantonio, cuando decide ahogarse en uno de los mejores momentos de la película y el descenso del acuanauta Ed Harris hacia la nada infinita. Pero… allá en el abismo -que no es otra cosa que una fosa abisal- aguardan las libélulas submarinas, unos extraterrestres traslúcidos que -para colmo- se dan el dedito con el recio Ed Harris. La imagen que resulta del buceador y el extraterrestre tocándose la punta de los dedos índice, recuerda a una muy conocida pintura: La creación de Adán, de Miguel Angel. Un observador sagaz y -por qué no- suspicaz, podría advertir una alusión al nacimiento de un hombre nuevo; de una nueva humanidad a partir del buzo iluminado.
Extraemos del diccionario de la Real Academia Española la acepción que más nos gusta de fantasía: Grado superior de la imaginación; la imaginación en cuanto inventa o produce. Mientras que un venerable diccionario francés castellano, hace lo propio con feerie-feerique: Magia, hechizo, espectáculo maravilloso o sobrenatural, ensueño. Esto último deviene deFee: Hada.
La conclusión surge fluida: el ensueño no es una buena solución en un marco de ciencia ficción súper tecnologizada.
La ciencia ficción está lejos de ser un mero desborde de imaginación, un simple juego o un delirio. Desarrolla sus temas en una realidad que es indiscutiblemente la de nuestro mundo, al cual toma como lanzadera hacia otros mundos posibles. Es un género donde casi todo es posible, ojo: si dicen que todo es posible, conviene desconfiar. La ficción y la fantasía tienen sus reglas, los grandes maestros (Bradbury, Clarke, Ballard, Asimov, Ellison, Dick, Verne, Stevenson, Wells) las conocieron muy bien.
Pablo Capanna, en El mundo de la ciencia ficción, transcribe una definición de Judith Merrill: Ciencia ficción es la literatura de la imaginación disciplinada.
En el caso que nos ocupa, cuando lo feérico (lo mágico casi místico) hace acto de presencia, nos desplaza a otra película. Para colmo los productores metieron la cola otra vez y Jim Cameron se quedó sin la ola que aparecía en sus sueños y sin el final apocalíptico que había planeado para su película.
Buscando, quizás, pisar terreno conocido y más favorable, Jim Cameron emprendió la filmación de Terminator 2: Judgement Day. El film constituye una muy digna e interesante saga de The Terminator y no se conforma simplemente con eso. Llega más lejos en varios sentidos, sobre todo en el aspecto visual. Cameron vuelve a usar el recurso de morphing que había experimentado en Abyss para animar una sospechosa serpiente de agua de mar. Esto consiste en metamorfosear cabezas, manos o lo que se cuadre en otra cosa, como si estuvieran hechas de mercurio y sin solución de continuidad. O, dicho en lenguaje cinematográfico, con absoluta continuidad y sin mediar cortes sospechosos.
En esta hay, también, dos enviados del futuro: uno es malo y el otro bueno. Arnold Schwarzenegger es el bueno, o sea, la misma máquina que en la anterior pero programada al revés. Las máquinas han progresado mucho, Arnold está superado, es un modelo viejo.
El malvado, por el contrario, es el último modelo de ciborg virtual; mucho más poderoso que Arnold y, para colmo, más estilizado. Un dato para los analistas del significante: el villano viste la mayor parte de la película uniforme de policía, y, claro, esto le facilita muchísimo las cosas (después de todo, en una historia fantástica debe haber datos de la realidad). Ante una nueva ofensiva espacio temporal de los ciborgs, que han desarrollado nuevas y letales máquinas; John Connor, líder de los humanos, envía un Terminator similar al de la película anterior para protegerse a sí mismo (en ese momento de la historia un adolescente que parece tener una considerable escuela de la calle). Sara Connor, la madre, está internada en un psiquiátrico de máxima seguridad y se dedica a cultivar el físico, no por aquello de Mens sana in corpore sano, sino por seguridad: se prepara para la próxima llegada del Anticristo.
