Transcurre hoy en Alemania una insólita revisión de lo acontecido durante la Segunda Guerra, según la cual ésta habría sido una verdadera cruzada promovida por el Tercer Reich para salvar la civilización occidental de la barbarie bolchevique. Este revisionismo de nuevo cuño ya ha sido denunciado por muchos conspicuos historiadores y filósofos, Jürgen Habermas entre otros. Sin embargo, la corriente es cuasi oficial y viene apadrinada por ciertos dómines universitarios. Se trata de “ganar el futuro”, dicen con tonillo patriotero de resonancias wagnerianas. A estos fines –agregan– cabe interpretar el pasado, adueñarse de él, liberándose así la nación alemana de los “mitos negativos” acerca del Führer y su política, cuya historia fue escrita de cabo a rabo por sus enemigos (léase los vencedores de aquella contienda). Hasta hay exaltados negadores de los mismísimos campos de exterminio, mera invención de la propaganda judía sostenida por comunistas e intelectuales de dudosa procedencia. La canalla de siempre… 

El Holocausto y una historia de amor es un libro basado en hechos reales ocurridos, precisamente, durante la persecución nazi contra los judíos, y tan conmovedores como para encoger el corazón. 

Max y Helen, dos jóvenes enamorados, ven frustrarse su matrimonio por la guerra, aunque persista luego su vínculo en las barracas de Zalesie, un campamento para prisioneros en la Galitzia polaca, a cargo de la SS, y de donde Max logrará evadirse para sumarse a los partisanos. Tras innumerables peripecias la pareja se reencontrará más tarde, en tiempos de paz, pero sin resquicio para el final feliz que podía sospecharse. Es aquí donde interviene Simon Wiesenthal, el célebre cazador de criminales de guerra, que fuera pieza clave para atrapar a Eichmann y a otros de su misma cría. Contra todo lo previsible, esta vez se abstendrá de llevar ante los tribunales al jefe del campo donde Max y Helen padecieran cada uno lo suyo. Un conflicto ético irresoluble motivará su decisión, que por otra parte es la única posible si no quiere destruir la vida de personas inocentes, vinculadas de un modo muy particular al criminal buscado. 

Sobre este caso se filmó hace años una película francesa que lleva por título precisamente, el nombre de ambos protagonistas. Ni en ésta, ni en el libro comentado, flota el clima de horror característico de otros documentos sobre el Holocausto, literarios o cinematográficos. Se devela, en cambio, uno de los aspectos más nebulosos de la Shoah: la pasividad de los judíos ante sus verdugos, aun a las puertas del matadero. “En aquel entonces, defenderse significaba poner en peligro a los demás y ninguno de ellos habría tenido el coraje de hacerlo” (p.76) .“La conducta de los reclusos de un campo de concentración se asemeja a la de los candidatos a la muerte que ven su seguro final con horror y no reúnen las fuerzas necesarias para rebelarse… Cuatro mil prisioneros eran vigilados por cuarenta o cincuenta guardias bien armados; porque los alemanes sabían que la desesperación y la falta de salida debían quebrar cualquier intento de resistencia” (p.77). 

Este sobrio relato enfatiza también que la derrota de la Alemania nazi apenas fue un mojón en la lucha por la libertad, pues “si bien Hitler había muerto, su espíritu estaba vivo aún en la Unión Soviética”. “La peor de las maldiciones es que los alemanes te ocupen y los rusos te liberen” (p.115). “El pueblo ruso había aceptado el terror como una catástrofe natural o como una epidemia de gripe” (p.120). Son reflexiones de indudable valor a la hora de recordar los crímenes de lesa humanidad, porque Hitler y Stalin fueron dos caras de la misma moneda. 

La sangre de seis millones de inocentes es parte del misterio de iniquidad, pero cuantos dieron su vida por la santificación del nombre de Dios hoy cantan sus alabanzas junto a los santos. Por la fe de nuestros padres nos es permitido creerlo.

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