Después de la caída del muro de Berlín y de la progresiva desintegración de la Unión Soviética, pareció que nuevas y diversas condiciones posibilitaban la construcción de un nuevo orden mundial. Sin embargo, decisiones y hechos fueron estableciendo serias dificultades al respecto.

 

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A fines de los ‘80 y comienzos de los ‘90, el colapso del bloque soviético ponía fin a la Guerra Fría. Con ello, concluía esa larga época signada por un armamentismo suicida y por un enfrentamiento feroz entre las superpotencias, a través de conflictos regionales en distintos puntos del globo. Pero no sólo ello. Para muchos, la nueva situación tendría una consecuencia directa también sobre las posibilidades de las Naciones Unidas para cumplir un rol que hasta entonces le había sido negado en los hechos. Esto es, la posibilidad de transformarse en un lugar de diálogo real, efectivo y constructivo entre las naciones, de ser, en el largo plazo, el “primer paso e introducción hacia la organización jurídico-política de la Comunidad mundial” (Pacem in terris, 144).

 

En efecto, la interacción entre Estados Unidos y la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial había sido una dura relación de fuerzas y poderío militar. Lejos se estaba de querer confiar en la ONU la resolución de cuestiones que ambas partes preferían dirimir por sus propios medios. Para las grandes potencias, las cuestiones internacionales se decidían bilateralmente y a partir de un esquema polarizado, en el que los intereses estratégicos de los más fuertes eran el criterio principal de cualquier movimiento externo.

 

 El mundo que siguió a la Guerra Fría adquirió pronto características francamente distintas del contexto internacional anterior. Esto fue producto no sólo de la caída del muro y de la Unión Soviética. La nueva circunstancia mundial estuvo signada también por un proceso de globalización económica y tecnológica que unió a los países y las culturas de una manera nunca experimentada. Tal interacción creó nuevas redes entre los países y los hizo interdependientes en un sentido mucho más complejo. En este contexto, la ONU aparecía como el escenario ideal para organizar las relaciones entre los países de un modo distinto, casi como un nuevo ámbito multilateral desde el que se podría entonces pensar y decidir, efectivamente, un nuevo orden internacional.

 

Lo que acaba de suceder -y aún no ha concluido- en el Golfo ha vuelto a poner en evidencia las serias dificultades que encuentra el diseño y la construcción de un nuevo orden mundial. Signos de esta dificultad ya se habían esbozado con ocasión de la invasión de Saddam Hussein a Kuwait y la posterior reacción internacional liderada por Estados Unidos, además de otros hechos de menor incidencia estratégica, como fue la crisis haitiana.

 

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El contexto de posguerra fría no prometía, por otra parte, un mundo exento de problemas. Ante la ausencia de dos bloques fuertemente controlados sobre los que se basaba la “paz armada” posterior a la Segunda Guerra, era previsible el surgimiento de competencias menores para ganar preponderancia y liderazgos regionales. Junto a ello (y quizás como consecuencia) se podía esperar el renacer de líderes y dictadores nacionales que excedieran los controles a los que antes estaban sujetos por la competencia EE.UU.-URSS. En algunos lugares del mundo, como Medio Oriente, tales surgimientos podían ser particularmente complicados, dada la importancia de la región para la economía mundial. Esto finalmente ha sucedido, y la irracionalidad de muchos jefes nacionales ha sido alimentada por la venta de material bélico del más diverso tipo por parte de las grandes potencias mundiales, como se hiciera público recientemente en el caso iraquí.

 

Sin embargo, la construcción de un nuevo orden mundial que apuntara al fortalecimiento de las Naciones Unidas no ha encontrado solamente el problema de impredecibles líderes regionales, sino también el de Estados Unidos. Es que al desaparecer la Unión Soviética, ese país ha quedado como la única superpotencia mundial, con una fuerza militar y estratégica sin comparación en el contexto internacional. Precisamente por ello, Estados Unidos se encuentra en la mejor de las condiciones para imponer su criterio y decisión en el contexto de las naciones del mundo.

 

Desde esta perspectiva, Estados Unidos no tiene motivo alguno para apoyar y fortalecer a las Naciones Unidas, que por otra parte poco pueden sin su asistencia. ¿Por que aceptaría la primera potencia del mundo un límite a su poder, si tiene capacidad para imponer su decisión de manera unilateral?

 

La reciente crisis ha puesto esta tensión de manifiesto. Ante la preferencia de la mayoría de los países miembros del Consejo de Seguridad por agotar las instancias diplomáticas, Estados Unidos decidió obrar por su cuenta y construir una amenaza militar que fuera creíble para el líder iraquí. Más aún, antes del viaje del secretario de las Naciones Unidas, Kofi Annan, Estados Unidos había decidido mantener su capacidad de respuesta unilateral al resultado de la negociación. Ante el inminente viaje del líder de la ONU, la secretaria de Estado norteamericano, Madeleine Albright, había expresado que “Estados Unidos apoya el viaje de Annan, pero se reserva el derecho de estar en desacuerdo, si sus resultados no son coherentes con las resoluciones del Consejo de Seguridad y con nuestro propio interés nacional”.

 

Así entonces, lo que hoy presenciamos en el contexto internacional no es aquel deseado orden mundial, organizado (o en camino de organizarse) alrededor de una ONU fortalecida. Por el contrario, estamos ante la presencia de un liderazgo recurrente: el de Estados Unidos, esta vez sin competencia alguna, y con supremacía militar.