En el marco de esta desastrosa situación familiar, al joven John le aparece un protector, que se convierte en el mejor padre que ha tenido. Lo demás es imaginable y también un poco previsible. La historia encuentra sus mejores momentos en el sueño apocalíptico de Sara en el Central Park; en la secuencia de la fuga del psiquiátrico, filmada con una continuidad sin concesiones y sin piedad para con el montajista -murieron dos antes de terminarla- y en la batalla final.
True Lies (Mentiras verdaderas, 1994) es la película más cara de James Cameron; aunque no falten quienes afirmen que, quizás por eso mismo, sea la peor. Debo adherir a esta opinión, si descontamos a las pirañas, claro.
Se trata de una remake muy poco ortodoxa del film francés La totale (Claude Zidi) y desde sus primeras secuencias no oculta su condición de pastiche jamesbondiano: constantes citas de Goldfinger (Guy Hamilton, 1965), For Your Eyes Only (John Glen, 1981), Never Say Never Again (Irving Kreschner, 1983), así como planos y situaciones copiadas directamente de Dr No (Terence Young, 1962), Thunderball (Terence Young, 1965) y Octopussy (John Glenn, 1983), alternan con gags más o menos felices y otros no tanto protagonizados por un matrimonio hastiado de la rutina: Arnold Schwarzenegger y Jamie Lee Curtiss.
Para los espectadores de esta región del mundo, True Lies reserva algunas sorpresas desagradables, a saber: el protagonista, Harry Tasker, tiene muy acentuadas las características de un parapolicial. La escena en que, en el rol de marido ofendido, da una escarmiento al pretendiente de su esposa, congela la sangre. La pobre Jamie Lee (cuarenta y dos años, hija de Tony Curtis y Janet Leigh, imposible describirla con palabras) cae en una sádica y perversa trampa y realiza un strip tease frente a un desconocido, sentado en la penumbra de un cuarto de hotel, que resulta no ser otro que su encantador marido. Este, que podría haber sido uno de los mejores momentos de la película, sólo logra plasmar un desagradable ejemplo de manipulación machista y -sin duda- fetichista.
Que Jim no le teme al agua, ya lo había demostrado ampliamente en Abismo, donde debió filmar numerosas secuencias submarinas. Pero, por si cabía alguna duda, insiste: Sin riesgo no entiendo esta profesión, declara en una entrevista. Agrega: Además me encanta la fuerza vital y sonora que tienen las escenas acuáticas.
Dicho esto saluda y desaparece por la escotilla de un submarino ruso, en el que descenderá a 3.800 metros de profundidad, donde descansa el cadáver colosal del HMS Titanic. Corre mil novecientos noventa y cinco y está en plena pre-producción de la película más cara de la historia del cine.
Más de doscientos millones de presupuesto final, un megaestudio acuático construido en Rosarito (México), un modelo del barco de doscientos cincuenta metros de longitud, mil doscientos extras, un elenco encabezado por Leonardo Di Caprio y Kate Winslet; Jim Cameron -nunca mejor identificado con un piloto de tormentas-, dirigiendo escenas a un promedio de trescientos mil dólares cada una… Todo ese despliegue para darle al siglo XX una catástrofe con la que identificarse; una catástrofe emblemática de un siglo de matanzas y desastres.
Jim afirmó que su película es un romance épico que transcurre durante una tragedia histórica… una verdadera historia de amor que tiene que ver con personas que uno conoce y ama.
A sacar pasaje, entonces, que el Titanic de Jim Cameron acaba de echar amarras en estas hermosas playas. Una experiencia que sirve para comprobar si nuestro joven canadiense se ha vuelto tan sentimental como parece; o bien todo no es más que una campaña difamatoria armada por el sibilino señor Ovidio G. Assonitis.