La proliferación de los sanadores, que hace tan difícil discernir a los auténticos hombres de Dios de los trastornados, los charlatanes y los embaucadores, responde a una profunda necesidad de nuestro tiempo. A menudo, los reclamos de salud corporal encubren la angustia que provoca el vacío ético y la necesidad de paz interior. 

Esta circunstancia parece haber vuelto la atención sobre una figura emblemática, íntimamente vinculada con la caída del régimen zarista de Rusia, que hubo de convertirse sin proponérselo en el pivote entre dos mundos.  

Rasputin era un campesino iletrado a quien se atribuían extraños poderes mentales y una vociferada fama de atleta sexual. Su ascenso hasta el círculo íntimo de la familia Romanov fue visto, tanto por la nobleza como por los revolucionarios, como el inequívoco síntoma de una profunda corrupción. Durante la primera guerra mundial, mientras el Estado Mayor alemán fletaba el tren que llevaría a Lenin a Rusia los zepelines portaban enormes imágenes del monje taumaturgo, como burla hacia los soldados rusos. 

De algún modo, Rasputin empalmaba con la antigua tradición de los “locos de Cristo” y los stárets, y para muchos era la voz del pueblo ruso. Era un mujik siberiano, heredero del arcaico chamanismo. Se había formado en el seno de una secta de gnósticos “licenciosos”, un lejano eco de las herejías milenaristas de Europa Central. Su extraña “teología” exaltaba la necesidad de hundirse en el pecado para poder alcanzar la redención, lo cual le permitía frecuentar las orgías y entregarse a todos los abusos para sentirse un “santo pecador”.  

Su exótica fama de amante incansable, que no discriminaba entre damas de la corte y rústicas campesinas, no fue pues inconveniente para que llegara a ejercer una enfermiza influencia sobre la zarina y su esposo. Sus hazañas curativas, que inexplicablemente salvaron varias veces la vida del príncipe, víctima de la hemofilia, le abrieron las puertas de los palacios. 

Odiado por nobles y liberales, Rasputin despertaba pasiones delirantes: un monje rival llegó a organizar un “comando” de mujeres juramentadas para asesinarlo, aunque no tuvo éxito. Por último un dandy, el príncipe Yusupov, fue puesto a la cabeza de la conspiración que le dio muerte, en circunstancias igualmente misteriosas: el monje resistió durante horas la acción de poderosos venenos, el puñal y hasta las balas, antes de ser ultimado. 

De todos modos, la muerte de Rasputin no detuvo la decadencia, y Rusia se embarcó en la larga aventura bolchevique. Lo extraño es que este personaje que a todas luces se diría siniestro, no obtuvo beneficios del poder y tuvo actitudes notables. Se opuso a que Tolstoi fuera excomulgado, y en los momentos en que recrudecía el chauvinismo, tanto durante la guerra rusojaponesa como en la mundial, se manifestó pacifista; con singular sensatez, aconsejaba al Zar que evitara más sufrimientos al pueblo. Si se lo compara con algunos personajes que lo sucederían, como Stalin o Beria, termina por quedar mejor parado de lo que pudiera creerse.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?