 

La “pax americana”

 

Está claro que no se trata de cualquier liderazgo. La fortaleza de la sociedad norteamericana, de sus instituciones democráticas, de su opinión pública, de su mundo académico e intelectual, hacen de Estados Unidos una potencia altamente racional y previsible. Esa fortaleza constituye un factor crítico y un límite para cualquier gobierno norteamericano, que se encuentra, en este sentido, severamente condicionado por un contexto político y social que no da lugar para aventuras imprudentes y extremas.

 

No por ello, sin embargo, el problema deja de existir. Por un lado, porque Estados Unidos, como país, tiene sus propios intereses estratégicos. Como lo confirmara la secretaria de Estado norteamericana, el criterio final de acción del país es su interés nacional. Estos intereses podrán, en muchas ocasiones, no coincidir con el de importantes potencias mundiales (como esta vez). En estos casos, Estados Unidos obrará por su cuenta.

 

Otras veces, como nuestra historia -argentina y latinoamericana- lo ha demostrado largamente, los intereses estratégicos norteamericanos no coinciden ni siquiera con valores que la sociedad norteamericana profesa explícitamente y de manera absoluta para sí y para sus ciudadanos. El apoyo de Estados Unidos a tantos dictadores que atentaron contra los derechos humanos y los mecanismos democráticos, la venta sistemática de armas y material bélico a tantos de ellos, son acciones contrapuestas a los principios morales básicos de la mayoría de la sociedad norteamericana. Y la mayor parte de estas acciones queda oculta para la opinión pública bajo el rótulo de secreto de Estado.

 

El segundo problema es que Estados Unidos, a pesar de la fortaleza de sus instituciones democráticas, no está exento de vaivenes políticos que no siempre parecen del primer mundo (o al menos, no del primer mundo que vale la pena imitar). Y lo que es más importante, estos avatares internos influyen en sus propias decisiones externas.

 

En el caso concreto al que nos referimos, el enfrentamiento con Saddam Hussein ha ocurrido en momentos en que el asedio interno a la figura del presidente Clinton llegaba a límites extremos a causa del escándalo sexual. Y no es descabellado pensar que el rigor y la dureza del presidente norteamericano hayan tenido algo que ver con la necesidad de aparecer fuerte y decidido en el contexto interno, tal como lo estuvo ante Hussein. Tal estrategia, por otra parte, registra antecedentes en la política exterior norteamericana.

 

Es de notar, sin embargo, que la amplia falta de apoyo por parte de significativas potencias internacionales (Francia, Alemania, Rusia) y de los países de Medio Oriente a la decisión de Estados Unidos de atacar Irak, limitó el accionar de éste. (Algunos apoyos a la iniciativa era lógicos, como el Gran Bretaña, su aliado principal en la OTAN: otros, en cambio, rayaron en la ridiculez, como el de nuestro país) Esto podría indicar que a la hora de actuar Estados Unidos busca cierto consenso mínimo, y que en caso de no encontrarlo, está dispuesto a ceder en sus acciones. El problema sigue siendo, sin embargo, que ese límite no está institucionalizado. Esto es, no se verifica por medio de un consenso que se plasma en una decisión común y por medio de mecanismos institucionales, sino de manera discrecional y circunstancial.

 

Límites y alcances de un nuevo orden

 

A diferencia del orden político nacional, el orden mundial no cuenta todavía con el poder de un Estado supranacional que organice y controle la acción de aquellos que lo integran. Es esto lo que hace que muchos identifiquen ese orden con una suerte de estado de naturaleza en el que impera, en última instancia, la ley del más fuerte. En este sentido, el contexto internacional plantea aún de manera dramática la tensión entre el gobierno de la ley y el gobierno de los hombres. Al no existir instituciones apoyadas por un Estado que obligue a su acatamiento, las acciones dependen finalmente del poder de aquellos que las implementan. La ONU no ha resuelto aún ese problema. Y las grandes potencias tienen fuertes incentivos para no apoyar mecanismos que puedan, en última instancia, limitar ese poder.

 

Ante la amenaza de líderes regionales violentos e impredecibles, un contexto internacional con el liderazgo de EE.UU. parece preferible a un escenario sin líder alguno. Pero también es cierto que un mundo donde la ONU tuviera un peso mayor que el que actualmente tiene, y en el que las potencias estuvieran dispuestas a tomar decisiones negociadas, sería mejor que aquel en el que una potencia decide discrecionalmente. Mucho más si estas potencias -y otras cercanas- son capaces de armar bélicamente a los mismos líderes que sus propios hijos deberán enfrentar más tarde.

 

La construcción de espacios regionales no sólo económicos, sino también políticos, como lo es hoy la Unión Europea, pueden constituir una instancia positiva en el diseño progresivo de entidades supranacionales. En otras palabras, lo que posiblemente sea muy difícil «desde arriba», como es el caso hoy de las Naciones Unidas, podría suceder «desde abajo», esto es, desde la institucionalización de aquellas entidades regionales como una etapa intermedia para la organización posterior de una entidad mayor. Aun así, los intereses inmediatos de las grandes potencias pondrán siempre un límite a tales proyectos. Acaso sólo la presencia y acción de grandes estadistas, capaces de observar y construir hacia el mañana, podrían vencer esas limitaciones. A juzgar por los sucesos que percibimos, el fin de siglo no parece abundar en recursos.

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